martes, 28 de diciembre de 2021

Los Santos Inocentes

En el marco de la octava de Navidad la Iglesia celebra el martirio de los Santos Inocentes. Pedagogía extraña pero a la vez llena de sabiduría. 

El Niño Dios ha nacido para morir por los hombres. Y estos pequeños inocentes son asociados misteriosa y prematuramente a su pasión. 

"Dios es luz", dice san Juan. "La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron". Jesús debe huir a Egipto. Todavía no sabe hablar y ya sufre el acoso de los poderosos de este mundo. Él debía morir por nuestros pecados. Y si decimos que no es así, que no tenemos pecado, "lo hacemos pasar por mentiroso y su palabra no está en nosotros". 

Sin embargo, he aquí la grandeza, el privilegio difícil de asumir de estos niños que dieron su vida por Cristo, antes de que Él diera la suya por ellos. La antífona de entrada canta: "Los niños inocentes recibieron la muerte por Cristo".

Comentando este misterio, Charles Péguy hace hablar a Dios en estos términos: "Esos inocentes han pagado por mi hijo. Mientras ellos yacían en el suelo de las carreteras, en el suelo de las ciudades, en el suelo de las aldeas. En el polvo y en el barro, menos considerados que corderos y cabritos y cochinillos (...) Durante este tiempo mi hijo huía. Todo hay que decirlo. Es, por tanto, una especie de quid-pro-quo. Todo hay decirlo. Es un malentendido. Buscado, lo que es más grave. Todo hay que decirlo. Le cogieron a ellos por él. Le degollaron por él. En su lugar. En su puesto".

Y esta triste historia sigue repitiéndose. En esta misa pedimos por tantas víctimas inocentes, y por sus familias. Para que puedan entrar en el misterio consolador de Jesús, la víctima más inocente de todas, que asume en sí toda injusticia, todo sufrimiento y vejación, todo llanto de impotencia y todo clamor de justicia. Pedimos no ser indiferentes, no acostumbrarnos a los escandalosos abusos de todo tipo. Pero también pedimos anunciar y, más que anunciar, mostrar el rostro y las marcas gloriosas de Cristo, Señor de la Vida y Rey de la Paz, el que hace nuevas todas las cosas, el que nos lleva al seno del Padre, en quien no hay muerte, ni llanto, ni queja, ni dolor. 

¡Cuánta sangre inocente habla de Cristo y juega para Cristo sin saberlo! Hoy la reconocemos y la honramos y la unimos explícitamente al sacrificio que lleva a plenitud todo buen propósito.


lunes, 27 de diciembre de 2021

San Juan, el amado

La liturgia nos dice que Juan es el “discípulo amado”. No es que los otros no sean amados, sino que éste, Juan, lo es de manera especial, excepcional.

Juan es amado, pero además se deja amar. Ese es el secreto. Juan está como envuelto en el amor. Por eso corre más rápido que Pedro para llegar al sepulcro; por eso cree al ver las vendas y el sudario; por eso canta como nadie el misterio de la Encarnación en el himno cristiano más célebre de todos.

El amor que mueve el sol y las estrellas habita el corazón de Juan. Por eso pudo decir lo que ningún otro ser humano antes que él: “Dios es amor”. Frase sencilla pero revolucionaria. Tres palabras que, bien entendidas, lo cambian todo. Dios es amor. Cuántas veces se banaliza esta gran verdad, la más importante, la que todo hombre debería conocer.

Juan sabe que el amor es cosa seria porque estuvo al pie de la cruz. Y así, junto a María, contemplándolo expirar, testigo de la lanza y del costado abierto, del agua y de la sangre, verificó en directo lo que significa amar hasta el extremo. 

Juan, apóstol y evangelista, poeta de la Navidad y de la Pascua. Predicador indomable que junto a Pedro desafió las amenazas y las violencias de los poderosos de este mundo. “No podemos callar lo que hemos visto y oído”. Juan, poeta y más que poeta: testigo. Testigo de Jesús, que es amor, vida, comunión y alegría.

