sábado, 3 de abril de 2021

Meditación sobre el Sábado Santo

Los evangelios no dicen nada del tiempo que media entre el entierro y la resurrección. Como dice un gran teólogo del siglo XX: “Les estamos agradecidos por ello. Ese silencio es propio del estar muerto; no sólo en lo tocante a la tristeza de los que quedan atrás sino aún más en lo relativo al saber sobre la permanencia y el estado del muerto” (1). Efectivamente, una cosa es morir y otra es estar muerto.

El sábado celebramos, aunque el verbo escandalice a los que no tienen fe, el hecho de que Jesús esté muerto. Esto nos habla, ante todo, de su humanidad verdadera. El realismo de la encarnación no podía pasar por alto una instancia tan propia del ser humano. En Jesús Dios se hace solidario no sólo de los vivos sino también de los muertos. El sábado es el día en que Jesús consuma su descenso llevándolo a límites nunca imaginados. Y eso que hasta entonces no había hecho más que descender: gestándose en María, naciendo en el pesebre, huyendo al desierto, obedeciendo a sus padres, trabajando en el taller, soportando la hostilidad de los poderosos, el abandono de sus amigos, la condena de los corruptos, la burla de los soldados y la muerte en la cruz. Toda su vida fue un descender por amor. Pero en el descenso ya estaba dándose el ascenso.


Jesús entra en comunión con los muertos. Se trata de una paradoja inaudita, porque la muerte es por definición soledad, incomunicación. La Vida ingresa muerta en la muerte, en el reino de la muerte, en el ámbito de la no-vida. Pero cabe preguntar si corresponde hablar de un descenso, de una actividad. Estar muerto significa no disponer de sí mismo. Cristo no tiene necesidad de “ir” al abismo, porque estar muerto es ya estar en el abismo.

“Cristo murió una vez por nuestros pecados –siendo justo, padeció por los injustos– para llevarnos a Dios. Entregado a la muerte en su carne, fue vivificado en el Espíritu. Y entonces fue a hacer su anuncio a los espíritus que estaban prisioneros, a los que se resistieron a creer cuando Dios esperaba pacientemente, en los días en que Noé construía el arca” (1 Pe 3,18-20; cf. 4,6).

Estamos ante uno de los textos más enigmáticos del Nuevo Testamento (2). La predicación de la que habla san Pedro sería el efecto que tiene en el más allá lo realizado históricamente, la redención, la cual queda fundamentalmente terminada en la Cruz: Todo está terminado – Consummatum est!  (recuérdese que en san Juan, la Cruz ya es la gloria de la vida nueva: entregó el Espíritu) (3).  

La predicación primitiva insiste en que Jesús resucitó “de entre los muertos” (4). En este día santo nos interesa dirigir la mirada y el corazón a esa morada de los muertos denominada en el Credo como “los infiernos”. Jesús mismo había aludido a esta hora estableciendo un paralelo con el profeta Jonás: 

“Porque así como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del pez, así estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra tres días y tres noches” (Mt 12,40).

 “Jonás oró al Señor, su Dios, desde el vientre del pez, “diciendo: «Desde mi angustia invoqué al Señor, y él me respondió; desde el seno del Abismo (sheol), pedí auxilio, y tú escuchaste mi voz»” (Jon 2,2-3) (5)


La estadía de Jesús en el sepulcro es de gran importancia. Su ingreso en la morada de los muertos representa el ingreso en lo más íntimo del territorio enemigo. Era necesario que Jesús llegara a lo más hondo del abismo, a lo más oscuro de la desgracia, a fin de sanarlo todo desde la raíz. La autoridad de Cristo, tantas veces comentada con motivo de su predicación y sus milagros, debía acreditarse ante el más poderoso de los adversarios. La nueva creación exigía que el exorcismo fuera total. Había que mostrar la absoluta superioridad de la luz sobre las tinieblas. Y qué mejor que hacerlo en su propia guarida. 

El cuerpo de Cristo yace inmóvil en la tumba, oculto a los ojos de este mundo. Propiamente no es cuerpo sino cadáver. Pero la misión no sólo sigue su curso sino que gana intensidad. Cristo es el cebo. Es la carnada. La argucia de Dios consistió en entrar en el mundo sin alarde, desapercibido, como uno de tantos: nació, creció, caminó, se cansó y hasta murió sin privilegios. Como el antiguo caballo de Troya fue penetrando cada vez más la dura corteza del pecado, y así fue como el sábado Cristo se encontró en la sala de máquinas del Gran Dragón. Tamaña audacia sólo la explica el amor. 

