domingo, 6 de agosto de 2017

Crisálida (Mt 17,1-9)

No esperaba tanto resplandor
G. Cerati

La de hoy es una escena poderosa, muy rica; un episodio clave no sólo en el camino de los discípulos sino del mismo Jesús. Estamos ante una segunda miniatura pascual: en su momento el bautismo y ahora la transfiguración.

"Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos". ¿Qué significa este verbo? Es un cambio de figura, un cambio de forma. El evangelista habla como puede porque las palabras arriman pero siempre quedan cortas. Jesús deja ver su misterio, su secreto, su identidad más profunda. Esto ya sería una gran cosa si se tratara de un hombre cualquiera, pero ¡cuánto más siendo el Hijo de Dios! Lo que nos sale al cruce es la divinidad misma de Jesús que se muestra aquí con una intensidad nunca antes vista. Es una sorpresa, un asalto de luz y gloria para el cual no hay preparación que alcance. Y para colmo la luz surge de dentro, porque le pertenece. "Su rostro resplandecía como el sol". Ya no son simples destellos sino un fulgor que doblega, que derriba dulcemente en un santo temor. 


De la nube del cielo llega una voz: "Éste es mi hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo". El Padre confirma nuestra percepción. Es una voz suave y firme, llena de cariño y autoridad. Una voz que respira sabiduría y complacencia. Jesús recibe el respaldo del Padre y del Espíritu; esas palabras lo acreditan, lo señalan y lo ungen: no se confundan "éste es". El llamado a escucharlo es tanto un consejo como un mandato. Y en ello se trasluce la verdad última sobre el hijo del carpintero. De manera sutil pero inequívoca se nos dice que este hombre es Dios, que a él se lo debe escuchar de la misma manera que Israel sólo ha de tener oídos para su Señor (Dt 6,4). La consigna parece sencilla, casi superflua, pero en realidad es todo lo contrario. Pensemos en esa famosa leyenda sobre los últimos días de san Francisco de Asís, que entre gemidos gritaba: "el Amor no es amado". 

La Palabra hecha carne sigue siendo un escándalo. Cerramos nuestros oídos porque hemos cerrado antes el corazón. La transfiguración es el misterio de una luz que brilla en las tinieblas, adentrándose en ellas como un cordero que, resuelto, sale al encuentro de la manada de lobos. La sombra de la pasión se hace presente en el diálogo que Jesús mantiene con Moisés y Elías. Ellos representan la fidelidad en la prueba, el sufrimiento de la incomprensión y la soledad en atención a la única misión que vale la pena, la que abre horizontes de eternidad.

Todavía podemos decir algo más. La transfiguración es una gracia de consolación. "Qué bien estamos aquí". En determinados momentos Dios nos regala entrar en su intimidad, progresar en su conocimiento, advertir su presencia con una nitidez que va más allá de lo habitual. Ocurre que Él nos busca pero no siempre nos dejamos encontrar. La transfiguración puede llegar de diversas maneras: en la contemplación de un paisaje, en el silencio de una asamblea que respira comunión, en un cruce de miradas que se entienden, en la meditación de un pasaje de la Escritura, en la asimilación de una verdad que nos atraviesa como un relámpago... Es la zona mixta donde el cielo y la tierra se unen, el tiempo en que recordamos hacia qué alturas estamos llamados.


Es verdad que Pedro, Santiago y Juan son los elegidos. Pero también es verdad que ellos decidieron aceptar la invitación de Jesús. En cada eucaristía el Señor renueva ese llamado apelando a nuestra libertad. Participar de la misa es subir al monte santo para descubrir de un modo nuevo quién es Jesús. También es apostar por nuestra propia transfiguración, dejándonos trabajar por una iluminación, acaso dolorosa pero incandescente al fin. El Señor nos conceda irradiar a Cristo, albergando la alegría verdadera y perseverando en la esperanza de que efectivamente perfeccionará la obra comenzada el día de nuestro bautismo (Flp 1,6).


S. Juan de la Cruz, Noche oscura (Libro 2, cap. 10)
  De donde, para mayor claridad de lo dicho y de lo que se ha de decir, conviene aquí notar que esta purgativa y amorosa noticia o luz divina que aquí decimos, de la misma manera se ha en el alma, purgándola y disponiéndola para unirla consigo perfectamente, que se ha el fuego en el madero para transformarle en sí. Porque el fuego material, en aplicándose al madero, lo primero que hace es comenzarle a secar, echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí tiene; luego le va poniendo negro, oscuro y feo, y aun de mal olor, y, yéndole secando poco a poco, le va sacando a luz y echando afuera todos los accidentes feos y oscuros que tiene contrarios a fuego; y, finalmente, comenzándole a inflamar por de fuera y calentarle, viene a transformarle en sí y ponerle tan hermoso como el mismo fuego. En el cual término ya de parte del madero ninguna pasión hay ni acción propia, salva la gravedad y cantidad más espesa que la del fuego, porque las propiedades del fuego y acciones tiene en sí; porque está seco, y seca; está caliente, y calienta; está claro y esclarece; está ligero mucho más que antes, obrando el fuego en él estas propiedades y efectos.