“Lo que era desde el principio, lo que hemos visto y oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de Vida es lo que les anunciamos. Porque la Vida se hizo visible y nosotros la vimos y somos testigos, y les anunciamos la Vida eterna que existía junto al Padre y se ha manifestado. Lo que hemos visto y oído se lo anunciamos también a ustedes, para que vivan en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Escribimos esto para que nuestra alegría sea completa” (1 Jn 1,1-4). 

miércoles, 17 de noviembre de 2021

2007 – 17 de noviembre – 2021

T.O. Miércoles XXXIII – Ciclo Impar
2 Macabeos  7,1. 20-31; Salmo 16, 1. 5-6. 8b. 15;  Lucas 19,11-28


En la primera lectura asistimos al testimonio de una familia entera que prefiere morir antes que desobedecer al Señor. Uno por uno, los siete hermanos pasan sin ceder a las presiones de los verdugos. No sólo deben resistir la amenaza sino también la seducción. De distintas maneras los poderosos de este mundo intentan convencer a la familia de que es bueno renegar de su identidad, que en última instancia reside en Dios.

Detrás de los siete hermanos, o quizás mejor, delante de los siete hermanos está la madre, esa mujer fuerte en la que ya se dibuja algo del misterio de la Virgen María. No le toca morir en carne propia sino algo peor: ver cómo mueren sus siete hijos. Todos podemos imaginar lo que significa semejante sacrificio. Lo admirable en este caso es que ella no quiere retenerlos para sí a toda costa, sino que los impulsa a la coherencia extrema. Prefiere perderlos por un tiempo para reencontrarlos en la eternidad. 

Pero en esa madre no sólo está esbozada María sino también Dios Padre, que entrega a su Hijo al mundo en un acto de amor inconmensurable, humanamente inentendible, una locura que en el fondo, como dice san Pablo, es más sabia que la sabiduría de este mundo.

En este día de mi aniversario le pido a Jesús que mi sacerdocio tenga la libertad de esos siete hermanos. Que sea el testimonio de un amor sin reservas, sin especulaciones mezquinas. Que refleje tanto la mansedumbre del Cordero como la firmeza del León. Que viva de la misericordia del Padre, que nos espera a todos en todo momento con los brazos abiertos. Que escuche a la Madre Iglesia, que en su experiencia bimilenaria no se deja engañar, sino que distingue con lucidez dónde está la verdad y dónde la mentira, dónde la vida y dónde la muerte, aunque eso contradiga los cánones del mundo.

Hoy mi sacerdocio cumple 14 años. El número invita a pensar en el apóstol Pablo, que a los 14 años de su conversión subió a Jerusalén para encontrarse con Pedro, Santiago y Juan (cf. Ga 2,1-10). El motivo de la visita era bien concreto: confrontar su predicación con la de las columnas de la Iglesia. Pablo necesitaba asegurarse de que no corría ni había corrido en vano. En el fondo tenía bien claro que el Evangelio es eclesial o no es. Y que donde no hay comunión, no está Jesús. También yo quiero confrontar mi sacerdocio con el de la Iglesia, que es el de Cristo mismo. Que ella lo juzgue, lo reprenda y lo confirme. Que ella me absuelva y me vuelva a enviar, como hace 14 años, alentándome a perseverar en la adversidad, como esa madre valerosa que supo infundir en sus hijos la esperanza que no defrauda. Una esperanza que se nutre de la eucaristía cotidiana, la Entrega que sostiene toda entrega. 

Mentiría si dijera con el salmista: “mis pasos nunca se apartaron de tus huellas”; pero aún así, confiado en la misericordia divina, hago mías estas otras palabras suyas: “yo, por tu justicia, contemplaré tu rostro (Señor), y al despertar, me saciaré de tu presencia”.


viernes, 17 de septiembre de 2021

El paso de Adrienne

Un 17 de septiembre como hoy moría Adrienne von Speyr. Precisamente en la fiesta de otra mística y médica: santa Hildegarda de Bingen. 

Vaya un párrafo que cuenta cómo se destrabó el nudo que le permitió abrirse a una catarata inmensa de gracias, empezando por el ingreso a la plena comunión católica. Escuchemos el hecho según lo narra el otro gran protagonista de esta historia: Hans Urs von Balthasar. 

