sábado, 22 de octubre de 2011

Una noche ganada para la formación permanente

Mucho se habla hoy día de la formación permanente de los sacerdotes. Partiendo de la convicción de que la etapa del Seminario no alcanza, el sacerdote está llamado a formarse ininterrumpidamente, no tanto a través de instancias puntuales (que puede y debe haber), sino más bien, a través del ejercicio mismo del ministerio. Dejar que la vida misma, lo que Dios nos propone y lo que vamos respondiendo, vaya moldeando cada vez más un corazón de pastor bueno. Formación permanente significa entonces, conversión permanente; no en el laboratorio sino en la cancha, para que los días y años den lugar a una sabiduría integral, sin fisuras, nacida de una historia creyente que, creemos, está en las manos de Dios.

El sacerdote vive infinidad de experiencias de alto calibre emocional y existencial. Experiencias donde hay mucho en juego, aunque más no sea en calidad de testigo. También están las pequeñas opciones, ocultas y rutinarias, que configuran la identidad sacerdotal -acaso no menos significativamente que aquellas otras rutilantes. Quisiera referirme ahora, compartir, para gloria de Dios y bien de todos, dos vivencias sencillas pero formativas. Ambas transcurrieron en hospitales de la ciudad.


Arturo es un hombre de mediana edad, todavía joven para morir. Está pasada la medianoche y él hace rato -días quizás- que está inconsciente. Junto a su cama hay un verdadero clan... casi todas mujeres: tres hijas, mujer, madre y hermana. También hay un sobrino cuyo padre partió ya a la casa del Padre. Quieren rezar. Siempre que se llama a un sacerdote, se lo llama para que rece y ayude a rezar. La familia puede dar fe de una larga batalla ante esa infatigable enfermedad. Batalla que dignifica pero que agota. Batalla que enseña a vivir aún en la derrota de la muerte. Derrota transitoria porque, "¿dónde está muerte tu victoria?" (1 Co 15,55). Y curiosamente, la más vieja, la más vulnerable es la que preside la asamblea. Esa matrona pequeña y achacada toma la palabra. No es una arenga de generala porque vibra con la pérdida de su hijo y siente que se le va una parte suya. Pero se entrega con la fe pura de los niños. Recuerda otras pérdidas cercanas y vuelve a confiar en el Señor de la Vida. Sí, ensaya un canto de gratitud (oh sublime magnificat que sigue resonando a través de los siglos), y valora el don de ese hijo amado como un inmerecido regalo de Dios. Despedirse con fe, dejar que la Iglesia ponga en nuestros labios las palabras adecuadas, afrontar unidos en el cariño el enigma de la muerte. Entre tantas preguntas y sufrimiento, una certeza: Esta vigilia es eterna y no se pierde. "El amor no pasará jamás" (1 Co 13,8).

Angélica tiene 95 años y llegó a la guardia poco antes del amanecer. La acompaña su nieta que la asiste con devoción. Las dos saben que el final está cerca pero es la anciana quien se mueve con mayor naturalidad. Lúcida a más no poder, Angélica celebra al sacerdote que le trae el óleo y la comunión. Imposible pedirle que no hable. ¿Cómo no participar si es ella la que se dispone a partir? Sigue las oraciones hasta el detalle y aprovecha para dar gracias por una vida tan larga. Que no faltaron dolores, se encarga de decirlo, pero es mucho más lo que tiene para alabar. Ella no se da cuenta, o quizás sí. Está resumiendo 95 años en un par de frases; está entregando su vida, sus afectos, con la sencillez de los pobres, con la libertad de los reyes, con la inocencia de los niños. ¡Soberana lección! Uno aprende tantas cosas (o eso es lo que cree)... más nos valdría aprender a morir. Cómo quisiéramos el desprendimiento de Angélica, que gozó sin aferrarse.


Uno nunca sabe hasta dónde calan las experiencias. Sí advierto que ante la muerte, amén de las gracias extraordinarias, emerge un estilo de vida consolidado en la paciencia de la fidelidad anónima.