lunes, 30 de julio de 2007

Veo veo: Una mirada teologal al mundo de hoy


Si no se hacen como niños... (Mt 18,3)
Tú miras al caos, la luz nace entonces
[i]
Sed tamen contemplatio essentialiter
in actu cognitivae consistit,
praeexigens caritatem ratione predicta
[ii]

-Veo veo
- ¿Qué ves?
- Un mundo

Mirar es ante todo una aproximación a la realidad. Aproximación que es siempre una toma de posición, ya sea en la creciente escuela de los maestros de la sospecha, o en la confiada y dócil apertura al mundo que habitamos. “Mi ejercicio, ver y leer todas las cosas como son; mi fidelidad, dejar al ojo ser luz; mi completo abandono de todas las pretensiones me hace aquí, en la serenidad, altamente feliz” (Goethe[iii]). Y en el mirar se da el “admirable intercambio” de dos mundos. Pues, ¿acaso no es el hombre mismo un mundo? Bueno será por tanto, tener presente el necesario movimiento pendular de entrañamiento (Azcuy) y distancia. “La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano todo tu cuerpo estará luminoso” (Mt 6,22). En efecto, la mirada como símbolo análogo al de la puerta, es entrada y barrera. No sin razón la tradición bíblica y teológica ha escogido esta imagen para hablar de la plenitud de nuestra vocación. Esto, desde Moisés (Ex 33,20), pasando por los salmos (Sal 36,10), las bienaventuranzas (Mt 5,8), Juan (1 Jn 3,2) y Pablo (1 Cor 13,12), hasta la expresión medieval visio beatifica. Ya que la Escritura nos advierte sobre la profunda conexión entre corazón y mirada, parece oportuno implorar al Señor una y otra vez, que nos libre no sólo de la ceguera espiritual sino también de otros variados y muy peligrosos trastornos: miopía, daltonismo, presbicia.

Ahora bien, ¿qué supone una mirada teologal? Ante todo la fe, la esperanza y la caridad. Aun en la precisión de la fórmula teológica, afrontamos aquí el desafío, de no caer en el reduccionismo de liquidar la cuestión enumerando la magna tríada. En efecto, las mencionadas virtudes están muy lejos de ser un piadoso adorno. Su esencia es la caladura interior, la transformación renovadora de Aquél “que hace nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). Nos gustaría proponer el juego fonético, por el cual decimos que toda mirada supone una morada, un ámbito, un espacio vital que predispone e impregna todo el acto contemplativo. Tratándose de lo teologal pensamos en la noche de la última cena, y quisiéramos ser como el discípulo amado que se recostó sobre el pecho del Maestro (Jn 13). La morada teologal, no puede ser sino un zambullirse (baptizein) en Cristo, para vivir en el corazón de la Trinidad. ¡Quién pudiera mirar su entorno de esa manera!

Bebamos de la Palabra de Dios, para que en un apurado y arbitrario recorrido, nos enseñe el mirar de Dios. Imposible evadir aquella primera mirada (Gn 1), henchida de aprobación y cariño –y vio Dios que era bueno-, que frente al hombre adquiere un tinte superlativo –y vio Dios que era muy bueno. Nuestra raquítica autoestima nos obliga a aclarar que, cuando hablamos de primera mirada, no se trata de un simple orden de aparición sino de un criterio interpretativo, es decir la clave de lectura que debería regir nuestra cosmo-teo-visión.

Con todo, nuestra experiencia revela que esa bondad de base está herida, y conscientes del propio pecado nos interrogamos por la reacción del Creador. Es entonces cuando sale a nuestro encuentro otro hermoso texto, tremendo en su poesía y en su dramatismo. Se trata de Ez 16, donde se narra una apasionada historia esponsal. Allí detectamos tres momentos: la elección inicial (vv. 1-14), la infidelidad y el castigo (vv. 15-59), el perdón en recuerdo de la alianza (vv. 60-63). Detengámonos en la primera instancia, que es la que de algún modo fundamenta la obstinada preferencia de Yahvé. Empieza diciéndole a Jerusalén, protagonista del relato: “dabas asco el día en que naciste”. Pero inmediatamente continúa el Señor: “Yo pasé junto a ti, te vi revolcándote en tu propia sangre y entonces te dije: ‘Vive y crece’”. Estamos ante la mirada de Dios que escruta allí donde la fealdad es extrema, allí donde ninguno otro quiere mirar, allí donde los presagios son de muerte...y Él con su mirada irradia vida. “Por la total soledad pasa Dios y es un paso salvador (...) Al pasar pronuncia una palabra, que es casi creadora, como una bendición eficaz; la criatura va a deber la vida a ese imperativo de Dios”[iv]. La Escritura nos enseña así la gratuidad del mirar divino, que no casualmente se ve reforzada por una llamativa repetición. Con sólo un versículo de por medio, Yahvé exclama: “Yo pasé junto a ti y te vi. Era tu tiempo, el tiempo del amor”. El don no se limita a la vida sino que pasa a una invitación nupcial.