“Corría el otoño de 1940. Yo había llegado a Basilea al inicio del año para el cuidado pastoral de los estudiantes. Después de que ella regresara del hospital tras una fuerte crisis cardíaca, hablamos en la terraza de su casa sobre el Rin—un amigo común había hecho de intermediario—sobre los poetas católicos Claudel y Péguy que yo estaba traduciendo. Adrienne, armándose de valor, me dijo que quería ser católica. Pocos minutos después, tocamos el tema de su oración. Le expliqué que con el «hágase tu voluntad» no ofrecemos a Dios nuestro propio cumplimiento, sino que le mostramos nuestra disponibilidad para ser asumidos por su cumplimiento y ser llevados dónde quiera que sea. Esto fue como si hubiese presionado sin darme cuenta un botón eléctrico que de un golpe encendiese todas las luces de la sala. De golpe Adrienne se había liberado de todo lo que la paralizaba, su oración comenzó a arrastrarla como olas largo tiempo retenidas”.

martes, 14 de septiembre de 2021

Exaltación de la Santa Cruz 2021

Esta Fiesta de la Exaltación de la Cruz centra su mirada en la pascua de Cristo, pero como quien entra desde el madero. Sí: empezamos contemplando un pedazo de madera, un leño, el tronco de un árbol. La fe cristiana es una fe sumamente concreta, donde lo sensible cuenta tanto como lo espiritual. Fe encarnada, arraigada, que vive de una memoria agradecida que es al mismo tiempo pasado, presente y futuro. Miramos la cruz como se mira la espada del general que liberó la ciudad o el bisturí del cirujano que nos salvó la vida. Es así: en la cruz, gracias a la fe, podemos leer el amor de Dios que habla más fuerte que el odio de los hombres.

La primera lectura nos lleva nuevamente al desierto. Y como ya se dijo, el desierto es el lugar de la prueba, ese lugar donde uno experimenta su límite aunque también la misericordia de Dios. Israel cae en la impaciencia, que es otra forma de decir angustia. Se angustia por la falta de confianza, que a su vez deriva en falta de horizonte, o sea falta de sentido. La queja engendra la muerte, pero Dios se compadece y ofrece un camino de salvación. Es un camino insólito, aparentemente absurdo. El episodio de la serpiente de bronce nos dice que Dios vence a la muerte con la muerte misma. Le gana en su propio terreno. Y este es el misterio de la Cruz que hoy exaltamos. Jesús vence al pecado haciéndose él mismo pecado (como dice san Pablo). La bendición nos llega por medio de la maldición. Esta es la sabiduría loca de Dios. Como dice el pregón pascual: “¡Qué admirable es tu bondad con nosotros! ¡Qué inestimable la predilección de tu amor: para rescatar al esclavo entregaste a tu propio Hijo!”.

El Padre entrega al Hijo; pero el Hijo no es forzado sino que es -desde toda la eternidad- una misma cosa, un mismo amor, una misma voluntad con el Padre y el Espíritu. Jesús dice que será “elevado” como la serpiente de bronce en el desierto. Elevado tanto para la burla como para la admiración. Elevado para caída de unos y elevación de otros. Eso mismo había anunciado el anciano Simeón. Jesús es elevado: su rostro no pasa desapercibido. Y cada uno elige qué hacer. Podemos apartar la mirada ante ese desgraciado que ya ni figura humana tiene, como dice Isaías, o podemos contemplar en su rostro el amor infinito de la Trinidad, el amor que hace nuevas todas las cosas… empezando por el propio corazón.

Danos, Señor, la fe para mirarte en la Cruz, para reconocerte como Salvador que engendra la vida verdadera en las entrañas mismas de la muerte. Atráenos desde lo alto del madero. Levántanos, como a la novia del Cantar, para que nuestra vida toda sea testimonio de resurrección.

miércoles, 4 de agosto de 2021

El sacerdote es una migaja

Con motivo del Evangelio del día (Mt 15,21-28) en la memoria del Santo cura de Ars.

El sacerdote es una migaja. Es pan. Es Cristo. Pero fragmentado, pequeño, elemental, imperfecto.