La gracia del sábado santo no significa que la ofrenda de la cruz fuera insuficiente, sino que era necesario que Cristo hiciera llegar su sí incondicional al Padre al estado de muerte. Esto puede ser comprendido mediante una antigua máxima teológica: lo que no es asumido, no es redimido. 

En este día hacemos silencio con Cristo. La Palabra de Dios ya no habla porque la hemos hecho callar a la fuerza. Es un día para meditar qué sería de nosotros sin Dios, tanto sobre la tierra como debajo de ella. Es un día de espera. Un día para entender que no todo depende de nosotros. El sábado es el día del misterio contenido. Es la hora difícil en que nos informan que oficialmente el caso está cerrado, la hora en que técnicamente no queda nada por hacer, y, sin embargo, también es la hora en que seguimos confiando, no que todo saldrá como lo habíamos planeado, sino que Jesús es el Señor, que Él no defrauda, que Él tiene la última palabra. 

Contemplemos el sepulcro, esa roca grande que sella la entrada. Hagamos memoria de nuestros seres queridos que murieron. Gracias a Cristo en su muerte no hubo extrema soledad sino la mirada de un Hermano. También nosotros pedimos encontrar esos ojos al dejar este mundo. Y que por esos ojos seamos conducidos a la gloria eterna.

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(1) H.U. von Balthasar, Teología de los tres días. El Misterio Pascual, Madrid, Encuentro, 2000, 129.

(2) Esto lo dice Luis Alonso Schökel, BP III, 598.

(3) Cf. von Balthasar, Teología de los tres días, 131; 137.

(4) Cerca de 50 veces en el NT.

(5) Lo mismo que en Jonás 2,3-4, también san Pablo identifica el mar (tehom) con la morada de los muertos (sheol), bajo la idea común de “abismo” (cf. Rm 10,7ss; Dt 30,12; Sal 107,26). Esa identificación, dice Balthasar, es propia de la mentalidad simbólica de la Biblia. Lo mismo vale para Cristo cordero pascual y carnero expiatorio (cf. además la nota 26 en Ibíd., 157).


San Efrén, Sermón sobre nuestro Señor

    "La muerte sometió al Señor a través del cuerpo humano que él tenía; pero él, valiéndose de esta misma arma, venció a su vez a la muerte. La divinidad, oculta tras el velo de la humanidad. pudo acercarse a la muerte, la cual, al matar, fue muerta ella misma. La muerte destruyó la vida natural, pero fue luego destruida, a su vez, por la vida sobrenatural.

    Como la muerte no podía devorar al Señor si éste no hubiese tenido un cuerpo, ni la región de los muertos hubiese podido tragarlo si no hubiese tenido carne humana, por eso vino al seno de la Virgen, para tomar ahí el vehículo que había de transportarlo a la región de los muertos. Allí penetró con el cuerpo que había asumido, arrebató sus riquezas y se apoderó de sus tesoros.

(...)
    Floreció luego María, nueva viña en sustitución de la antigua, y en ella habitó Cristo, la nueva vida, para que al acercarse confiadamente la muerte, en su continua costumbre de devorar, encontrara escondida allí, en un fruto mortal, a la vida, destructora de la muerte. Y la muerte, habiendo engullido dicho fruto sin ningún temor, liberó a la vida, y a muchos juntamente con ella.

    El eximio hijo del carpintero, al levantar su cruz sobre las moradas de la muerte, que todo lo engullían, trasladó al género humano a la mansión de la vida. Y la humanidad entera, que a causa del árbol había sido precipitada en el abismo inferior, alcanzó la mansión de la vida por otro árbol, el de la cruz. Y, así, en el mismo árbol que contenía el fruto amargo fue aplicado un injerto dulce, para que reconozcamos el poder de aquel a quien ninguna creatura puede resistir. 

    A ti sea la gloria, que colocaste tu cruz como un puente sobre la muerte, para que, a través de él, pasasen las almas desde la región de los muertos a la región de la vida".
 