Finalmente llegamos a Jesús, rostro de la misericordia del Padre. Esto quiere decir –en consonancia con lo visto previamente-, un corazón que se inclina sobre la miseria. Se destacan aquí dos pasajes. En primer lugar, aquella atención que tuvo para con el hombre rico. En la narración de Marcos (10,21) se describe; “Jesús, mirándolo, lo amó” (êgápêsen). Es el prólogo a la invitación a seguirlo, son esos segundos de más (gratia) que el Hijo del Hombre prodiga a quien quiera dejarse mirar por El. En segundo lugar, y asumiendo el detalle revelado por Marcos, reflexionamos en torno a una parábola que tiene mucho en común con Ez 16. Se trata de Lc 10,29ss, famoso relato en el que tres personajes miran un mismo hecho. De los dos primeros se dice lo mismo: “viéndolo dio un rodeo” (vv. 31.32). Pero el tercero, un samaritano que no tenía porqué detenerse, lo vio. El término usado es el mismo (idwn), y sin embargo qué distinto parece a la luz de su obrar postrero. El impacto, la repercusión interior es completamente diversa. Notamos aquí aquello comentado al iniciar nuestra reflexión; el hecho puede ser el mismo, pero la mirada implica siempre una situación existencial y un compromiso moral[v]. Por eso sin solución de continuidad, se une a la mirada del extranjero uno de los verbos más famosos del Nuevo Testamento: se conmovió (esplagjvísthê). Estamos ante una convulsión interior. Los espectáculos cotidianos no siempre son de fácil digestión, y como diría el poeta, “la condición humana no soporta mucho la realidad”[vi]. Literalmente, al buen hombre del camino se le han “revuelto las entrañas”, y en esta descripción asoma como una ola en crecida, toda la carga semántica que el Antiguo Testamento condensó en la misericordia divina: rahamin.

No es de extrañar entonces, que los Padres de la Iglesia hayan visto en aquel samaritano al mismo Cristo, quien “no consideró su divinidad como algo que debía guardar celosamente” (Flp 2,6). Fue mucho más allá de lo esperado, se “acercó, vendó, montó, llevó y cuidó”; con palabras de Juan, “amó hasta el fin” (13,1). Y la posada... ¡qué sentimientos de responsabilidad y de honor, de carga e indignidad nos despierta el pensar que la Iglesia está llamada a ser –y es- esa posada! A ella le es confiado el moribundo del camino, el maltratado por los ladrones de turno, hasta que un día regrese el Señor. Felices nosotros, miembros de la Iglesia, si nos encuentra en la tarea encomendada; porque esta nueva bienaventuranza consistirá en ser servidos por el mismo Jesús (Lc 12,37).

Embebido sin duda de esta rica tradición, Pablo VI ha asociado a aquella escena el Concilio Vaticano II. “Aquella antigua historia del buen samaritano ha sido el ejemplo y la norma según la cual se ha regido la espiritualidad de nuestro Concilio”[vii]. Hoy, cuarenta años más tarde, tenemos la tarea de continuar esa actitud de servicio; y para ello es necesario un acto propiamente teologal. Ello nos salvará de dos peligrosos extremos.

En primer lugar, es verdad que al mundo le hace falta una dosis de alegría profunda (gaudium) y de férrea esperanza (spes), pero la aplicación conciliar no puede ser ingenua. Este, nuevamente con palabras de Pablo VI, sabía que “al hacer su juicio sobre el hombre, se ha ocupado más de la contemplación de su aspecto dichoso que del desgraciado. Su juicio ha sido conscientemente optimista”[viii]. De hecho, una inmensa mayoría de fieles, no podría decir qué palabras siguen a aquellas que inician la constitución sobre la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et spes). Sin estar ausentes, tristeza y angustia (luctus et angor) han quedado relegadas. Es preciso entonces leer el concilio con estas advertencias[ix].

