lunes, 23 de febrero de 2015

El Oscar para Ida

Tengo que confesar que me alegré. Y no me siento menos argentino por eso. El Oscar a la mejor película extranjera fue para Ida y no para Relatos salvajes, la esperanza nacional. Es verdad que a esta última no la vi, pero sí vi a la ganadora y me pareció extraordinaria.


Una novicia polaca, huérfana, descubre sus raíces judías cuando ya se acerca el momento de profesar sus votos. La película plantea el tema de la identidad. Reconciliarse con la propia historia como una manera de asumir el futuro. Y aprender a decidir en libertad, con todo lo que ello implica. Madurar significa hacerse responsable del modo en que uno va forjando su destino.


La película es ante todo delicada. Sutil. No tiene nada de salvaje. La economía de imágenes, palabras y silencios nos hace más fácil adentrarnos en el terreno de lo esencial. Como el blanco y el negro de la filmación. El director Pawel Pawlikowski propone una película despojada, no en cuanto carencia sino como desnudez. Ida es revelación de una historia que es muchas historias. 


El dilema personal de la protagonista se juega además en un plano más amplio. Dadas las circunstancias, la alternativa entre el convento y la ciudad significa para ella una alternativa entre la fe y la incredulidad. ¿Le será posible abrirse al mundo sin ser del mundo? ¿Qué le ofrece ese mundo y qué le ofrece Dios? Como alguien me dijo: "el personaje de la película es la Superiora del convento". Esa mujer, quizás un poco severa, tuvo la sabiduría de empujar a Ida fuera. La respetó obligándola a confrontarse consigo misma y con lo que estaba por dejar. La vida religiosa, con todas sus exigencias, sólo tiene sentido en un marco de libertad. Podemos decir entonces que, en cierto sentido, Ida reedita la parábola del hijo pródigo que todos cada tanto sabemos protagonizar.


sábado, 7 de febrero de 2015

El drama del humanismo ateo

Una breve reflexión sobre el caso Charlie Hebdo

Pasado un mes del perverso atentado a la redacción de Charlie Hebdo creo oportuno ofrecer estas líneas. Se trata de entender algo más del acontecimiento, hasta donde es posible. Mucho se ha dicho ya, pero la decantación no está terminada. Además, la inmediatez de la convulsión no suele favorecer el diálogo. La distancia, por el contrario, da perspectiva para pensar, hablar y escuchar. Respetar el dolor no significa callar verdades.


El título no me pertenece sino que corresponde a un libro del inmenso Henri de Lubac. Evidentemente, la irrupción armada que acabó con la vida de 12 personas y dejó otros tantos heridos constituye un auténtico drama. Nadie lo duda. Pero hay más. En gran medida éste es el drama de un humanismo ateo. No es mi intención exculpar a los asesinos ni pasar por alto la aberración que significa matar en nombre de Dios. Sobre eso hay unanimidad en Occidente. No así sobre el rol del semanario francés.

Charlie Hebdo se dedica a satirizar. Provoca deliberadamente no mediante el ingenio que despierta la reflexión sino mediante la risa que hiere. Estamos lejos del tábano que caracteriza el espíritu filosófico. La ofensa como rutina. La burla no para edificar sino para derruir. Y sin límite de ningún tipo. ¿Qué clase de humanismo es aquel que a fuerza de befas y escarnios se vuelve inhumano? Qué tremenda desorientación la de aquellos que ya no siguen la regla de oro: amar al prójimo como a sí mismo - obrar con los demás como quisieras que obraran contigo.

Perdido el respeto por el otro, por sus opiniones y creencias; ¿qué queda? Este humanismo ateo, que reniega de Dios y a la postre también del hermano, acaba envuelto en su propio drama. No jalaron ningún gatillo ni son responsables de la masacre... pero jugaron con fuego y se quemaron. Ellos, por sí mismos, iniciaron una dialéctica deshumanizante que los llevó más lejos de lo que hubieran querido. ¿Medían acaso el impacto de sus irreverencias? ¿Iban en sus consideraciones más allá del ámbito de la ley? Triste humanismo, indigno de ese nombre, el que se atrinchera en garantías constitucionales para olvidar el sentido más elemental de la convivencia. ¿Dónde queda la autoridad moral de una revista que renuncia a la empatía para reírse y acaso también para lucrar?


Occidente en general y Francia en particular tienen mucho que meditar. Se alza la bandera de la libertad (de expresión) pero no veo flamear las otras dos insignias que supuestamente animan el humanismo francés. ¿Qué tipo de fraternidad cultivan Charlie Hebdo y los fundamentalistas de la libertad de expresión? ¿Me es lícito decir cualquier cosa? Quien responde únicamente desde la ley, quien no es capaz de escuchar su corazón, ése tal ya sucumbió a una mentalidad infra-humana por más que ande revestida de códigos y sentencias. ¿Qué significa la igualdad en un contexto de desprecio donde no interesa dialogar sino agredir? Pobre humanismo el de quienes son incapaces de percibir las heridas del alma, más sutiles pero no siempre menos dolorosas, aquellas nacidas de una palabra, un ademán o un dibujo.

¿Estamos todos en el mismo barco? ¿Somos una familia? ¿Nos pasan las mismas cosas? El drama de cierto humanismo ateo es que, perdiendo a Dios como origen y término, se pierde a sí mismo. Sin una referencia clara al Padre, ¿en qué queda la fraternidad? ¿Y qué sostiene la igualdad cuando se desdibuja el fundamento de la dignidad inalienable del hombre, creado a imagen de Dios? ¿Qué significa la libertad donde no hay bien ni mal, donde se acalla la voz de la conciencia y todo parece estar permitido?


Reitero mi más enérgica condena al atentado y hago explícito mi anhelo de justicia. Pero dejo en claro cuán preocupante es ver la falta de autocrítica de gran parte de la sociedad francesa. Especialmente de Charlie Hebdo, que insiste, pasmosamente, en su "misión" de ridiculizar y zaherir. No los invito a confrontarse con el Evangelio sino con su propio lema nacional, laico y republicano.

Postal de verano

Mañana de verano en el microcentro porteño. El calor es intenso y la peatonal Florida está inundada de "arbolitos" cambiarios. Cambio, cambio. Las voces monocordes sondean a todos por igual. 

Uno de ellos me encuentra con la mirada y toda su persona me invita a detenerme un instante. Me dispongo a explicarle que no quiero cambiar ninguna moneda pero él me gana de mano. Padre, ¿me da una bendición? No termino de asentir y ya se ha quitado la gorra. La cabeza descubierta en señal de respeto y apertura al favor divino. Lo que san Agustín llama un "mendigo de Dios" (En. In Ps. 29,2,1; Serm. 56,6.9; Serm. 61,4). Todo es apenas un flash: un instante de gracia en medio del trajín estival. 

Al final hubo intercambio. Un santo comercio de bienes que la polilla no puede corroer. Una linda sorpresa. Como diría el amigo Carlos Galli: Dios vive en la ciudad.