lunes, 26 de diciembre de 2016

Insinuación subterránea

La mujer entra al vagón del subte despreocupada, ligeramente alegre. Lleva una rosa en su mano y no piensa sino en aquellos alumnos con los que ha compartido el año que ahora termina. De la nada, un hombre le dirige la palabra. –¿Esa rosa es para María?–. La mujer duda. En el fondo siente que bebe su propia medicina. Todavía sin hacer pie responde un poco descolocada: –No… pero podría ser–.


El hombre no sabe que esa mujer es catequista y menos sabrá lo que su insólita pregunta ha desencadenado.

El Señor viene ahora a nuestro encuentro 
en cada hombre y en cada acontecimiento
Prefacio de Adviento II



domingo, 25 de diciembre de 2016

La Palabra de las palabras

Paz, paz, sobre los días y las noches cansadas/ 
de recoger voces falsas*

El hombre es un animal que habla. Y en su capacidad de proferir palabras va tejiendo historias que lo expresan. Lo hace por gusto pero también por necesidad. Necesita espejarse en ciertos relatos que le recuerden –y acaso clarifiquen– el misterio de su identidad. Es por eso que toda cultura tiene sus grandes relatos (y la cultura deriva del culto).


La particularidad judeocristiana está en la pretensión de que su relato no sea ascendente sino descendente. Esto significa que en las grandes cuestiones como el origen y el fin, el bien y el mal, la palabra no procede del hombre sino del mismo Dios. Entonces, como Dios habla, el hombre no adivina sino que escucha. La pretensión se vuelve más atrevida en tanto restringe la revelación de Dios en sentido propio a un solo pueblo. La hazaña de Israel consiste en haber permanecido obstinadamente fiel –a pesar de muchas caídas– al don nada fácil de la Palabra.

La fe cristiana dice aún más. Dios habla porque es Palabra. Dios es diálogo, es una eterna comunicación trinitaria. Pero en su inescrutable libertad ha decidido abrir el juego de ese diálogo amoroso. La apertura ha sido gradual: primero la creación, luego Israel en sus diversas etapas, y ahora, finalmente, Jesús. Como dice san Juan, la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros.

Dijimos antes que el hombre es un animal que habla. Pero hay momentos en los que calla abrumado por la noche del dolor. Es entonces cuando percibe la pobreza de su relato y se vuelve especialmente ávido de una Palabra luminosa. Cansado de los fragmentos anhela la Palabra definitiva, esa Palabra que nunca declina sino que es capaz de encender la esperanza en la prueba. El cristiano cree –en el sentido fuerte del término– haber escuchado esa Palabra de Vida que sostiene el universo entero. Dios mismo se ha dado a conocer, sin velos ni misterios, sin reservas; Él, la Razón, el Orden, el Sentido, el Amor.


El escándalo se consuma en tanto Dios ha querido decirse en un hombre. La Palabra se hizo carne. Jesús. El Todopoderoso en un niño. Lo máximo en lo mínimo. Lo eterno en el tiempo. La transparencia del espíritu en la opacidad de la materia. La luz de la verdad en la oscuridad del sufrimiento. La vida en abundancia en el cansancio del peregrino. El Rey en un pesebre. El Inocente en la cruz.

La Navidad es una historia sencilla, un cuento, el de una mujer que da a luz. Pero en esa sencillez se esconde una grandeza insuperable. Porque en ese niño están guardadas todas las demás historias. Él es la Palabra que es origen y término de toda palabra. En Jesús Dios no sólo nos enseña a hablar su propio idioma, que es el amor, sino que también nos descubre qué significa propiamente ser hombre. Creer en Jesús es dejarse introducir en el diálogo trinitario como hijos en el Hijo. Creer en Jesús es dejarse ensanchar el corazón para sentirnos más hermanos. Por eso el niño del pesebre es todo lo que necesitamos contemplar.