En segundo lugar, la incuestionable experiencia de la miseria humana no ha de suscitar en nosotros ni la condena ni la desesperanza. Al contrario, se reclama una verdad no exenta de caridad. Más aun, esta palabra amorosa y liberadora que constituye nuestro aporte, es también dura; pero dura porque llena de esperanzas. Así, según dijera E. Stein, “el amor es exigente porque ve en sus posibilidades”.

Hoy, siglo XXI. Lo teologal reclama la encarnación, la concreción ‘de cada día’. Ya parecemos habituados a las guerras, y algo similar comienza a ocurrir con los desastres naturales. El pánico por los atentados terroristas (N. York, Madrid, Londres) no presagia un inminente fin, y una vez más escuchamos –de ambos bandos- invocar a Dios como justificante. La palabra se vacía de sentido, y las pulidas declaraciones internacionales contrastan con los hechos. El dominio de la técnica permite como nunca antes la productividad mundial, y la globalización nos facilita las mediaciones...sin embargo, siguen las muertes por desnutrición y las carencias educativas. Hoy, en el concierto de las naciones, se cuestiona la eficacia de la ONU. En nuestro país se ha quebrado la cultura del trabajo; y como sabemos, la corrupción ha echado profundas raíces. Es frecuente la impunidad de la prepotencia, del piquete y de la inseguridad. Nos cuesta la memoria histórica, el debate de ideas, el respeto por las instituciones. En síntesis, hoy nos cuesta la vida política. La ciudad de Bs. As. está sucia, y da pena recorrerla de noche. Como lo denunciara nuestro obispo, descubrimos la ‘tracción a sangre’ humana –e incluso infantil-, y quedamos sin aliento al observar a nuestro futuro inhalando pegamento. ¿Cómo no perder el equilibrio? ¿Cómo no claudicar abandonando nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad? Al mundo de hoy, como al de ayer y al de mañana, le falta Evangelio. Por eso proclamamos con la Vigilia Pascual y la Escritura, la intuición del Año santo 2000: “Cristo ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8).

Así vistas las cosas, no será estéril reflexionar desde la etimología de la palabra mundo. En latín, mundus como sustantivo también puede significar “atavío de mujer”, y como adjetivo cosas tales como “limpio, nítido, adornado, elegante, refinado, delicado, bello”. La concepción fundante se corrobora desde el griego, en el que kosmos significa “orden, decencia, adorno”, y de allí deriva cosmética. Experimentamos aquí una brecha. Hemos perdido contacto contemplativo y asombrado con la creación. Al situarnos en el centro hemos resultado defraudados por nuestra condición herida; y claro está, nuestra conciencia moral ha avanzado –al menos en la formulación- respecto de los antiguos. Con todo, persiste la llamada a hacer del mundo ese espacio atractivo del cual nadie quiere quitar la vista. Recordamos la paradojal actitud de Dios en el pasaje de Ezequiel.

Creemos que a la mirada teologal le corresponde trazar puentes. En otras palabras, le toca hacer un itinerario regenerador. Partiendo de una visión negativa de mundo–como a veces la presenta Juan-, habrá de llegar al embelesado canto de las lenguas latina y griega. En ese recorrido hay signos (Jn 2,11) que orientan y anticipan, pequeñas semillas (Mt 13,32) que cobijan nuestras grandes certezas. Sólo es cuestión de percibirlos, y allí juega el interior: “Felices los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). La sincera congoja y el nutrido funeral de Juan Pablo II, el perdurable ejemplo de Teresa de Calcuta, el nene que le dice al papá que lo quiere, la señora que en una ciudad tan amurallada como la nuestra abre su casa para que sea bendecida, dos novios andan tomados de la mano, cada domingo de sol... No todo es opresión y calamidad ¡Dios es Señor de la Historia!