                                                * * *

Para profundizar, transcribimos el comentario de L. Alonso Schökel a 1 Pe 3,19-20.

“Lo enigmático se alberga en los vv. 19-20, a saber, la predicación de Jesús a los «espíritus encarcelados» de unos antepasados. El enigma no ha sido resuelto hasta ahora, antes bien ha provocado múltiples explicaciones conjeturales. Entre todas, propongo una lectura basada en la mentalidad del AT sobre la existencia de ultratumba. El hombre, cuando muere, «baja» por el sepulcro al Sheol, mundo subterráneo y tenebroso de los muertos, que poseen una existencia umbrátil (como las ánimas de nuestro folclore). Cfr. Is 14; Ez 32; etc. (No tiene sentido en el AT decir que el cuerpo inerte queda en el sepulcro y el alma separada «baja al infierno»). En ese mundo de los muertos se encuentran, como grupo representativo, hombres coetáneos de Noé, a quienes el patriarca anunciaba el diluvio y no le hicieron caso. Por no hacer caso murieron (cfr. Ez 33), mientras que la familia de Noé, por creer a Dios, se salvó. Jesucristo, compartiendo la suerte de todos los hombres, baja al mundo de los muertos, no para quedarse, sino para «proclamar» la liberación (cfr. Is 61,1). Ahora bien, la salvación en el arca, atravesando las aguas, es tipo o imagen de la realidad correspondiente (antitipo), que es la inmersión bautismal en el agua. No es mero baño físico, sino transformación de la conciencia orientada a Dios (Biblia del Peregrino. Edición de estudio, tomo III).


viernes, 2 de abril de 2021

No se cruzó de brazos

En esta tarde de silencio les ofrezco una meditación algo densa. Porque denso es lo que celebramos. Contemplamos la muerte de Jesús, el Hijo de Dios hecho carne en María. Queremos estar delante del Crucificado para escuchar la Buena Noticia.

Sólo el Espíritu Santo nos abre el misterio de Jesús. Sólo Él nos permite entrar en un abismo de sabiduría y amor tan grande. Sin el Espíritu Santo nuestras pobres inteligencias y nuestros pobres corazones quedan como escandalizados, más cerca del rechazo que de la adoración. Por eso con toda humildad y confianza pedimos: ¡Ven Espíritu Santo y envía desde el cielo un rayo de tu luz! 

En cierto sentido somos como los soldados que abordaron a Jesús en el huerto. Nos acercamos a Él, pero torpemente, a la defensiva. También nosotros tenemos nuestros faroles, antorchas y armas. ¡Cuánta falsa seguridad! ¡Cuántos recaudos para ir al encuentro del más inocente de todos los hombres! ¿Por qué tanto miedo? Porque somos Adán y Eva ocultos en el jardín con la conciencia manchada. Somos la oveja perdida en el monte, angustiada, incapaz de volver a los brazos de su Pastor. 

Jesús conoce nuestros pensamientos, nuestras dudas. Por eso toma la iniciativa y pregunta: ¿A quién buscan? Él no se esconde sino que dice “presente” bien claro, para que todos lo oigan, para que todos sepan quién es. Soy Yo. No busquen más. Todos lo pueden escuchar. Todos los que quieren. Jesús se ofrece. Se entrega. Éste es el misterio del viernes santo, el misterio de toda su vida. Por eso en pleno juicio le dice a Pilato: Para esto he nacido, para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad.  ¿Qué es la verdad? La verdad es el amor del Padre al Hijo en el Espíritu. Un amor que siendo perfecto en la Trinidad eligió crearnos libremente, gratuitamente, porque sí nomás (aunque no nos entre en la cabeza). Para que pudiéramos gozar de su gozo. La verdad es el amor que viéndonos heridos de muerte no nos abandonó sino que salió a buscarnos, el amor que no se cruzó de brazos sino que los abrió de par en par. Sí, los extendió en la cruz para abrazarnos a todos.

Por eso dondequiera que estés, cerca o lejos de casa, más allá de lo que hayas hecho o dejado de hacer, no olvides que Jesús te mira desde la cruz. Y te espera. Te mira sin reproches. Y te pide que lo mires. Que no evites sus ojos. Entonces sabrás, como supo san Pablo, que nada podrá separarte jamás del amor de Cristo: ni la vida ni la muerte, ni lo presente ni lo futuro, ni las angustias ni las persecuciones, ni el hambre ni la desnudez. Jesús está siempre de tu lado, aunque caigas bien bajo. Porque en la cruz conoció todos los abismos.