Dios se hace hombre para que su Palabra esté al alcance todos. Y tanto se acerca que a menudo no lo reconocemos. Por eso la Iglesia alterna en su liturgia navideña la sencillez del pesebre y la solemnidad del himno teológico. Para que no olvidemos nunca quién es ese niño. Y para que nuestro hablar, que es nuestro vivir, tenga una referencia segura y estimulante en el hombre-Palabra, que nació de María y que se llama Jesús.
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* Jacobo Fijman, Poema X, Hecho de estampas, en: Id., Obra Poética 1, Bs. As., Leviatan, 1991.

jueves, 17 de noviembre de 2016

En mi 9º aniversario sacerdotal

2007 – 17 de noviembre – 2016 

Ap 5, 1-10; Sal 149 (R.: Ap 5, 10); Lc 19, 41-44

El pasaje del Evangelio que acabamos de proclamar nunca deja de impresionarme. Jesús llora por Jerusalén. Es el llanto del pastor, llanto de quien se sabe padre, hermano y amigo. “El amor es compasivo”, dice san Pablo. Quisiera pedir hoy el don de lágrimas, la capacidad de sentir con todos, dejándome afectar por sus alegrías y tristezas, por sus angustias y esperanzas. Que no se me endurezca el corazón, aunque eso duela. “Felices los que lloran porque serán consolados”.

En el llanto de Jesús está cifrado el drama de su pasión. La Palabra de Dios no es bienvenida. Jesús aprende –de un modo áspero– lo que es el desprecio. Y sin embargo no se arrepiente de haber hecho la visita. Llora más por la ciudad que por sí mismo. “El amor no busca el propio interés… todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”.

Quizás éste sea un buen momento para pedir perdón. Perdón por las veces que entristecí a Jesús. Perdón por las veces que lastimé a los demás. Perdón por haber contribuido al llanto de este mundo roto, ya un poco cansado de tanto tropezar. Perdón, en el fondo, por no haber gritado más fuerte la Buena Noticia.

La primera lectura describe a la perfección el modo como entiendo mi sacerdocio. Por eso la hice bordar al frente de mi casulla de ordenación. Dios me eligió para transmitir la certeza del triunfo de Jesús, el león de Judá, el cordero sin mancha, el único capaz de desentrañar el libro de la historia, que es el más difícil de leer. Porque todos lloramos alguna vez, todos sufrimos la injusticia y nos sentimos impotentes frente al mal, pero no todos escuchamos las palabras benditas de consolación: “no llores, ha triunfado el león de la tribu de Judá, el retoño de David. Él abrirá el libro y sus siete sellos”. Jesús es tanto el león fuerte como el manso cordero. Está de pie pero como degollado, porque en su resurrección lleva para siempre las marcas de la cruz. Jesús conoció la noche para que nosotros viviéramos en la luz. Y en esta liturgia pregustamos la fiesta eterna por la que pagó con su propia vida. Por eso, que todo nuestro ser cante con gratitud, aunque sea con voz trémula, lo que ya es coro firme en el cielo: “Tú eres digno de tomar el libro y de romper los sellos, porque has sido inmolado, y por medio de tu Sangre, has rescatado para Dios a hombres de todas las familias, lenguas, pueblos y naciones. Tú has hecho de ellos un Reino sacerdotal para nuestro Dios, y ellos reinarán sobre la tierra”.

A. F. D. C.


domingo, 14 de agosto de 2016

La angustia del bautismo

Domingo XX - Ciclo C: Jr 38, 3-6. 8-10; Sal 39, 2-4.18; Hb 12, 1-4;  Lc 12, 49-53

"Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!" (Lc 12,49). Jesús alude al fuego del Espíritu Santo. Quisiera encender el mundo con su Amor pero ese deseo, que le quema dentro, queda en suspenso, sin colmar. "Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente!" (Lc 12,50). Jesús ve venir el misterio de la pasión y acusa el golpe. Su humanidad tiembla ante el cáliz de la muerte pero lo sabe necesario. No hay Pentecostés sin Pascua.