La mirada teologal es mirada en tensión, mirada de la transfiguración, y por eso, ella misma transfiguradora. Con ella se respira en simultáneo pasión y gloria, y viene sólo como regalo. En efecto, la mirada teologal surge del don de la sabiduría a modo de corona teologal. Desde el antiguo Testamento (Is 11) la sabiduría, como vida del Espíritu, “es participación en la capacidad de Dios y de ver y decidir sobre las cosas tal como realmente son (...) La sabiduría es participación de esa clarividencia de Dios sobre la realidad”[x]. No por nada se dice, que ‘sabio (sapere) es aquel a quien las cosas saben (sapore) como son’.

A modo de cierre, y muy a tono con nuestra cultura de la imagen, proponemos una pintura recapituladora: el Cristo de Port Lligat de Dalí, inspirado en el dibujo de S. Juan de la Cruz. La mirada de Jesús se da en perspectiva, desde lo alto y a una cierta distancia. Sin embargo, toda su humanidad está volcada hacia el mundo, y la cruz –cuyo fin se pierde- se supone empotrada en la Tierra que redime. En la parte superior abunda la oscuridad, mientras que en la inferior contrasta el colorido y la bonanza de los hombres. Así ha de ser la mirada teologal, desde el madero que asume la noche y deja paso a la luz. Nuestra existencia, y con ella nuestra religión, es drama. Drama que se hace presente de modo especial en el culto: anualmente en el Triduo santo, semanalmente en el domingo, diariamente en la eucaristía. Y dado que el culto verdadero es la vida misma, nuestra lectura de los acontecimientos debiera estar transida por esta lente pascual. Esto significa, que a cada paso podríamos ser testigos y protagonistas de innumerables muertes y resurrecciones; como si permanentemente actualizáramos el responsorio litúrgico: éste es el misterio de nuestra fe / anunciamos tu muerte Señor y proclamamos tu resurrección, hasta que vuelvas.


-¿Qué mundo?
- El mundo de hoy
- ¿De qué color?
- Color Pascua

Notas

[i] Lit. de las Horas, Himno de Vísperas, jueves IIa semana.
[ii] Tomás de Aquino, Sent. III, 35, 1, 2.
[iii] Goethe, carta a Herder (10-11.11.1786). Citado por Pieper, en Heideggers Wahrheitsbegriff, S.W. Bd. 3, Felix Meiner Verlag, Hamburg, 1995; 195.
[iv] E. Zurro, en: L. Alonso Schökel/J.L. Sicre Díaz, Profetas II, Madrid, Ed. Cristiandad, 1987, 731.
[v] Desde un símbolo análogo como es el escuchar, comentan Mateos – Barreto: “La pertenencia a la verdad precede al hecho de escuchar la voz de Jesús y es condición para ello. Hasta el último momento recalca Jn su gran principio: para escuchar y dar adhesión a Jesús se requiere una disposición previa de amor a la vida y al hombre”; Comentario al Ev. de Juan, Cristiandad, Madrid, 1979; 777.
[vi] T.S. Eliot, Four Quartets, Burnt Norton I: “…human kind/ cannot bear very much reality”.
[vii] Pablo VI, Discurso de clausura del Concilio ecuménico Vaticano II, 7 de diciembre de 1965.
[viii] Pablo VI, id.
[ix] Una vez concluido este trabajo, nos topamos con la siguiente afirmación de González de Cardedal: “El Concilio Vaticano II es anterior a Nietzsche, sigue prendido en el entusiasmo de la modernidad, cree en la bondad natural del hombre tal como la fe, la conversión y el alma nacida del evangelio la han pensado; no acabó de creer en los abismos de la inhumanidad y en las tinieblas que el pecado crea ni en la barbarie que el hombre puede instaurar cuando se constituye en medio y medida de la creación; no pensó hasta el fondo lo que las dos guerras mundiales habían significado no sólo bélica sino moralmente; contó con que el programa humanista de Feuerbach y Marx se afirmariá definitivamente”; La entraña del cristianismo. Secretariado Trinitario, Salamanca 2001, 304.
[x] Ratzinger, El don de la sabiduría, en id. Teoría de los principios teológicos, Herder, Barcelona, 1985; 429.

jueves, 19 de julio de 2007

¿Es evangélico el poder?


La pregunta nos la encontramos –en cierto modo- ya formulada. Un periódico católico que cumple la función de brindarnos las lecturas de cada domingo sembró una frase poco feliz. El título se muestra grandilocuente pero encierra una falacia feroz: El poder nunca es evangélico[1]. Hay buenas intenciones que no logran hacerse entender. Hay frases que quieren ser esclarecedoras y acaban confundiendo. Por eso aprovechamos la ocasión para hablar sobre el tema.

