sábado, 22 de mayo de 2021

Del cementerio a la sala de parto

Vigilia de Pentecostés 2021

El profeta Ezequiel asiste a una visión desoladora. En general nos defendemos de las imágenes tristes, pero es importante no cerrar los ojos a eso que Dios nos quiere mostrar. De repente, Ezequiel se encuentra en un valle. La depresión geográfica habla de una caída espiritual. Más aún, el valle es como un cajón, por eso tiene algo de encierro. ¡Qué actual resulta la imagen en este tiempo de un confinamiento que se prolonga hasta el hartazgo!

Para colmo, el valle está repleto de huesos secos. Es un valle de muerte, de no-vida. Y nosotros sabemos que la razón última de la muerte es el pecado. De la mano de Ezequiel Dios nos invita a recorrer el cementerio de nuestro corazón, el de nuestra familia, el de nuestra patria, el de nuestra Iglesia. ¿Qué nombre tienen esos huesos secos, que alguna vez estuvieron llenos de vida? Entre muchas alternativas, hoy quiero llamar la atención sobre tres ámbitos de muerte que nos afectan mucho: la división, la mentira y la falta de horizonte eterno. Los invito a rezar en estos días, examinándonos, para ser testigos y artífices de la reconciliación, de la sinceridad y de la esperanza verdadera.



Lo mismo que Ezequiel, ninguno de nosotros puede por sí mismo hacer que el paisaje de muerte se transforme en un paisaje de vida. Pero Dios puede y quiere hacer el milagro. Sólo hay que invocar al Espíritu Santo. En esta tarde-noche imploramos ese don, como lo hicieron en su momento María y los apóstoles. Es más, lo hacemos con ellos, porque sabemos que en la comunión de los santos ellos nos acompañan. Sí, ellos se unen a nuestra plegaria e interceden por nosotros ante el Padre por Cristo, el único Mediador, el Dador del Espíritu de Vida.

Necesitamos que el Espíritu venga para ser salvados. Está visto que solos no podemos. Necesitamos ser rescatados del enfrentamiento permanente, del uso irresponsable de la palabra y de la desesperación ante la certeza de que un día moriremos. Sí, vamos a morir. Puede que eso naturalmente nos de miedo –como le pasó a Jesús en el huerto–, pero sabemos que en Cristo y su Santo Espíritu la muerte ya no es muerte, sino un paso a la vida verdadera. En esta Misa de Vigilia le pedimos al Espíritu que nos confirme en la certeza de la Vida Verdadera, la Vida que no se apaga, la que no cede jamás, la Vida eterna que ya corre por nuestras venas desde el día de nuestro bautismo.

Si en la primera lectura Ezequiel nos invitaba a caminar por un cementerio, en la segunda lectura san Pablo nos lleva a una sala de parto. Efectivamente, la pascua es un parto, un nacimiento. Y el Espíritu Santo es el Obstetra divino. Él es el gran Consolador, el que nos asiste haciendo que surja en nosotros el hombre nuevo, modelado a imagen de Jesús, tal como el Padre eterno nos soñó. El Espíritu Santo interpreta nuestros deseos, incluso aquellos que no logramos articular. En Él queremos descansar. Con Él queremos vencer nuestra ansiedad. Te pedimos, Espíritu de Dios, que completes en nosotros la obra que ya comenzaste, la obra de la regeneración, esa obra que tanto anhelamos pero para la cual no tenemos fuerzas. 

El Evangelio, finalmente, nos regala la imagen de la fuente. Cristo mismo es la fuente del Espíritu. Nos acercamos a Él para beber, de su costado traspasado, esa vida en abundancia que es el mismo Espíritu Santo. Y lo asombroso es que todo el que bebe del Espíritu se convierte a su vez en manantial de vida para los demás. Esta tarde la hermana Leticia nos invitaba a preguntarnos en qué medida fuimos consolados y en qué medida pudimos consolar. Un signo inequívoco de aquel varón o mujer tocado por el misterio de Jesús, tocado por la gracia del Espíritu, es que puede consolar, puede ser fuente de luz, de reconciliación, verdad y eternidad para aquellos que lo rodean. Estas son las gracias que le pedimos al Espíritu Santo, en comunión con la Iglesia, de la mano de María y en presencia de la Trinidad.