La migaja alimenta, pero no satisface. Deja sabor a poco. Deja ganas de más. 

Y así, en su pobreza, el sacerdote remite a Cristo, Pan de Vida, el único que sacia. 

Diríamos más. Cuanto más santo sea un sacerdote, más hambre de Dios despertará. 

El sacerdote es una migaja. Una migaja no se desprecia. Tampoco se absolutiza.

Somos en y desde Cristo Sacerdote. Somos migajas del único Pan.

sábado, 22 de mayo de 2021

Del cementerio a la sala de parto

Vigilia de Pentecostés 2021

El profeta Ezequiel asiste a una visión desoladora. En general nos defendemos de las imágenes tristes, pero es importante no cerrar los ojos a eso que Dios nos quiere mostrar. De repente, Ezequiel se encuentra en un valle. La depresión geográfica habla de una caída espiritual. Más aún, el valle es como un cajón, por eso tiene algo de encierro. ¡Qué actual resulta la imagen en este tiempo de un confinamiento que se prolonga hasta el hartazgo!

Para colmo, el valle está repleto de huesos secos. Es un valle de muerte, de no-vida. Y nosotros sabemos que la razón última de la muerte es el pecado. De la mano de Ezequiel Dios nos invita a recorrer el cementerio de nuestro corazón, el de nuestra familia, el de nuestra patria, el de nuestra Iglesia. ¿Qué nombre tienen esos huesos secos, que alguna vez estuvieron llenos de vida? Entre muchas alternativas, hoy quiero llamar la atención sobre tres ámbitos de muerte que nos afectan mucho: la división, la mentira y la falta de horizonte eterno. Los invito a rezar en estos días, examinándonos, para ser testigos y artífices de la reconciliación, de la sinceridad y de la esperanza verdadera.



Lo mismo que Ezequiel, ninguno de nosotros puede por sí mismo hacer que el paisaje de muerte se transforme en un paisaje de vida. Pero Dios puede y quiere hacer el milagro. Sólo hay que invocar al Espíritu Santo. En esta tarde-noche imploramos ese don, como lo hicieron en su momento María y los apóstoles. Es más, lo hacemos con ellos, porque sabemos que en la comunión de los santos ellos nos acompañan. Sí, ellos se unen a nuestra plegaria e interceden por nosotros ante el Padre por Cristo, el único Mediador, el Dador del Espíritu de Vida.

Necesitamos que el Espíritu venga para ser salvados. Está visto que solos no podemos. Necesitamos ser rescatados del enfrentamiento permanente, del uso irresponsable de la palabra y de la desesperación ante la certeza de que un día moriremos. Sí, vamos a morir. Puede que eso naturalmente nos de miedo –como le pasó a Jesús en el huerto–, pero sabemos que en Cristo y su Santo Espíritu la muerte ya no es muerte, sino un paso a la vida verdadera. En esta Misa de Vigilia le pedimos al Espíritu que nos confirme en la certeza de la Vida Verdadera, la Vida que no se apaga, la que no cede jamás, la Vida eterna que ya corre por nuestras venas desde el día de nuestro bautismo.

Si en la primera lectura Ezequiel nos invitaba a caminar por un cementerio, en la segunda lectura san Pablo nos lleva a una sala de parto. Efectivamente, la pascua es un parto, un nacimiento. Y el Espíritu Santo es el Obstetra divino. Él es el gran Consolador, el que nos asiste haciendo que surja en nosotros el hombre nuevo, modelado a imagen de Jesús, tal como el Padre eterno nos soñó. El Espíritu Santo interpreta nuestros deseos, incluso aquellos que no logramos articular. En Él queremos descansar. Con Él queremos vencer nuestra ansiedad. Te pedimos, Espíritu de Dios, que completes en nosotros la obra que ya comenzaste, la obra de la regeneración, esa obra que tanto anhelamos pero para la cual no tenemos fuerzas. 

