domingo, 19 de marzo de 2017

Un mediodía junto al pozo

La cuaresma es el camino que la Iglesia emprende hacia la pascua. Caminamos hacia la tierra prometida, donde nos espera la verdadera libertad. Se trata de ir al desierto con Jesús reeditando la experiencia de Israel, pueblo peregrino que aprendió en la prueba su propia flaqueza y la misericordia de Dios. Estar en camino no es fácil porque implica habitar una tierra de nadie. Ni aquí ni allá: una pertenencia en gestación que reclama paciencia mientras sondea convicciones.
En términos seculares suele hablarse de la crisis de los 40 –que a veces ocurre a los 50, e incluso a los 60–. También se habla del síndrome del último tren. Estas batallas no son de hoy sino de siempre, y están bien registradas por la tradición espiritual que las refiere con la imagen del demonio del mediodía. En esa hora abrasadora en que sentimos el peso de la jornada ya hemos transpirado bastante y sin embargo el merecido descanso todavía está lejos. Entonces aflora la pregunta por el sentido, no tanto de esto o aquello sino de todo; la pregunta por el sentido último.


Éste es el cuadro que retrata la primera lectura de hoy (Ex 17,1-7). Israel se ha decidido a dejar Egipto confiado en la palabra de Moisés, quien a su vez hace presente la Palabra de Dios. Pero el tiempo pasa y la meta no se alcanza. Las provisiones se acaban, el humor declina y el deseo se apaga. ¿Para qué salimos? ¿No estábamos mejor allá, esclavos pero bien comidos? La felicidad entraña riesgos y sacrificios que no siempre estamos dispuestos a asumir. Cuánta mediocridad se esconde tras los excesos y la superficialidad. El corazón de Israel se endurece y su horizonte se angosta. La protesta se torna una duda rayana con la desesperanza. “¿El Señor está realmente entre nosotros, o no?” (Ex 17,7).
Todo esto está también presente en el episodio del Evangelio de hoy (Jn 4,5-42). La mujer samaritana es un ícono del alma en pena, linyera, insatisfecha pero no del todo convencida a dar el salto de calidad. Se encuentra sola en pleno mediodía, esa hora terrible que pone a prueba nuestro temple. La soledad puede ser desamparo pero también escenario de un encuentro íntimo. Porque como dice Hölderlin: donde hay peligro, también crece lo que salva. Entender la crisis como ocasión de madurez.
Jesús se hace presente en el abismo a fin de rescatarnos pero entra en escena discretamente, sin imponerse sino más bien insinuándose. Exhibe su pobreza, como la de cualquier hombre. “Dame de beber” (Jn 4,7). Se muestra hermano, cansado del camino y necesitado de una mano amiga. A menudo pensamos que las relaciones se consolidan desde las fortalezas pero en realidad es todo lo contrario. Lo que más nos une es el hecho de compartir las heridas.


La mujer se sorprende: “«¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos” (Jn 4,9). En esta respuesta se esconde toda la conflictividad humana y lo maravilloso de atreverse a salvar las distancias.
Jesús aborda las tensiones; no las disimula pero tampoco se deja nublar. “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: «Dame de beber», tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva” (Jn 4,10). En una frase magistral Jesús deja el lugar de mendigo y ocupa el lugar de Señor. El que comparte nuestra humanidad tiene también para ofrecernos su divinidad. El don de Dios es el Espíritu Santo, la Vida con mayúscula que anhelamos oscuramente, sin mucha claridad, como sedientos errantes que a menudo se saben al filo de perder la cordura.


La mujer había ido al pozo en busca de agua y de golpe se le recuerda una sed más honda. La cuaresma es el tiempo en que intentamos registrar la sed de Dios, de ese Dios que nos sale al paso en una trámite ordinario –y si hace falta desenmascara nuestras mentiras–. ¿Sigue vigente la pregunta por el Cristo? Es imposible permanecer indiferente ante la auto-conciencia de Jesús: “Soy Yo, el que habla contigo” (Jn 4,26). Cómo sosiega esta declaración, breve pero llena de autoridad. Éste es el gran secreto que anima a la Iglesia a pesar de sus caídas.
Poco sabemos de lo que hizo en adelante aquella mujer. Lo que sí sabemos es que volvió a la aldea dando un testimonio que suscitó la fe de otros (Jn 4,39). Quiera Dios que también nosotros podamos encontrar en Jesús el Agua Viva y contagiar la alegría de ya no tener más sed.