jueves, 17 de noviembre de 2011

17 - XI - 2011

Jueves XXXIII Ciclo A: 1 Mac 2, 15-29; Sal 49, 1-2. 5-6. 14-15 (R.: 23b); Lc 19, 41-44

Visita. Siempre me gustó el modo en que Dios describe su intervención en la Historia, particularmente, a favor del pueblo de Israel. Todas las mañanas, sin excepción, los sacerdotes rezamos con las palabras del anciano Zacarías que, al recuperar el habla, bendice exultante a Dios “porque ha visitado y redimido a su pueblo”. Pero la visita del niño-Dios no es cosa del pasado. Él sigue irrumpiendo con el sello de su discreción y rasga nuestras noches de mil y una formas. Sí, tantas formas… más de las que uno puede imaginar.

Sin embargo, de entre todas las visitas hay una muy original: la del sacerdocio. O quizás mejor, la del sacerdote; porque no se trata de un misterio abstracto sino de una alianza concreta por la que un hombre concreto se deja configurar por Cristo Cabeza y Pastor. Así, el sacerdote prolonga en su persona la buena noticia de Jesús; el mensaje de paz del que hablaba el Evangelio. No cualquier paz sino aquella que “supera todo entendimiento” (Fil 4,7).

Y con todo, esa visita no siempre es percibida. Quizás más por negligencia que por maldad, pero lo cierto es que Cristo acaba ignorado, lo mismo que en la noche santa de Belén. Y entonces Jesús llora sobre la ciudad. Impotente. Humano. Llora más por nosotros que por él. ¿Lloramos también los sacerdotes por nuestro distraído rebaño? ¿Hacemos de ese llanto una súplica humilde que atraviese las nubes y toque el corazón de Dios?[1] ¿Advertimos que antes que visitadores somos visitados, y que también nuestro tibio acostumbramiento entristece a Jesús?


* * *

Nunca se aprende del todo a ser sacerdote, pero para los más jóvenes, la inexperiencia supone una dificultad adicional. Este año leí una novela en la que un cura mayor se quejaba ante otro novato: “Ustedes los curas jóvenes… (…) Me pregunto lo que tienen ustedes en las venas (…) Ahora, los seminarios nos envían niños de coro, pequeños descamisados que se imaginan que trabajan más que nadie porque no triunfan en nada. Unos lloriquean en vez de mandar. Otros leen montones de libros y otros no son siquiera capaces de comprender, de entender, ¿me oye usted?, querido muchacho, la parábola del Esposo y la Esposa”.[2] Es un reproche pintoresco y lo ofrezco, porque más allá de la caricatura, describe la mayor tentación del cura joven: que el mucho trabajo haga olvidar el protagonismo de Dios.

Al cumplir estos escasos cuatro años de sacerdote, vuelvo a dar gracias a Dios por este regalo inmenso que tanto disfruto y que, me consta, tanto bien hace a los demás. Cierto que tengo mucho de qué arrepentirme, pero no puedo ni quiero hacer mío ese otro pensamiento del joven cura rural de la novela: “Devuélvame a mi seminario; soy un peligro para las almas”.[3] No. No soy un peligro para las almas. Ocasionalmente, puntualmente, podré lastimarlas, defraudarlas, escandalizarlas. Pero en el conjunto, sumando y restando, soy visita de Dios; y llevo este tesoro de misericordia en la vasija de barro que es mi humanidad, “para que se note que esta fuerza extraordinaria es de Dios” y no mía (2 Co 4,7).

El cuatro es símbolo de universalidad: cuatro puntos cardinales, cuatro elementos primordiales, cuatro estaciones. En la Biblia, encontramos que son cuatro las letras del Nombre de Dios (YHWH) y cuatro también los evangelistas. Pero más importante que todo eso son los cuatro brazos de la cruz. En este aniversario vuelvo a asumir el desafío de servir a Jesús, Señor del universo, para que los cuatro extremos del madero abracen toda la tierra. Y le pido a Jesús que mi sacerdocio no haga acepción de ningún tipo, sino que se abra a toda la creación a fin de que, como dice san Pablo, “Dios sea todo en todos” (1 Co 15,28; cf. Col 3,11).


[1] Sir 35,17.

[2] G. Bernanos, Diario de un cura rural, Madrid, Encuentro, 2009, 16-17.

[3] G. Bernanos, Diario de un cura rural 138.