jueves, 26 de diciembre de 2013

Santos inocentes (otra ronda)

No había lugar para ellos en el albergue (Lc 2,7). 
Vino a los suyos y los suyos no la recibieron (Jn 1,11). 

La navidad conlleva el enigma del rechazo al Santo de Dios. Lo sabemos pero no deja de ser triste. Sobre todo cuando ocurre con violencia. Y la cosa resulta más amarga cuando se lo tapa con el silencio hipócrita de los medios. 


Esta Navidad, una vez más, cristianos mueren por ser cristianos. Dos autobombas explotaron en Bagdad (Irak) tras la celebración de la misa. Las versiones difieren en detalles, pero lo cierto es que el ataque estaba dirigido a un centro donde se congregan cristianos, que son una clara minoría en el país. El saldo deja más de 35 muertos y unos 70 heridos. 

Los medios callan. ¿Quién se duele con la madre Iglesia que llora a sus hijos? ¿Quién alza su voz para denunciar estos crímenes aberrantes? Me gustaría ver en ello más frivolidad que malicia. De todos modos, el resultado es el mismo: "tomó el agua y se lavó las manos" (Mt 27,24). Quizás por todo esto, un día después, la Iglesia nos llama a contemplar a el martirio de Esteban. No sólo para asumir la posibilidad cierta de una muerte violenta sino, fundamentalmente, para aprender qué tipo de respuesta corresponde: "Señor, no les tengas en cuenta este pecado" (Hch 7,60).

Concédenos, Señor y Dios nuestro, imitar a san Esteban
y aprender a amar también a los enemigos,
ya que celebramos el martirio de aquél
que supo interceder por sus propios verdugos.


Fuentes: cnn.com  -  tageschau.de 


martes, 24 de diciembre de 2013

Ejercicio navideño

Será esta noche. O quizás mañana temprano. Me pondré delante del pesebre para adorar a Jesús. Al principio, sin palabras, sin cantos, sin pensamientos. Sólo mi presencia y un silencio reverente. Luego le diré que lo quiero y que lo necesito. Y le daré gracias por haber venido de tan lejos, por haberse molestado (esta vez  que hacía falta). 


Pediré a María y a José que me enseñen a cuidarlo; a defenderlo, sobre todo, de mis propias salvajadas. Tomaré conciencia del regalo de la fe y alabaré a Dios por el don del bautismo, de la eucaristía y de la confirmación. Y por todo lo demás. ¿Qué tengo que no me haya sido dado en Cristo? (1 Co 3,21-23). Finalmente, me arrodillaré. Me haré chiquito y pobre como un bambino. Dejaré a un lado toda mi soberbia y mi prepotencia mundana. Por un instante estaré indefenso y desearé ser humilde como un lactante. Entonces, le daré un beso tierno. Y en ese beso cabrán todos: la Trinidad y los santos, familiares y amigos, vivos y difuntos, la gente que defraudé y la gente que me hirió. No habrá cuentas pendientes sino comunión profunda y reconciliación. Será un ósculo de paz sincera y fuerte: una nueva creación. Ya lo dijo Pablo: "él es nuestra paz "(Ef 2,14). 

Ahora te invito a que te sumes a esta gimnasia navideña.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Inmaculada Concepción de María

La fiesta de la Inmaculada no se termina de entender sin el trasfondo que nos ofrece la primera lectura. El libro del Génesis nos trae un relato triste. Es el relato de la caída; una caída que afecta a todos los hombres. En cada línea se percibe un aire a frustración que podemos sintetizar en tres palabras: miedo, desnudez, escondite. La Biblia deja constancia de que algo se rompió: ahora reina la turbación, la vulnerabilidad y el disfraz. No se trata sólo de un evento pasado, sino de una realidad que llega a nuestro hoy.



En todo este episodio Eva juega un rol muy particular. Ella dialoga con la serpiente y es la primera en ceder. Ella ofrece a Adán el fruto prohibido. Desde entonces Eva es la madre de una familia lastimada. No se le quitó la alegría de engendrar, pero carga con el peso de ser madre transmisora de una enfermedad hereditaria.

A la luz de este panorama sombrío, captamos mejor la figura de María. Ella es la nueva Eva, la llena de gracia; la madre de santidad, la madre portadora de anticuerpos. Basta contemplar el Evangelio. Donde reinaba temor, el ángel anuncia “alégrate” y “no temas”. Donde había desnudez, la vemos cubierta con la “sombra del Altísimo”; es decir, vestida de Dios. Donde había escondite, la vemos disponible y generosa: “He aquí la servidora del Señor, hágase en mí…”. María significa un nuevo comienzo, una existencia libre, sin mancha, sin el lastre de nuestros padres (porque la culpa pesa).


En este tiempo de Adviento, preparatorio a la Navidad, dejemos que la Inmaculada nos hable. Señalamos tres aspectos de entrecruzamiento.

1. María es inmaculada, llena de gracia y de la presencia del Señor, no por mérito propio sino por puro regalo. Dios la elige en su misteriosa gratuidad. Pero no sólo eso. Ella es inmaculada, no desde la anunciación sino desde la concepción. Aquí hay algo muy propio del Adviento. La concepción siempre es un evento oculto. Tiene que ver con la intimidad de un varón y una mujer; y tan oculto es que ni siquiera ellos mismos lo saben. Pues la concepción nunca es un evento cierto sino una gracia a descubrir. Hablar de concepción es mirar la germinación. Hoy celebramos la discreción de Dios que obra en lo secreto algo que se va a manifestar mucho después. Frente a nuestra ansiedad que lo quiere todo ya y de modo rutilante, frente a nuestra desazón que no sabe discernir la acción sutil de Dios, el Adviento nos invita a confiar en la mano silenciosa del Señor: “Miren, yo estoy por hacer algo nuevo, ya está germinando, ¿no se dan cuenta?” (Is 43,19).

2. María es en Cristo el cumplimiento de las promesas de Dios. En el momento mismo de la caída, en las palabras que el Señor dirige a la serpiente, escuchamos un vagido de esperanza: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo”. María es la descendencia que triunfa sobre el tentador, la mujer que aplasta al dragón ávido de corromper hijos. El Adviento es el tiempo en que acariciamos la promesa de Dios; y al contemplar a María inmaculada, sabemos con certeza que no seremos defraudados.



3. Celebrar a María inmaculada es celebrar lo que Dios ha hecho en ella. Porque se dejó trabajar por el Espíritu del Padre. Qué bien lo dijo Dante en la Divina Comedia: “Virgen Madre, hija de tu Hijo” (Paraíso, XXXIII). Sí, hija de tu hijo; María es sin pecado por el rescate de Jesús. Cristo no había nacido pero en la mente de Dios ya estaba salvando a su madre. De ese Hijo bendito brota toda santidad y por eso decimos que María inmaculada es hija de Jesús. Madre en la carne, hija en la gracia. También nosotros tenemos que nacer de Jesús. Y para eso avanzamos hacia la Navidad. De modo que, junto con María, “cantemos al Señor un canto nuevo, porque él hizo maravillas” (Salmo 98).