domingo, 18 de agosto de 2013

Domingo XX C (2013)

Imaginemos la escena. Jesús hace una pausa y rodeado de los suyos desliza un par de confidencias. Confidencias referidas a su misión y por tanto también a su identidad. ¿Quién soy? ¿Qué me pasa? Cómo nos gustaría poder hablar de nosotros mismos con la claridad y la libertad interior del Maestro.

"Yo he venido a traer fuego sobre la tierra". El fuego del Espíritu Santo, fuego de Amor que trae calor en medio de un mundo gélido de indiferencia. Sí, el fuego de Dios que consagra nuestros sacrificios para que le sean agradables (como el de Elías ante los profetas de Baal). El fuego que arde sin consumir, como el de la zarza que cautivó a Moisés en el monte Horeb (Ex 3). Fuego pentecostal que habla en lenguas para anunciar la Buena Noticia. Jesús es muy consciente de su misión y la vive con gran intensidad. Por eso el suspenso de la hora señalada lo lastima. "¡Cómo desearía que ya estuviera ardiendo!". Él mismo es un hombre ganado por Dios -Él es Dios-, abrasado, encendido, en llamas... Cristo es Pasión. 

"Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente!". El bautismo habla de una inmersión. Jesús olfatea un descenso, una noche, la oscuridad del rechazo y de la muerte. Su misión no sólo está atravesada por la luz del amor sino también por la confrontación y el desprecio. La tristemente célebre hora de las tinieblas que es capaz de angustiar y turbar al mismísimo Hijo de Dios. La pasión es una y es doble: es amor y cruz. 

El "bautismo" pascual es inherente a su figura y a su mensaje. No hay forma de eludirlo. "¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división". No gusta pero es así. Me contaron que ayer, en una parroquia vecina, una mujer interrumpió escandalizada la lectura del Evangelio. Tratemos de aclarar. Cristo no quiere la división pero la trae; muy a su pesar. Porque prefiere respetar nuestra libertad que, de hecho, no siempre adhiere a sus palabras. Cristo nos dice que el dolor de la división llegará incluso al seno familiar. Como en la parábola del Padre misericordioso y sus dos hijos (Lc 15,11ss). Jesús es signo de contradicción, es una bandera discutida, tal como lo profetizó el anciano Simeón (Lc 2,34). Sepámoslo bien: seguir a Cristo también es andar por el camino que lleva al Calvario. Fijémonos en María: "A ti misma una espada te atravesará el alma" (Lc 2,35).

De entre todos los profetas, Jeremías es el que mejor encarna las dos dimensiones del día de hoy -la misión incontenible pero sufrida. Basta leer sus confesiones (Jr 20,7ss). En la primera lectura de este domingo vemos como es rechazado por las autoridades. ¿El motivo? Sus palabras desmoralizaban a la tropa. No les importaba si Jeremías hablaba verdad, simplemente no querían que nadie contradijera su ingenuo triunfalismo. Jeremías pone el dedo en la llaga frente a todas las veces en que preferimos pasar por alto nuestras miserias. ¡Cuántas veces preferimos bufones y no profetas! No por nada los que lapidaron a Esteban se tapaban los oídos; no querían escuchar. No por nada Pablo perseguía cristianos con los ojos infectados de escamas. La famosa viga que no queremos retirar de la pupila (Mt 7,5).   

Cristo nos invita a afrontar con valentía las adversidades del camino, empezando por las resistencias interiores de una conciencia negligente, relajada y autocomplaciente. Saber que el seguimiento de Cristo implica un compromiso serio, no improvisado. En medio de estas exigencias, la Carta a los Hebreos nos estimula recordándonos que "estamos rodeados de una verdadera nube de testigos". Cristo el primero, él es el testigo fiel (Ap 1,5). Pero junto a esta consolación nos lanza, con algo de ironía -que también la hay evangélica-, un desafío que nos mueve a la humildad: "Después de todo, en la lucha contra el pecado, ustedes no han resistido todavía hasta derramar su sangre".

martes, 6 de agosto de 2013

Recordando a Pablo VI

Hoy se cumplen 35 años del fallecimiento de Pablo VI. Vaya un recuerdo piadoso en memoria de su persona y de esa prosa cristalina y sensible que, todavía hoy, nos permite acceder a su exquisita humanidad. ¿Cómo olvidar sus magníficos textos? Ecclesiam suam, Evangelii nuntiandi, Populorum progressio, Gaudete in Domino, Mysterium fidei... Aquí transcribo apenas un par de frases de su penetrante Pensiero alla morte para que su figura siga alegrándonos el corazón, estimulando nuestra inteligencia y avivando nuestra fe.

Aquí aflora a la memoria la pobre historia de mi vida, entretejida, por un lado con la urdimbre de singulares e inmerecidos beneficios, provenientes de una bondad inefable (es la que espero podré ver un día y «cantar eternamente»); y, por otro, cruzada por una trama de míseras acciones, que sería preferible no recordar, son tan defectuosas, imperfectas, equivocadas, tontas, ridículas. «Tu scis insipientiam meam: Dios mío, tú conoces mi ignorancia» (Sal 68, 6). Pobre vida débil, enclenque, mezquina, tan necesitada de paciencia, de reparación, de infinita misericordia. Siempre me parece suprema la síntesis de San Agustín: miseria y misericordia. Miseria mía, misericordia de Dios. Que al menos pueda honrar a Quien Tú eres, el Dios de infinita bondad, invocando, aceptando, celebrando tu dulcísima misericordia.


Y luego, finalmente, un acto de buena voluntad: no mirar más hacia atrás, sino cumplir con gusto, sencillamente, humildemente, con fortaleza, como voluntad tuya, el deber que deriva de las circunstancias en que me encuentro.

Hacer pronto. Hacer todo. Hacer bien. Hacer gozosamente: lo que ahora Tú quieres de mí, aun cuando supere inmensamente mis fuerzas y me exija la vida. Finalmente, en esta última hora. Inclino la cabeza y levanto el espíritu. Me humillo a mí mismo y te exalto a ti, Dios, «cuya naturaleza es bondad» (San León). Deja que en esta última vigilia te rinda homenaje, Dios vivo y verdadero, que mañana serás mi juez, y que te dé la alabanza que más deseas, el nombre que prefieres: eres Padre.