Hay algo grave en desvirtuar un tema tan importante como el poder. De hecho, no pocas veces se evita calificar a Dios como ‘todopoderoso’ cuando así lo piden las celebraciones. ¿Qué hay detrás de estos silencios? Nos cuesta convertirnos a Jesús y acabamos –sin quererlo- reduciéndolo a nuestro limitado universo. La repercusión pastoral-espiritual es de fácil previsión. Queriendo acercar a Dios acabamos por separarlo. En nuestro intento por no contaminarlo terminamos desfigurándolo. Pues ¿quién le reza a un Dios que poco o nada puede?

Basta una rápida mirada a la revelación bíblica (por no incluir la espiritualidad y la teología eclesial) para clarificar nuestro tema. Sólo tomando el primer capítulo de san Marcos nos topamos con una palabra que se repite: exousía. Jesús enseña con autoridad, con poder. Y bueno es saber que este término no excluye el gobierno y la jurisdicción, porque se emplea en relación a Herodes (Lc 23,7) y Pilato (Jn 19,10-11). En el mismo primer capítulo –que tiene algo de programático- Marcos presenta diversas sanaciones, inequívoco signo de poder sobre el mal. Del mismo modo el cántico de Zacarías anuncia a Jesús como “fuerza salvadora” (Lc 1,69). La idea se repite con variantes pero siempre queda claro que Dios se asocia al poder. Y este poder que Jesús siente salir de sí (Mc 5,30; Lc 8,46) se comunica; él lo comparte a los suyos: “convocando a los Doce les dio autoridad y poder…” (Lc 9,1).

Aunque se podría ampliar mucho más, esto nos basta. Restan dos aclaraciones. Primero. No desconocemos que el poder puede pervertir (y pervertirse). Eso también nos lo enseña el evangelio. Una de las tentaciones del Señor reside precisamente en ello: “le dijo el diablo: ‘te daré todo el poder y la gloria’” (Lc 4, 6). Existe un “poder de las tinieblas” (Lc 22,53) a quien hay que temer “porque puede echar al infierno” (Lc 12,5). Segundo. El poder de Jesús es servicio (Jn 13), no se ejerce de manera opresiva (Lc 22,24ss; Mc 10,41ss; Mt 20,24ss).

Llegamos aquí a una clásica paradoja cristiana, y es preciso mantener la tensión para ser fieles al mensaje revelado. La debilidad del crucificado, la mansedumbre del carpintero no excluyen ni anulan el poder del Hijo de Dios. El resucitado aun en vísperas de la pasión, en medio de la agonía del huerto trasunta la gloria, el poder propio de su condición divina. “Cuando les dijo ‘Yo soy’ retrocedieron y cayeron en tierra” (Jn 18,6).

El apóstol Pablo captó como nadie este misterio y nos ha legado expresiones muy lúcidas al respecto. “La predicación de la cruz es una locura para los que se pierden, mas para los que se salvan –para nosotros- es fuerza/poder (dynamis) de Dios” (1 Co 1,18). También el cristiano participa de la conjugación de los aparentes opuestos. “Y me presenté ante ustedes débil, tímido y tembloroso. Y mi palabra y mi predicación no se apoyaban en persuasivos discursos de sabiduría, sino en la demostración del Espíritu y de su poder, para que la fe de ustedes se funde, no en la sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios” (1 Co 2,3-5). En la debilidad del hombre resalta la grandeza de Dios. “Él me dijo: ‘mi gracia te basta, que mi poder se realiza en la flaqueza’” (2 Co 12,9).

Jesús es el Evangelio, la Buena Noticia de Dios. “Cristo es el poder de Dios” (1 Co 1,24). Y como hace tiempo dijo Orígenes: Jesús mismo es el Reino[2]. “El reino de Dios no está en la palabrería sino en el poder” (1 Co 4,20).