El Evangelio, finalmente, nos regala la imagen de la fuente. Cristo mismo es la fuente del Espíritu. Nos acercamos a Él para beber, de su costado traspasado, esa vida en abundancia que es el mismo Espíritu Santo. Y lo asombroso es que todo el que bebe del Espíritu se convierte a su vez en manantial de vida para los demás. Esta tarde la hermana Leticia nos invitaba a preguntarnos en qué medida fuimos consolados y en qué medida pudimos consolar. Un signo inequívoco de aquel varón o mujer tocado por el misterio de Jesús, tocado por la gracia del Espíritu, es que puede consolar, puede ser fuente de luz, de reconciliación, verdad y eternidad para aquellos que lo rodean. Estas son las gracias que le pedimos al Espíritu Santo, en comunión con la Iglesia, de la mano de María y en presencia de la Trinidad.

sábado, 3 de abril de 2021

Meditación sobre el Sábado Santo

Los evangelios no dicen nada del tiempo que media entre el entierro y la resurrección. Como dice un gran teólogo del siglo XX: “Les estamos agradecidos por ello. Ese silencio es propio del estar muerto; no sólo en lo tocante a la tristeza de los que quedan atrás sino aún más en lo relativo al saber sobre la permanencia y el estado del muerto” (1). Efectivamente, una cosa es morir y otra es estar muerto.

El sábado celebramos, aunque el verbo escandalice a los que no tienen fe, el hecho de que Jesús esté muerto. Esto nos habla, ante todo, de su humanidad verdadera. El realismo de la encarnación no podía pasar por alto una instancia tan propia del ser humano. En Jesús Dios se hace solidario no sólo de los vivos sino también de los muertos. El sábado es el día en que Jesús consuma su descenso llevándolo a límites nunca imaginados. Y eso que hasta entonces no había hecho más que descender: gestándose en María, naciendo en el pesebre, huyendo al desierto, obedeciendo a sus padres, trabajando en el taller, soportando la hostilidad de los poderosos, el abandono de sus amigos, la condena de los corruptos, la burla de los soldados y la muerte en la cruz. Toda su vida fue un descender por amor. Pero en el descenso ya estaba dándose el ascenso.


Jesús entra en comunión con los muertos. Se trata de una paradoja inaudita, porque la muerte es por definición soledad, incomunicación. La Vida ingresa muerta en la muerte, en el reino de la muerte, en el ámbito de la no-vida. Pero cabe preguntar si corresponde hablar de un descenso, de una actividad. Estar muerto significa no disponer de sí mismo. Cristo no tiene necesidad de “ir” al abismo, porque estar muerto es ya estar en el abismo.

“Cristo murió una vez por nuestros pecados –siendo justo, padeció por los injustos– para llevarnos a Dios. Entregado a la muerte en su carne, fue vivificado en el Espíritu. Y entonces fue a hacer su anuncio a los espíritus que estaban prisioneros, a los que se resistieron a creer cuando Dios esperaba pacientemente, en los días en que Noé construía el arca” (1 Pe 3,18-20; cf. 4,6).

Estamos ante uno de los textos más enigmáticos del Nuevo Testamento (2). La predicación de la que habla san Pedro sería el efecto que tiene en el más allá lo realizado históricamente, la redención, la cual queda fundamentalmente terminada en la Cruz: Todo está terminado – Consummatum est!  (recuérdese que en san Juan, la Cruz ya es la gloria de la vida nueva: entregó el Espíritu) (3).  

La predicación primitiva insiste en que Jesús resucitó “de entre los muertos” (4). En este día santo nos interesa dirigir la mirada y el corazón a esa morada de los muertos denominada en el Credo como “los infiernos”. Jesús mismo había aludido a esta hora estableciendo un paralelo con el profeta Jonás: 

“Porque así como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del pez, así estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra tres días y tres noches” (Mt 12,40).

 “Jonás oró al Señor, su Dios, desde el vientre del pez, “diciendo: «Desde mi angustia invoqué al Señor, y él me respondió; desde el seno del Abismo (sheol), pedí auxilio, y tú escuchaste mi voz»” (Jon 2,2-3) (5)


La estadía de Jesús en el sepulcro es de gran importancia. Su ingreso en la morada de los muertos representa el ingreso en lo más íntimo del territorio enemigo. Era necesario que Jesús llegara a lo más hondo del abismo, a lo más oscuro de la desgracia, a fin de sanarlo todo desde la raíz. La autoridad de Cristo, tantas veces comentada con motivo de su predicación y sus milagros, debía acreditarse ante el más poderoso de los adversarios. La nueva creación exigía que el exorcismo fuera total. Había que mostrar la absoluta superioridad de la luz sobre las tinieblas. Y qué mejor que hacerlo en su propia guarida. 

