domingo, 20 de abril de 2014

Surrexit Christus spes mea

Prólogo
Es un jugador distinto. Resucitó, es decir, volvió de la muerte. No por un rato sino definitivamente. Es lo más decisivo que podemos decir. Es aquello que lo distingue y lo acredita. Si en verdad resucitó, y de eso no dudamos, todo cambia.

Cuerpo
Resucitó Cristo mi esperanza.  Esta sencilla afirmación lo define todo. Celebrar la pascua es contemplar el acontecimiento puntual (resucitó Cristo) y sus implicancias (mi esperanza). Pero antes que nada debemos preguntarnos si aquellas palabras expresan realmente una convicción interior. La fórmula por sí sola no alcanza; somos cristianos únicamente si la abrazamos con todo nuestro ser. 

Para entender la magnitud de la resurrección hay que reparar en la seriedad de la muerte. San Mateo es claro al respecto: la tumba no sólo lleva una gran piedra, sino que está sellada y custodiada por guardias (Mt 27,57-66). El sepulcro de Jesús pretende ofrecer la imagen de un final contundente, literalmente lapidario. Humanamente, lo es. Pero Dios también juega. “La piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular” (Sal 118,22). 

Creer en la resurrección es contar con el Dios de la sorpresa. Así ocurrió a las piadosas mujeres en la mañana de aquel primer día. La certeza de la resurrección no es fruto de una conclusión sino de un anuncio: “No teman, yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado. No está aquí, porque ha resucitado” (Mt 27,5-6). De cara a este anuncio se encuentra nuestra libertad. Dios no fuerza; no es su estilo. 


Las mujeres aceptan la invitación. Con sentimientos encontrados, todavía un poco confundidas, se ponen en camino porque el anuncio incluye el mandato misionero. Y es en la obediencia apostólica que Cristo se les manifiesta de modo pleno. El encuentro con Jesús Resucitado viene a confirmar una fe activa por la caridad (Ga 5,6). La fe crece a medida que se comunica y recibe así el don inmenso de una alegría que nadie nos puede quitar (Mt 27,9; Jn 16,22).

El domingo de ramos pudimos ver cómo la ciudad se conmovía ante la presencia de Jesús (Mt 21,10). Ese mismo verbo vuelve a la hora de la muerte y de la resurrección (Mt 27,51; 28,2). Por un lado, la tierra tiembla delatando el alcance cósmico de la pascua. Por otro, la tierra tiembla porque muy en lo profundo está ocurriendo un parto. En su descenso a los infiernos, Cristo rescata a la entera humanidad cautiva y abre para todos las puertas de la vida. Como dice una antigua homilía anónima sobre el sábado santo: “El Dios hecho hombre ha muerto y ha puesto en movimiento a la región de los muertos”. Pero ese movimiento no es sólo telúrico sino existencial. Ante la resurrección caen los demonios y también los falsos dioses. Cristo nos mueve el piso obligándonos a una conversión (Col 3,1-4). Hoy es un día para dejarse estremecer por el Señor. Día para aceptar su irrupción gloriosa y permitirle que barra “mis pequeños sueños de orangután civilizado” (J. Fijman). Día para renovar la dignidad de hijo de Dios. “Éste es el día que hizo el señor, alegrémonos todos en Él” (Sal 118,24). 


Epílogo
Recapitulemos. Del jueves al viernes fue el amor abriendo el juego, mostrando su intimidad, descubriendo intenciones. Del viernes al sábado fue la avanzada del amor: exponiéndose, manso pero firme, sin detener la marcha. Así lo vimos naufragar en una derrota sin consuelo. Ahora, del sábado al domingo es el amor que emerge victorioso. Resurge insospechado, sin rencor, exhalando paz y alegría. Por ello, en medio de todas las prepotencias mundanas, tan altisonantes como perecederas,
no hay más que admitir: el Cordero manda.

viernes, 18 de abril de 2014

Nacido

"Un niño nos ha nacido" (Is 9,6). Cumplir años en viernes santo es una gracia. Suena raro pero lo es. Es verdad que la vida se celebra en medio de un clima sobrio por la muerte de Jesús. Pero eso mismo permite entenderse uno mismo como fruto de esa entrega insondable. Lo suyo no fue en vano. Heme aquí. Y mi vida está llamada a honrar su muerte. 

Celebrar la vida en viernes santo es anticipar el domingo reconociéndose fruto precioso de la pascua.


