domingo, 1 de abril de 2018

Egérthê (Como un puñal bendito)


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Mc 16,1-8

Egérthê. El anuncio entra raudo como un puñal. “Resucitó”. Inicialmente la conmoción es demasiado grande como para entender todo lo que eso implica. Como mínimo se trata de un cambio de planes. Las mujeres habían ido dispuestas a completar los ritos fúnebres pero ahora parece que eso no tiene sentido. ¿Dónde queda entonces la interminable angustia del sábado? ¿Dónde el peligro de salir tan temprano de casa? ¿Qué hacer con los perfumes que tanto costó conseguir? En un sentido es como si Dios rechazara su ofrenda. Y sí, la rechaza no porque le desagrade sino porque ya no tiene razón de ser. El Padre propone, en cambio, otra cosa, una alegría mayor, la alegría del reencuentro. ¿Querrán entrar? Ocurre a menudo que somos como el hijo mayor de la parábola, demasiado aferrados a nuestros usos y costumbres, incapaces de soñar con Jesús, incapaces de confiar en el poder de la misericordia divina. Podemos entenderlo. Cuando uno ha sufrido tanto, cuando la realidad nos desencanta sin atenuantes, es difícil embarcarse de nuevo hacia horizontes de felicidad tan radiante como la del Evangelio. Pero esa es la invitación y el único desafío que de verdad importa. Hoy celebramos, más que cualquier otro día, que ningún drama humano puede arrebatarnos la esperanza. Porque la esperanza vive por siempre en Jesús. Qué luminoso es el canto de la Iglesia en labios de María Magdalena: Resucitó Cristo mi esperanza.

Por enésima vez cabe la pregunta. ¿Qué significa la resurrección? Que Jesús es Dios. Que podemos fiarnos de sus promesas. Que la muerte no tiene la última palabra. Que nuestros pecados han sido efectivamente lavados. Que el Padre no abandona nunca, aunque nos haga caminar por oscuras quebradas. Que está en marcha algo radicalmente nuevo, inaudito, admirable; un germen, un esbozo de eternidad, una aurora de otro cielo, una melodía tenue pero firme que despierta la entera creación, un eco santo que reverbera de lado a lado, un aire fresco, limpio, salido de la entraña misma de Dios, algo así como una fragancia que transporta; una mirada mansa que disipa todo temor, una palabra que absuelve toda traición, un corazón que late distinto, con ritmo divino, insinuando ya una inocencia blanca como jamás hemos podido imaginar.


La resurrección es la brasa que prende fuego los mares, el reverso luminoso de una historia frecuentemente amarga. Pero esta abertura abisal se asoma con la cautela de una rendija. Reclama nuestra fe porque, de hecho, Él “no está aquí”. Entonces caemos en la gran paradoja: no encontrarlo resulta una buena noticia, aunque cueste sostener la espera. La vida es inquieta, impredecible, por eso nos madruga una y otra vez (incluso cuando creíamos haber madrugado). No obstante, el corazón insiste: ¿dónde está Jesús? Existen múltiples respuestas, pero quizás lo más sensato sea hacer lo que el ángel dice a las mujeres, es decir, ir a Galilea. Jesús quiere encontrarnos donde todo empezó, como invitándonos a releerlo todo desde esta nueva clave de comprensión. La historia no es una mueca absurda sino derroche de sentido. Pero ese exceso sólo se percibe de la mano del Resucitado, cuando nos anima la certeza de que la muerte ha sido vencida.

El anuncio se torna responsabilidad y misión. La fe es un don, un talento inmerecido llamado a dar fruto. Jesús no se aparece a todo el pueblo sino, como dice Pedro, “a testigos elegidos de antemano por Dios: a nosotros que comimos y bebimos con él después de su resurrección. Y nos envió a predicar al pueblo”. En cada eucaristía tenemos parte en la cena del Señor, pero siempre como gracia. “Ustedes no me eligieron a mí, yo los elegí a ustedes”. Demos gracias por esta inexplicable predilección y honremos la confianza de nuestro Padre, como testigos alegres de su Hijo, el Señor Jesús Resucitado. Quiera Dios que la vida nueva brille en nuestros ojos, perfume nuestros sentimientos y se delate en nuestras obras.