[1] “El Domingo”, Año LXXV- n. 3955: 1º de julio de 2007. Nota firmada por Aderico Dolzani.
[2] Orígenes, In Mt. Tract. 14,7

jueves, 12 de julio de 2007

I SAMUEL 16, 1-13



“Dijo YHWH a Samuel: ‘¿Hasta cuándo vas a estar llorando por Saúl?” (v.1). ¿Hasta cuándo? Dios no reprocha el llanto... ¿cómo podría hacerlo si Él mismo tuvo necesidad de ello? (Jn 11,35). Con todo, es bueno saber que en la Jerusalén celestial: “no habrá muerte ni habrá llanto” (Ap. 21,4). Pero por ahora convivimos con él como una de las experiencias más humanas, y algo de ello ya hemos dicho (supra). Pero acá lo que está en juego es el estancamiento versus la docilidad del discípulo. Porque en todo llanto angustiado se experimenta algo de liberación que ejerce simultáneamente una seducción hacia la autocompasión. Pobre de mí que sufro tanto. Y entonces uno queda atrapado en su espiral de dolor con la excusa perfecta para no afrontar lo que viene. “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc 18,58). Hay motivos para seguir: el Señor habla, pero no podremos escucharlo si nuestros sollozos se vuelven terca interferencia.

“Llena tu cuerno de aceite y vete” (v.1). La orden nos recuerda esa otra misión encomendada al exhausto Elías: “Levántate y come, porque tienes delante un largo camino” (I Re 19,7). Llenar el cuerno es una linda imagen porque es participar –aunque sea un poco- en la previsión de Dios que se anticipa. No nos atrae el hecho de la pre-ciencia (que rayaría con las turbias motivaciones de Adán; Gn 3,5.22), sino la delicadeza del don que pacientemente aguarda su turno. Y que -para hablar con Agustín- en la espera ensancha el corazón. Es la imagen del vino añejado, del buen vino que llega al final (Jn 2,10).

“¿Cómo voy a ir? Se enterará Samuel y me matará” (v.2). Enseguida nos sale al paso esa renguera fruto del pecado. El miedo como desconfianza, como excusa para no arriesgar. “Me dio miedo, y fui y escondí en tierra tu talento” (Mt 25,25). ¿Cómo? En el fondo parece la pregunta inevitable ante el llamado de Dios (Moisés, Isaías, Jeremías, Zacarías). Sólo una preguntó ‘cómo’, no para regatear sino para gustar. María ya contaba con la aclaración del ángel: “nada es imposible para Dios” (Lc 1,37). “Yo te indicaré lo que tengas que hacer” (v.3). Dios se presenta hoy, siempre fresco. Y como buen seductor nos mantiene en vilo, nos tiene atrapados y pendientes. Si nos distraemos se escapa como un chico que juega a las escondidas. Entonces empezamos a buscar como José y María en la caravana (Lc 2,44), o como la novia del Cantar: “¿Habéis visto al amor de mi alma?” (Ct 3,3)

“Pero YHWH dijo a Samuel: ‘No mires su apariencia ni su gran estatura, porque yo lo he descartado’” (v. 7) Es decir no mires su inteligencia ni su cara bonita. No te quedes en el currículum y el trabajo que tiene. No te preocupes por cuánto gana o el status social. Puede ser más o menos fachero, a mí me tiene sin cuidado. Ni siquiera mires si es el más piadoso. “La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias pero YHWH mira el corazón” (v.7). Y en esa mirada creadora se juega la elección: “porque he visto entre sus hijos un rey para mí” (v.1). ¿Cómo no ser superficiales en un tema tan crucial? El corazón es el misterio humano. Sólo se abre desde dentro, y así y todo permanece enigmático. Digamos nomás que en lo más hondo de todo corazón está el designio de Dios. Allí nadie llega sino en la sintonía del mismo Espíritu-Dios. A menudo nos creemos muy agudos, muy perspicaces...no juguemos con la serpiente (“seréis como dioses”; Gn 3,5) y admitamos la precariedad de nuestros juicios. Porque sólo Uno puede decir nuestro secreto: el que no necesitó estar frente a Natanael para verlo debajo de la higuera (Jn 2,48).