Postal de la Pasión según san Mateo

¿Qué duele más? ¿Un latigazo o una injuria? Es díficil decir. La noche de pasión junto a Jesús revela un nuevo episodio de amargura. Jesús, el Testigo fiel (Ap 1,5), soporta en silencio las mentiras de numerosos testigos falsos (Mt 27,59). A la Verdad no sólo le repugna la mentira, sino que le lastima. 

Se ve que los impostores eran tan lamentables que no lograban su cometido. Al final, Jesús mismo abrió paso a su condena, ya que, interpelado sobre su identidad, no negó la condición de Mesías. La respuesta que registra san Mateo esconde una ironía trágica: "Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Ustedes acaban de oír la blasfemia" (Mt 27,65). 


Etimológicamente, blasfemia significa "palabra torpe", "hablar mal"; de allí faltar el respeto y ofender con el lenguaje. A Jesús se lo condena por blasfemo cuando en realidad es la Palabra misma de Dios, el único que ha visto al Padre y el único que sabe hablar bien de Él. 

Qué tristeza y qué mansedumbre la de Jesús. Cuánto amor para soportar, ya no digamos disparates sino maldades. Reparar en los sufrimientos espirituales de Jesús en su pasión (Newman: mental sufferings) parece ser un camino bien fecundo: por un lado nos aleja del morbo sangriento, y por otro, nos lleva a interiorizar -por empatía- con el corazón de Jesús. Ahí está el partido.

jueves, 17 de abril de 2014

Misa de la Cena del Señor 2014

Cuando leemos los evangelios, vemos que la vida de Jesús gira en torno a su Hora. Para nosotros, “hora” suena a reloj, a agenda. Vienen a nuestra mente actividades y compromisos, probablemente cargados de una cierta ansiedad. Pero en el Evangelio se trata de una hora vital: lo que se quiere señalar es el vértice de la existencia, el sentido de todo y la conciencia de la propia misión. En definitiva, cuando Jesús habla de su Hora responde al “¿para qué nací?” (cf. Jn 18,37).  

Desde el principio él está orientado hacia su Hora. La espera, la deja madurar y hasta por momentos se contiene por respeto a los tiempos de Dios. Pero hoy sabe que la Hora llegó. San Juan nos lo dice y así entendemos la atmósfera de la última cena: grávida de una solemnidad gozosa pero también de una responsabilidad para nada ingenua. Sí, llegó la Hora de amar. “Él, que había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Acá está la síntesis del misterio de Jesús: amó (y nos sigue amando) hasta el extremo, es decir, sin reservas de ningún tipo. 

La pascua empieza con la cena, que nos revela el amor como clave de lectura de todo lo demás. No es una introducción prescindible sino pieza esencial. Si falta el jueves santo no es raro que la pasión degenere en un dolorismo patético. La pascua es amor. Jesús es amor. Pero un amor mayúsculo que “supera todo lo que podemos pensar” (Ef 4,7). Éste es el amor que queremos contemplar y celebrar en estos días santos.

M. I. Rupnik

Hoy Jesús anticipa su pascua en dos gestos bien expresivos: el lavado de pies y la eucaristía. El lavado descoloca. Jesús, el Maestro, se levanta de la mesa y realiza una acción propia de los esclavos. De este modo nos enseña que el amor es despojarse y abajarse en libertad, es decir, de corazón. Pero hay más. Porque lo de Jesús es mucho más que un servicio doméstico. Su lavado va más allá del polvo de las calles de Jerusalén. Su lavado es un bautismo en el que se ahogan nuestros pecados. No confundamos ese gesto sublime con un amor meramente horizontal: a nuestros pies está el Hijo de Dios. Su lavado es servicio de santificación. Es el baño de bodas que el Esposo regala a su novia, la Iglesia, para que sea “santa y pura, sin mancha ni arruga” (Ef 5,27). El diálogo con Pedro nos enseña que sólo será discípulo quien se deje lavar: “Si yo no te lavo, no tienes parte conmigo”.