El cuerpo de Cristo yace inmóvil en la tumba, oculto a los ojos de este mundo. Propiamente no es cuerpo sino cadáver. Pero la misión no sólo sigue su curso sino que gana intensidad. Cristo es el cebo. Es la carnada. La argucia de Dios consistió en entrar en el mundo sin alarde, desapercibido, como uno de tantos: nació, creció, caminó, se cansó y hasta murió sin privilegios. Como el antiguo caballo de Troya fue penetrando cada vez más la dura corteza del pecado, y así fue como el sábado Cristo se encontró en la sala de máquinas del Gran Dragón. Tamaña audacia sólo la explica el amor. 

La gracia del sábado santo no significa que la ofrenda de la cruz fuera insuficiente, sino que era necesario que Cristo hiciera llegar su sí incondicional al Padre al estado de muerte. Esto puede ser comprendido mediante una antigua máxima teológica: lo que no es asumido, no es redimido. 

En este día hacemos silencio con Cristo. La Palabra de Dios ya no habla porque la hemos hecho callar a la fuerza. Es un día para meditar qué sería de nosotros sin Dios, tanto sobre la tierra como debajo de ella. Es un día de espera. Un día para entender que no todo depende de nosotros. El sábado es el día del misterio contenido. Es la hora difícil en que nos informan que oficialmente el caso está cerrado, la hora en que técnicamente no queda nada por hacer, y, sin embargo, también es la hora en que seguimos confiando, no que todo saldrá como lo habíamos planeado, sino que Jesús es el Señor, que Él no defrauda, que Él tiene la última palabra. 

Contemplemos el sepulcro, esa roca grande que sella la entrada. Hagamos memoria de nuestros seres queridos que murieron. Gracias a Cristo en su muerte no hubo extrema soledad sino la mirada de un Hermano. También nosotros pedimos encontrar esos ojos al dejar este mundo. Y que por esos ojos seamos conducidos a la gloria eterna.

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(1) H.U. von Balthasar, Teología de los tres días. El Misterio Pascual, Madrid, Encuentro, 2000, 129.

(2) Esto lo dice Luis Alonso Schökel, BP III, 598.

(3) Cf. von Balthasar, Teología de los tres días, 131; 137.

(4) Cerca de 50 veces en el NT.

(5) Lo mismo que en Jonás 2,3-4, también san Pablo identifica el mar (tehom) con la morada de los muertos (sheol), bajo la idea común de “abismo” (cf. Rm 10,7ss; Dt 30,12; Sal 107,26). Esa identificación, dice Balthasar, es propia de la mentalidad simbólica de la Biblia. Lo mismo vale para Cristo cordero pascual y carnero expiatorio (cf. además la nota 26 en Ibíd., 157).


San Efrén, Sermón sobre nuestro Señor

    "La muerte sometió al Señor a través del cuerpo humano que él tenía; pero él, valiéndose de esta misma arma, venció a su vez a la muerte. La divinidad, oculta tras el velo de la humanidad. pudo acercarse a la muerte, la cual, al matar, fue muerta ella misma. La muerte destruyó la vida natural, pero fue luego destruida, a su vez, por la vida sobrenatural.

    Como la muerte no podía devorar al Señor si éste no hubiese tenido un cuerpo, ni la región de los muertos hubiese podido tragarlo si no hubiese tenido carne humana, por eso vino al seno de la Virgen, para tomar ahí el vehículo que había de transportarlo a la región de los muertos. Allí penetró con el cuerpo que había asumido, arrebató sus riquezas y se apoderó de sus tesoros.

(...)
    Floreció luego María, nueva viña en sustitución de la antigua, y en ella habitó Cristo, la nueva vida, para que al acercarse confiadamente la muerte, en su continua costumbre de devorar, encontrara escondida allí, en un fruto mortal, a la vida, destructora de la muerte. Y la muerte, habiendo engullido dicho fruto sin ningún temor, liberó a la vida, y a muchos juntamente con ella.