“Preguntó Samuel a Jesé: ‘¿No quedan ya más muchachos?’” (v.11). Es interesante ver cómo nos empeñamos en acotar el plan de Dios. Sabemos de Su poder, y sin embargo tratamos de que encaje en nuestra lógica humana, demasiado humana (en el sentido peyorativo). “Todavía falta el más pequeño” (v.11). Claro, pero pasa que pensé... En efecto, no se trata de que pensemos sino de escuchar, de abrir el juego, de poner toda la carne al asador y dejar que Él elija. El repetido ejemplo del cheque en blanco sigue siendo –así lo creo- muy elocuente. Ya veremos la suma que pide, por ahora se trata de firmarlo en blanco. Con todo, es curioso que acá Jesé no encubre a David por creerlo valioso sino al contrario, por considerarlo insignificante. Y ése, el pastor, el más pequeño, es precisamente el que se roba la mirada de Dios (v.1). También a nosotros nos llega la reprensión de Jesús: “Dejen que los niños vengan a mí” (Mt 19,14). ¿Cuánto habrá en nuestro corazón, me pregunto, que queda sin unción (sin bendición) porque nosotros pensamos que es demasiado poca cosa?

“Dijo YHWH: ‘Levántate y úngelo, porque éste es’” (v. 12). Levántate, responde a la buena noticia. Llegó tu momento; la hora de la mediación visible (sacramental). Y es que todo elegido del Señor inspira dignidad e invita a la resurrección. En él se hace patente de manera particular la vocación universal a la santidad. No hay contradicción. Hay una cierta arbitrariedad –si vale la expresión- de Dios, o mejor una lógica por nosotros ignorada. Como cuando Pedro pregunta por el discípulo amado y Jesús responde: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa?” (Jn 21,22). Pero está claro que la misión no es la misma para todos. En Jesús, somos todos ungidos (cristianos) y por eso todos sacerdotes (Hb). Pero ello no impide reconocer la vocación de cada uno como llamada personal. ‘¿Por qué a éste y no a mí?’, dirán algunos. ‘¿Por qué a mí y no a éste?’, dirán otros. La unción –sea para la misión que sea- permanece un misterio de gratuidad divina, que se asume como la tarea de toda la vida en la aceptación de lo que Otro pensó para mí.

“Tomó Samuel el cuerno de aceite y le ungió en medio de sus hermanos” (v. 13). El aceite perfumado que se impregna y llega a lo más íntimo. Y esto porque Dios es, como decía Agustín, intimeor intimo meo; más íntimo que mi propia intimidad. “Tu conoces mi palabra, antes de que llegue a mi boca”. El aceite que deja rastro en la tela y ya no sale. La elección del Padre que no se asusta ni se echa atrás. “Los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (Rm 11,29). “Le ungió”. El gesto es de una delicadeza exquisita. Hay algo que se derrama, que se “pierde” como si anunciara de manera compacta toda la misión del ungido. “El que pierda su vida por mí la encontrará” (Mt 10,39). Es un bautismo en la gratuidad de Dios, que mueve a una entrega generosa. “Gratis han recibido, den también gratuitamente”. Nuestra mentalidad calculadora nos lleva muchas veces a la pregunta: “¿Para qué este despilfarro?” (Mc 14,4). Es que cuando se mira desde fuera simplemente no se entiende. Retomando la dimensión profética de la unción, es el mismo Jesús quien nos da la interpretación última: la mujer en Betania “se ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura” (Mc 14,8). La unción es pascua. Habla de predilección (Mc 1,11) tanto como de muerte. “En medio de sus hermanos”. La consagración se hace de cara al pueblo porque a él le pertenece el ungido. No existen en la Iglesia –ni en Israel- vocaciones privadas; eso sería un contrasentido. ¡Qué claro lo expresa la carta a los hebreos! “Porque todo sumo sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres” (Hb 5,1). Y en Cristo, por el bautismo, somos todos sacerdotes. Pero hay algo más. La perspectiva comunitaria no apunta sólo al ministerio (futuro) sino también al origen. La asamblea debe reconocer que Dios obra en su pueblo, y el ungido ha de recordar que tiene raíces. Así podrá ser fiel mediador que se identifica con los sufrimientos de sus hermanos. Así lo quiso Jesús voluntariamente; “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas” (Hb 5,7).
“Y a partir de entonces, vino sobre David el Espíritu de YHWH” (v. 13). Es una ceremonia sencilla pero eficaz. El Señor hace lo que dice. El Espíritu que es el Don (o mejor, la Persona Don) desciende como ‘sombra de lo alto’ (Lc 1,35) y nos lanza decididamente a la misión (Lc 4,18ss).

domingo, 1 de julio de 2007

I SAMUEL 8



I Sam 8 nos presenta un caso político: monarquía, ¿sí o no? Pero tenemos que advertir el contexto del relato. Contexto remoto; la Sagrada Escritura no es un tratado de Ciencias Políticas, sino una biblioteca teológica. Quiere ser –y es- una palabra que revele simultáneamente a Dios y al hombre. Contexto próximo; la aparente decisión administrativa implica una postura ante el Dios de la alianza. Es decir, congruente con una buena perspectiva cristológica, aquí el dilema político no se diluye ni se menoscaba sino que al contrario, se abre a lo más elevado del hombre: su religión.