A la purificación del baño sigue la mesa de la eucaristía. Aquí Jesús se torna más explícito. Anticipa su entrega en el pan y en el vino: se hace alimento por nosotros, por amor. Lo mismo que el cordero pascual, también su carne pasa por el fuego. Sí, es el fuego de amor del Espíritu quien perfecciona su sacrificio. Y su sangre, que sella la Nueva Alianza, blanquea nuestros corazones (Ap 7,14). Hace siglos dijo un poeta: “Lávate en la sangre de Cristo, que, siendo roja, tiene la virtud de teñir a las rojas almas de blanco” (J. Donne).  Misterio de una entrega descomunal que llegó para quedarse. La eucaristía es permanencia de una entrega cuya fecundidad quiere seguir vigente “hasta el fin”. Presencia abreviada y escondida, muchas veces ignorada. 


Uno y otro gesto culminan con un mandato: “Hagan esto”. La cena no es teatro ni nosotros espectadores. Somos discípulos: contemplamos y celebramos porque queremos “tener parte”. Queremos involucrarnos y Jesús cuenta con nosotros. Él espera que a través nuestro siga vivo el anuncio del misterio del amor de Dios. Hagan esto en el templo y en la calle; en la misa y con los pobres. Sirvan al Cristo de la hostia pero también al Cristo que sufre en el hermano. Hoy lavamos los pies a nuestros ancianos, como signo de veneración hacia una generación que merece mucho aunque a menudo recibe poco. En ellos honramos a todos los hombres, en especial a los sufrientes, cuya carne es la de Cristo mismo: “cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,40).

Lavado y eucaristía hablan de un amor escandaloso, ciertamente “locura de Dios”. ¿Tiene sentido tanta entrega? ¿Era necesario un descenso tal? Aquí también vale la frase de san Agustín: “Dame un corazón que ame y entenderá lo que digo”.  Agua y sangre que purifican y dan vida. Agua y sangre que horas más tarde brotarán del costado del Salvador (Jn 19,34). Jesús: no permitas que jamás nos apartemos de esta fuente bendita de misericordia. Amén.


viernes, 4 de abril de 2014

Von Balthasar en Villa Urquiza

Sos muy linda, dijo el sacerdote. A Noemí le brillaron los ojos y se le agrandó la boca. Pero sólo un instante; no es de las que se dan importancia. Enseguida ya estaba en otra cosa.

El episodio fue toda una epifanía. El cuarto estaba más bien oscuro pero lo que acontecía era puro resplandor. El teólogo suizo Hans Urs von Balthasar, quizás el más grande del siglo XX, habló largamente de la belleza de Dios manifestada en la cruz de Cristo. Una belleza particular, la belleza del amor que supera los cánones de una estética superficial y mundana que hoy invade casi todo. De eso se trataba: la meditación teológica hecha realidad. Ya no había que entender la gloria de la cruz porque ella irrumpía con la fuerza de lo evidente.

Noemí tiene noventa años. Tremendamente lúcida, todavía conserva un impecable sentido de la vista y del oído. Pero está postrada, menos por incapacidad física que por abandono. Pasa largas horas del día en la soledad más absoluta. Siempre en posición horizontal. Espero toda la semana que llegue el domingo, cuando me traen la comunión. La persona encargada de cuidarla hace mal su trabajo. Se aprovecha, la maltrata, la denigra. Vive con Noemí como si fuera su casa, pero se comporta de manera cruel.

La anciana soporta la humillación sin rencor, pero sufre. Y cómo. Llora tenue, sin amargura. La piel un poco ajada y los cabellos blancos. Se siente cerca de Jesús en la cruz. Lo invoca mientras espera con la mansedumbre de un cordero. El sufrimiento extremo no hizo mella en su nobleza sino que logró pulirla. En ella refulge una integridad que no claudica ante el desprecio. Por eso su cama es como una cátedra. Quien quiere oír, aprende que la mayor dignidad es la santidad. De su cruz emerge una verdad; la verdad de la ofrenda. Noemí no reniega de Dios, vive la alianza. Ésa es la belleza auténtica, la que salva el mundo (Dostoyevski).

Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos,
Felices los mansos, porque poseerán la tierra en herencia
Felices los que lloran porque serán consolados (Mt 5, 3-5) 

Tiene razón el Papa Francisco cuando llama la atención sobre los viejos. «Cuando un pueblo se olvida de cuidar a sus ancianos, empezó a ser un pueblo en decadencia, es un pueblo triste. Cuando en una familia se olvidan de acariciar al anciano, ya anida la tristeza en su corazón». «Cuidá a los viejos, cuidá la vida de los viejos porque eso es ser familia. Y no entrés en la moda de que a los viejos se los guarda y se los desprecia».