“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga vida eterna”.  La cruz es ante todo un misterio de amor. El sufrimiento está, es grande y nos conmueve. Pero mucho más nos conmueve la misericordia divina, la ternura infinita, la voluntad loca de salvarnos a nosotros, hijos inmaduros, insolentes, desagradecidos, confundidos por la soberbia. Jesús subió al madero por cada uno de nosotros. Como dice san Pablo: “me amó y se entregó por mí”.  Se entregó. Podría haberse escapado, podría haberse defendido con sus ángeles, pero no. Había nacido precisamente para esto. Para dar testimonio de la confianza incondicional en el Padre. Y de lo que significa amar hasta el extremo. Pero eso no es todo. Porque en la cruz Jesús no sólo enseña sino que además cura. Él no es únicamente el maestro, el modelo a imitar, sino que es el médico, el Salvador. 

Claro que siempre habrá gente que se ría de esto, repitiendo las palabras gastadas: “Sálvate a ti mismo y baja de la cruz”.  Lo que estas personas no entienden, o no creen, es que Jesús salva precisamente permaneciendo ahí, confiando, haciendo posible que la naturaleza humana triunfe sobre la sospecha y el egoísmo. Era necesario que uno de nuestra raza reparara desde dentro la falta de nuestros primeros padres. Hacía falta revertir la historia de pecado por medio de una obediencia perfecta, de un abandono sin reservas a la voluntad del Padre. “En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”. Jesús abre un camino de libertad para amar generosamente, sin miedos, como los niños. La salvación es entrar por la fe en el sí de Cristo al Padre. Y dejarse ganar por la inocencia bendita del Hijo, hasta sentir, como san Pablo: “ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí”.   

La cruz es un misterio de comunión. Jesús ocupa nuestro lugar, carga con nuestras culpas. Todo queda resumido en la preposición “por”: una palabra diminuta que expresa un inmenso misterio. El cuerpo es entregado y la sangre es derramada por nosotros, por el perdón de nuestros pecados, por nuestra salvación. El justo se ofrece por los pecadores. El inocente por los culpables. Jesús es el servidor manso que había anunciado el profeta Isaías: Él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias. Fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. Y por sus heridas fuimos sanados.

Jesús concreta en la cruz lo que había celebrado ritualmente en la última cena. También nosotros tenemos la misión, la responsabilidad de traducir en hechos las misas que celebramos. Cuando Jesús dice “hagan esto en memoria mía” nos está invitando a seguir sus pasos, que es vivir para los demás, desde el servicio, en donación permanente, ofreciéndonos nosotros mismos como víctima viva, santa, agradable al Padre. 

El misterio de la cruz nos muestra que la fuerza de Dios no responde a los criterios del mundo. En su momento la cruz fue un hecho marginal, absolutamente insignificante en términos políticos. Y sin embargo, esa crucifixión fue la salvación del mundo. Tengámoslo presente. En la noche más oscura se gestó el día más luminoso. La hora más triste fue la hora más gloriosa. Que Dios nos regale los ojos de la fe para reconocer con esperanza que, en Jesús, la muerte –cualquier forma de muerte– no es pérdida sino ganancia. Porque Él hace nuevas todas las cosas. 

Jesús no muere como un desesperado, sino rezando. Y ahí está el secreto de la pascua. Su muerte no cae en saco roto sino en las manos del Padre que hace germinar nuestras entregas al ciento por uno. Eso explica la fecundidad de la pascua. San Juan dice que habiendo muerto Jesús, “uno de los soldados le atravesó el costado con su lanza, y en seguida brotó sangre y agua”.  Sólo Dios podía imaginar una escena tan elocuente. En Jesús, la vida surge de las entrañas mismas de la muerte. Y es así. Todos nosotros, cristianos, vivimos de la muerte de Jesús; vivimos del Espíritu que entregó con su último suspiro; vivimos del agua del bautismo y de la sangre de la eucaristía; vivimos de su expiación. Efectivamente, por sus heridas fuimos sanados.


Viernes santo 2021