"¿Piensan que he venido a traer la paz a la tierra?. No, les digo que he venido a traer la división" (Lc 12,51). Esta frase puede resultar chocante en un primer momento, pero en realidad es bien sencilla. Jesús no describe un propósito sino un hecho. Basta ver el arresto en Getsemaní. "¿Soy acaso un ladrón para que vengan con espadas y palos?" (Lc 22,52). Incluso los discípulos apelan al hierro (Lc 22,49-50). Lamentablemente, esta dinámica aun sigue vigente. 


Jesús experimenta algo muy humano: el fracaso. Hay momentos en que todo ocurre al revés de lo esperado. En lugar de la comunión, la división. Eso es la pasión: una parada violenta que se desata con las Bienaventuranzas. Jesús tiene que aceptar que su misión conlleva rechazos, agresiones y discordias. Es el triste cumplimiento de la profecía de Simeón, cuando recién nacido lo vio en el templo: este niño será un signo de contradicción (Lc 2,34). 

"De ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres" (Lc 12,52). El Evangelio no es tan fácil de digerir. La historia muestra, a toda escala, que Jesús es un escándalo: la pequeñez de Dios que se hace hombre; la mansedumbre de poner la otra mejilla; el perdón sin límites; la pobreza de venderlo todo; la salvación por un Crucificado; la Iglesia como cuerpo de Cristo... "Nadie es profeta en su tierra". Ni Jesús, ni Jeremías, ni nadie. Las resistencias pueden disimularse un tiempo pero al final emergen. "Me odiaron sin motivo" (Jn 15,25).


La angustia de Jesús es la angustia de todo cristiano. "Si así tratan a la leña verde, ¿qué será de la leña seca?" (Lc 23,37). Hay que volver sobre esto porque tendemos, por inercia, a un cristianismo sin cruz. Y eso no existe. Si la idea de sufrir nos asusta "fijemos la mirada" en Jesús, quien habiendo atravesado la muerte está ahora sentado a la derecha de Dios (Hb 12,2). El sufrimiento y la muerte no son un fin en sí mismos sino el paso ineludible a la vida verdadera. Encaramos la muerte porque celebramos la resurrección. También contamos con "una verdadera nube de testigos (martyrôn)" que, en la fe, nos han abierto el camino de la esperanza (Hb 12,1). Cuando estemos tentados de quejarnos recordemos la exhortación de la Carta a los Hebreos, bien cristiana pero no exenta de cierta ironía.

"Piensen en Aquél que sufrió semejante hostilidad por parte de los pecadores, y así no se dejarán abatir por el desaliento. Después de todo, en la lucha contra el pecado, ustedes no han resistido todavía hasta derramar su sangre" (Hb 12,4).

domingo, 5 de junio de 2016

Embarrar la marcha

En la edición del sábado 4 de junio de 2016, el diario La Nación informa en su portada sobre la marcha ♯NiUnaMenos. Ofrece para ello una foto que luego no se encuentra en internet. En ella se ven jóvenes con diversos carteles. El de un varón dice: “Separación de la Iglesia y el Estado”. Da que pensar.

Es una lástima que un motivo tan serio como la violencia hacia la mujer quede manchado con leyendas totalmente ajenas. No sólo es un signo de inmadurez cívica sino que revela una gran confusión. Y sabemos que la mezcolanza es un caldo peligroso. Cierto que ese cartel no respondía a la gran mayoría de los manifestantes. Pero tampoco era un caso aislado. “Fulana de nadie” o “Mi cuerpo es mío” son frases elípticas pensadas para otras discusiones. Fenómeno de ob-cecación. El fanatismo no discierne sino que arremete sin más. Hay algo cansador, por no decir impertinente, en el repiqueteo torpe de la militancia abortista, lo mismo que en el de cierto laicismo furioso.


