domingo, 14 de agosto de 2016

La angustia del bautismo

Domingo XX - Ciclo C: Jr 38, 3-6. 8-10; Sal 39, 2-4.18; Hb 12, 1-4;  Lc 12, 49-53

"Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!" (Lc 12,49). Jesús alude al fuego del Espíritu Santo. Quisiera encender el mundo con su Amor pero ese deseo, que le quema dentro, queda en suspenso, sin colmar. "Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente!" (Lc 12,50). Jesús ve venir el misterio de la pasión y acusa el golpe. Su humanidad tiembla ante el cáliz de la muerte pero lo sabe necesario. No hay Pentecostés sin Pascua.

"¿Piensan que he venido a traer la paz a la tierra?. No, les digo que he venido a traer la división" (Lc 12,51). Esta frase puede resultar chocante en un primer momento, pero en realidad es bien sencilla. Jesús no describe un propósito sino un hecho. Basta ver el arresto en Getsemaní. "¿Soy acaso un ladrón para que vengan con espadas y palos?" (Lc 22,52). Incluso los discípulos apelan al hierro (Lc 22,49-50). Lamentablemente, esta dinámica aun sigue vigente. 


Jesús experimenta algo muy humano: el fracaso. Hay momentos en que todo ocurre al revés de lo esperado. En lugar de la comunión, la división. Eso es la pasión: una parada violenta que se desata con las Bienaventuranzas. Jesús tiene que aceptar que su misión conlleva rechazos, agresiones y discordias. Es el triste cumplimiento de la profecía de Simeón, cuando recién nacido lo vio en el templo: este niño será un signo de contradicción (Lc 2,34). 

"De ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres" (Lc 12,52). El Evangelio no es tan fácil de digerir. La historia muestra, a toda escala, que Jesús es un escándalo: la pequeñez de Dios que se hace hombre; la mansedumbre de poner la otra mejilla; el perdón sin límites; la pobreza de venderlo todo; la salvación por un Crucificado; la Iglesia como cuerpo de Cristo... "Nadie es profeta en su tierra". Ni Jesús, ni Jeremías, ni nadie. Las resistencias pueden disimularse un tiempo pero al final emergen. "Me odiaron sin motivo" (Jn 15,25).


La angustia de Jesús es la angustia de todo cristiano. "Si así tratan a la leña verde, ¿qué será de la leña seca?" (Lc 23,37). Hay que volver sobre esto porque tendemos, por inercia, a un cristianismo sin cruz. Y eso no existe. Si la idea de sufrir nos asusta "fijemos la mirada" en Jesús, quien habiendo atravesado la muerte está ahora sentado a la derecha de Dios (Hb 12,2). El sufrimiento y la muerte no son un fin en sí mismos sino el paso ineludible a la vida verdadera. Encaramos la muerte porque celebramos la resurrección. También contamos con "una verdadera nube de testigos (martyrôn)" que, en la fe, nos han abierto el camino de la esperanza (Hb 12,1). Cuando estemos tentados de quejarnos recordemos la exhortación de la Carta a los Hebreos, bien cristiana pero no exenta de cierta ironía.

"Piensen en Aquél que sufrió semejante hostilidad por parte de los pecadores, y así no se dejarán abatir por el desaliento. Después de todo, en la lucha contra el pecado, ustedes no han resistido todavía hasta derramar su sangre" (Hb 12,4).