domingo, 17 de noviembre de 2019

2007 - 17 de noviembre - 2019


El número doce remite a los apóstoles, el primer colegio sacerdotal. Ellos recibieron el ministerio de manos del propio Jesús. Por eso en esta oportunidad quisiera reflexionar sobre mi sacerdocio en relación a los Doce.

Pido a Dios que mi vida esté al servicio de la fe apostólica, esa fe sencilla y a la vez sublime. Tan sencilla como el credo de todos los domingos, tan sublime como la Suma de Tomás o la Trilogía de Balthasar. Tan sencilla como un niño que reza de rodillas, tan sublime como una madre que perdona a los verdugos de su hijo. Una fe recibida, no elucubrada. Incómoda por momentos, pero siempre luminosa. Una fe que es la alegría más grande que se pueda concebir, aunque no ahorre algunos dolores de cabeza.

Los obispos son los sucesores de los apóstoles, y los presbíteros somos ordenados como colaboradores suyos. Pido a Dios vivir mi sacerdocio en ese sentido, no como una ayuda meramente funcional, logística, sino desde una comunión profunda. Lo mismo que en la primera hora, esos varones elegidos tienen nombre, rostro, historia. Mi comunión con ellos quiere ser concreta, efectiva, sincera. Hoy renuevo mi promesa de ordenación: respeto y obediencia al obispo. Que mi sacerdocio madure en este espíritu filial, que no exime del diálogo franco ni de la corrección fraterna. Y dentro de los apóstoles está Pedro, la cabeza. También a él le renuevo mi adhesión, no tanto en la carne cuanto en el Espíritu, o sea, en el misterio de la unción.

Eran doce. Y Jesús los eligió bien distintos: cultos y rudos, colaboracionistas y sediciosos, mansos y coléricos. También mi sacerdocio tiene sus tensiones, como las tiene cualquier ser humano. La diversidad es una gracia que nos habla de la grandeza de Dios. Que el Espíritu armonice todo eso que sembró en mí. Que Él integre las muchas facetas apostólicas que me habitan. Y que perdone al traidor, al Judas que me gana más de lo que me gustaría. Mejor dicho, que yo no desespere como Judas sino que llore arrepentido como Pedro. Que pueda confiar siempre en la misericordia segura que se me ofrece a manos llenas, como una escuela que me enseña a derramarla sobre los demás.

El número doce dice universalidad. Pido al Padre que mi sacerdocio sea para todos. Que no haga nunca acepción de personas. En un mundo tan dividido quisiera ser, en nombre de Jesús, signo de unidad. Que Él me conceda el don de acortar distancias, permaneciendo firme en la brecha, bregando por la reconciliación que tanto necesitamos. Y que no se pierda ninguno de los que me confió. Que pueda salir en busca de la oveja extraviada, la que reniega del amor del Padre. Prefiero tropezar en esa tarea antes que bailar en la comodidad del corral.

Por último, una referencia al Evangelio de hoy. Sobre el fin del mundo Jesús no responde cuándo ni dónde sino que describe el contexto. El panorama es duro; algo así como un parto cósmico y eclesial. Pero las tribulaciones, dice Jesús, sucederán “para que puedan dar testimonio de mí (eis martyrion)” (Lc 21,13). Las persecuciones son una ocasión privilegiada para mostrar la verdad de nuestro amor. Eso mismo hizo Jesús en la cruz. Y a doce años ratifico uno de mis lemas de ordenación, en clave de súplica más que de realidad adquirida: “Para esto he nacido, para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad (martyreso te aletheia)” (Jn 18,37).