“Se reunieron, pues, todos los ancianos de Israel” (v.4a). Tenderíamos a traducir anciano por sabio, y al pensar que todos estaban de acuerdo creeríamos que su parecer no podría sino ser acertado. Sin embargo, ellos no decidieron por cómoda mayoría (democráticamente) sino que “se fueron donde Samuel a Ramá” (v.4b). Es una tácita afirmación de que la cosa excede el plano civil. Y con todo hay algo más. Digno de mención en esta consulta es el reconocimiento de una instancia superior: la palabra del hombre de Dios, que no hace más que traducir lo que escucha. Samuel vive en Ramá; reparemos en esa cierta distancia que es soledad y es perspectiva. También nosotros hemos sido ungidos como profetas en el día de nuestro bautismo.

“Ponnos un rey para que nos juzgue, como todas las naciones” (v.5). La visita no es una humilde búsqueda de consejo. Es más bien una imposición, el deseo de forzar una aprobación. “Disgustó a Samuel que dijeran:...” (v.6) porque bien interpretó lo que detrás se escondía: la abdicación de su fe. Por dos veces se oyó la voz del Señor: “Hazles caso” (v. 7.22). Nuestro Dios no retiene, no obliga...ama. Y amar es ofrecer y exponerse -aunque duela- al rechazo. A Samuel no le fue fácil, pero se le debe reconocer su escucha. Él no se guió por su instinto, sino que como profeta profirió, es decir “habló en nombre de”. Ser fiel a los criterios de Dios, incluso como mediador, suele ser difícil porque el puente vive la tensión de las dos orillas. Y es tanta la identificación con Aquél que envía que uno comparte su suerte aunque el resto no lo perciba. Así se entienden la aclaración del Señor, cuya lógica cuesta captar. “No te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos. Todo lo que ellos me han hecho desde el día que los saqué de Egipto hasta hoy, abandonándome y sirviendo a otros dioses, te han hecho también a ti” (v.7b-8).

Samuel como hermano que es, dialoga con los ancianos y les advierte lo que su decisión implica. La Teología se da la mano permanentemente con lo más concreto de la vida. Y por eso en su exhortación es de carácter práctico: alejados de Dios y su gobierno protector, no queda sino el desamparo y la opresión de los otros pueblos. La descripción es cruda, pero “el pueblo” (v.19) parece firme en su renuncia a la libertad. Es el eco de aquel viejo lamento...“en Egipto nos sentábamos junto a las ollas de carne, comíamos pan hasta hartarnos” (Ex 16,3).

Dos pensamientos. Seguramente la situación sociopolítica de Israel sería lamentable. No hay que simplificar el asunto; al contrario, hay que tratar de entrar y comprender el drama. Porque en el fondo es el drama de la fe: ¿creo en Dios o no? ¿espero aunque por el momento no vea? “Esperar contra toda esperanza”. Frase elocuente de nuestra fe, que es un sábado santo con la certeza de domingo. Pero sábado al fin.

Es curiosamente triste la argumentación de los ancianos ya que, paradójicamente, es de lo más adolescente. Por dos veces suena – y eso expresa un deseo firme-: “como todas las naciones” (v.5.19). ¡Cuántas veces tiembla y cae nuestra fe por no soportar la diferencia! Desviamos la mirada de lo que somos, perdemos nuestra identidad, y nos seducen otros proyectos porque en el fondo no nos convence lo nuestro. Vivir la alianza es portar el sello de la unción, la marca de la elección. Estamos llamados a asentir diariamente al sano orgullo de nuestra fe, a la escucha de “la voz del amado” (Ct 2,8) que incluso en los más abstrusos debates, viene a nosotros como “saltando por los montes y brincando por las colinas”.