Por lo demás, cabe estudiar mejor las cosas. Porque es gracias al cristianismo que Occidente conoce la distinción entre Iglesia y Estado, entre el orden religioso y el político. “Den al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios” (Mt 22,21). Y, contrario a lo que se cree, ni siquiera la Edad Media olvidó ese principio. Por eso, en lo que respecta a ciertos temas, es preferible marchar menos y dialogar más. Inicio el ejercicio recomendando el finísimo y exhaustivo estudio de Remi Brague: “La ley de Dios. Historia filosófica de una alianza”.


“Ello muestra que la escuela de la democracia moderna y de sus procedimientos electorales no fue Atenas, donde todo reposaba en el sorteo, sino la Iglesia medieval. La fábula convencional según la cual el Estado moderno habría nacido de una secularización olvida, como escribe un autor contemporáneo, «la determinación estrictamente teológica de la nueva figura del Estado absoluto: la absolutización […] pasa necesaria y prioritariamente por una re-sacralización del Estado» (Courtine). No hay ninguna reivindicación de «laicidad» por parte del poder temporal. Todo lo contrario; esa reivindicación le es sugerida por la Iglesia como algo que recae sobre el ámbito del propio estado, aquel en el que puede cumplirse su tarea de mantener la «paz»” (Brague, La ley de Dios, 2011, 189).

domingo, 29 de mayo de 2016

Corpus Christi 2016

La eucaristía es el misterio de la fe. Dios se hace pequeño hasta el extremo ofreciéndonos, como dice Ireneo, la salvación en compendio

Frente a la difusa inquietud de los Doce por la multitud, Jesús los involucra de lleno en el asunto. "Denles de comer ustedes mismos" (Lc 9,13). En primera instancia la respuesta se percibe como una provocación. Y en cierto sentido lo es. Pero en un nivel más profundo se trata de una llamada, una auténtica vocación. No deben asumir en soledad la tarea que nunca podrían realizar en soledad. La clave del episodio está en que Jesús provee el pan: Jesús es el Pan. La fiesta del Corpus es una ocasión para renovar el asombro eucarístico del que hablaba Juan Pablo II. El milagro de la multiplicación apunta a otro milagro mayor; el de la presencia real, el de la conversión del pan y el vino en Cuerpo y Sangre de Jesús.

"Denles de comer ustedes mismos" significa que Jesús quiere mediadores. No obra en soledad sino que suscita una dinámica de comunión. Los Doce son asociados como facilitadores del encuentro entre Jesús y aquella muchedumbre hambrienta. Hambrienta no sólo de pan sino fundamentalmente de vida en plenitud. Esa misión corresponde de manera especial a los sacerdotes, ministros ordenados, pero también, y de modo muy relevante, a todos los bautizados. Cada uno de nosotros puede acercar (o no) a Jesús a los demás. La fiesta del Corpus es una ocasión para meditar nuestra coherencia eucarística. Cuánto lastiman al sacramento nuestros escándalos. Puede ocurrir y ocurre que la comunión se vuelva un anti-signo. Van a misa pero después... El cuerpo de Cristo llama a un discernimiento (1 Co 11, 27-29).


Pablo des-cubre el signo. "Siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que Él vuelva" (1 Co 11, 26). Comulgar es realizar un anuncio. Implica abrazar la pascua, aceptando morir y resucitar con Cristo cada día. Entregarnos por los demás, aunque nadie lo valore. "El Padre que ve en lo secreto te recompensará" (Mt 6, 4). Comulgar es adoptar una lógica inclusiva, cultivar la verdadera fraternidad que supone reconciliación. La figura del sacerdote Melquisedec nos habla muy claramente de la bendición que envuelve el misterio eucarístico (Gn 14,18-20). La fiesta del Corpus es una ocasión para renovar nuestra alianza, con Dios y con los hombres. Sabemos que Jesús eucaristía puede regenerar los vínculos rotos de un tejido social harto deteriorado.


