domingo, 2 de junio de 2013

El desierto crece

Son detalles pero duelen. Es entonces cuando uno se ve tentado de darle la razón a la profecía de Nietzsche: el desierto crece. Cierto que también está germinando algo nuevo y no nos damos cuenta (Is 43,19). Hoy escribo sobre ese retroceso cultural que cada día se hace más evidente. No cedo a la desesperanza pero tampoco a la ingenuidad.

Hace unos días fui a rezar un responso. La escena no tenía nada de original. Era una familia de clase media en la típica casa de velatorios de la zona. Después de saludar me presentan a la viuda. Tras hablar unos minutos, invitamos a rezar. Ya la respuesta, casi nula, me sorprendió. La mayoría de los presentes, que no eran pocos, eligió seguir en lo suyo. En tanto, la viuda y su hija rezaban con devoción. 


La conversación de los amigos -entre ellos no había familiares directos- era tan fuerte que casi no nos oíamos. Llegó un momento en que tuve que pedir que cerraran la puerta que nos separaba del grupo. Una mujer lo hizo y, además, a cuenta propia, pidió un poco de silencio. Nada ocurrió. Con la puerta cerrada y todo, el murmullo seguía entorpeciendo uno de los ritos más sagrados que el hombre ha conocido. 

Habrá quien diga que fue sólo una mala noche. Pero lamentablemente, no es un caso excepcional. La experiencia en el cementerio me da, tristemente, la razón. De hecho, dos días antes me tocó presenciar algo similar. Son síntomas de la secularización galopante. El eclipse de Dios lleva al eclipse del hombre mismo. No hablo de maldad sino de liviandad. Falta de delicadeza y, aunque duela al ego argentino, de solidaridad. 

Recordemos la homilía inaugural del Papa Francisco y asumamos el compromiso de cuidarnos unos a otros. Pues no quisiera escucharnos repetir la vana excusa de Caín.