¿Qué nos pasa a los católicos que nos cuesta vibrar con la eucaristía? ¿Por qué la primera comunión de nuestros chicos es en muchos casos (virtualmente) la última? ¿Cómo hemos llegado a convencernos de que la misa dominical no es tan importante? ¿En qué momento separamos el culto de la vida (no al revés)? Dios nos conceda una fe vigorosa, sin fisuras, que nos permita reconocer al Señor verdaderamente presente en este humilde sacramento. Y que nuestra vida grite el gran secreto, el del fuego eucarístico que nos enciende en la caridad.

*   *   *
No alcanza con ir a misa. Lo que cuenta es el cómo. Que no nos pase lo que el canta poeta:

       De hambre y de sed (narra una historia griega)
       muere un rey entre fuentes y jardines
                                             J. L. Borges, Poema de los dones

domingo, 8 de mayo de 2016

Ascensión 2016

En esta Solemnidad de la Ascensión celebramos la subida de Jesús a los cielos. Como bien dijera santo Tomás (siglo XIII), no es una cuestión espacial.[1] Jesús entra definitivamente en la gloria y ya no se aparece a los suyos como en los últimos cuarenta días. El tiempo de la asimilación de la resurrección llega a su fin. 

La ascensión es separación. Hay un corte. Algo se rompe. Tanto los discípulos como Jesús experimentan el término de sus relaciones tal como las venían manteniendo. En definitiva se trata de aceptar el límite de toda vida humana aquí en la tierra. Somos peregrinos. Es verdad que ya no es el corte violento de la cruz, pero sigue siendo un corte. Por eso esta fiesta invita a contemplar mi hora y la hora de todos aquellos a quienes quiero mucho. Querer mucho no siempre significa querer bien. Llegará el día en que tengamos que decir A-Dios. ¿Cómo ensayo esa despedida?

                             “¿Quién nos dirá de quién, en esta casa,
                            sin saberlo, nos hemos despedido?
                                        (…)
                            Para siempre cerraste alguna puerta
                            y hay un espejo que te aguarda en vano”.
                                                                         J. L. Borges, Límites


Lucas nos dice que los discípulos se postraron en señal de adoración, y que una vez consumada la partida se llenaron de alegría y alababan al Señor (Lc 24,52-53). Supieron entrar en el designio del Padre. Renunciaron al capricho, al ánimo posesivo, y se entregaron a su voluntad. ¡Feliz el que deja ir cuando llega el momento!

La ascensión implica a su vez la inminencia del Espíritu Santo (Lc 24,49). Los discípulos no saben bien de qué se trata ni cómo ha de venir. Ciertamente han escuchado al Maestro en diversas oportunidades, pero de momento no entienden demasiado. Se les pide que “permanezcan” en Jerusalén y ellos obedecen. El Espíritu se hace presente en la docilidad, no en la rebeldía. Permanecer en Jerusalén significa permanecer fieles a la promesa aún en medio de la incógnita.


Por último, la Carta a los Hebreos presenta la ascensión como el ingreso de Cristo Sacerdote en el Santuario celestial. Es la Casa del Padre, no un Templo erigido por mano humana. Y el Hijo vuelve no para estar ocioso sino para interceder por sus hermanos (Hb 9,24). El cielo no es distancia sino una comunión distinta, acaso más intensa. De ese servicio, de esa liturgia celeste participamos en la Iglesia, al modo sacramental: hasta que vuelvas. Se fue pero volverá. De hecho, ya está viniendo. Permanezcamos en Jerusalén a la espera del Pentecostés definitivo, del día que nadie conoce (Mc 13,32), el de la consumación de la historia, cuando Cristo venga a buscarnos y Dios sea, al fin, “todo en todos” (1 Co 15,28).




[1] Cf. STh III 57,2 ad2: Así como el descenso no debe entender como movimiento espacial (secundum motum localem), sino como anonadamiento; lo mismo vale para la ascensión.