    El eximio hijo del carpintero, al levantar su cruz sobre las moradas de la muerte, que todo lo engullían, trasladó al género humano a la mansión de la vida. Y la humanidad entera, que a causa del árbol había sido precipitada en el abismo inferior, alcanzó la mansión de la vida por otro árbol, el de la cruz. Y, así, en el mismo árbol que contenía el fruto amargo fue aplicado un injerto dulce, para que reconozcamos el poder de aquel a quien ninguna creatura puede resistir. 

    A ti sea la gloria, que colocaste tu cruz como un puente sobre la muerte, para que, a través de él, pasasen las almas desde la región de los muertos a la región de la vida".
 

                                                * * *

Para profundizar, transcribimos el comentario de L. Alonso Schökel a 1 Pe 3,19-20.

“Lo enigmático se alberga en los vv. 19-20, a saber, la predicación de Jesús a los «espíritus encarcelados» de unos antepasados. El enigma no ha sido resuelto hasta ahora, antes bien ha provocado múltiples explicaciones conjeturales. Entre todas, propongo una lectura basada en la mentalidad del AT sobre la existencia de ultratumba. El hombre, cuando muere, «baja» por el sepulcro al Sheol, mundo subterráneo y tenebroso de los muertos, que poseen una existencia umbrátil (como las ánimas de nuestro folclore). Cfr. Is 14; Ez 32; etc. (No tiene sentido en el AT decir que el cuerpo inerte queda en el sepulcro y el alma separada «baja al infierno»). En ese mundo de los muertos se encuentran, como grupo representativo, hombres coetáneos de Noé, a quienes el patriarca anunciaba el diluvio y no le hicieron caso. Por no hacer caso murieron (cfr. Ez 33), mientras que la familia de Noé, por creer a Dios, se salvó. Jesucristo, compartiendo la suerte de todos los hombres, baja al mundo de los muertos, no para quedarse, sino para «proclamar» la liberación (cfr. Is 61,1). Ahora bien, la salvación en el arca, atravesando las aguas, es tipo o imagen de la realidad correspondiente (antitipo), que es la inmersión bautismal en el agua. No es mero baño físico, sino transformación de la conciencia orientada a Dios (Biblia del Peregrino. Edición de estudio, tomo III).


viernes, 2 de abril de 2021

No se cruzó de brazos

En esta tarde de silencio les ofrezco una meditación algo densa. Porque denso es lo que celebramos. Contemplamos la muerte de Jesús, el Hijo de Dios hecho carne en María. Queremos estar delante del Crucificado para escuchar la Buena Noticia.

Sólo el Espíritu Santo nos abre el misterio de Jesús. Sólo Él nos permite entrar en un abismo de sabiduría y amor tan grande. Sin el Espíritu Santo nuestras pobres inteligencias y nuestros pobres corazones quedan como escandalizados, más cerca del rechazo que de la adoración. Por eso con toda humildad y confianza pedimos: ¡Ven Espíritu Santo y envía desde el cielo un rayo de tu luz! 

En cierto sentido somos como los soldados que abordaron a Jesús en el huerto. Nos acercamos a Él, pero torpemente, a la defensiva. También nosotros tenemos nuestros faroles, antorchas y armas. ¡Cuánta falsa seguridad! ¡Cuántos recaudos para ir al encuentro del más inocente de todos los hombres! ¿Por qué tanto miedo? Porque somos Adán y Eva ocultos en el jardín con la conciencia manchada. Somos la oveja perdida en el monte, angustiada, incapaz de volver a los brazos de su Pastor. 

Jesús conoce nuestros pensamientos, nuestras dudas. Por eso toma la iniciativa y pregunta: ¿A quién buscan? Él no se esconde sino que dice “presente” bien claro, para que todos lo oigan, para que todos sepan quién es. Soy Yo. No busquen más. Todos lo pueden escuchar. Todos los que quieren. Jesús se ofrece. Se entrega. Éste es el misterio del viernes santo, el misterio de toda su vida. Por eso en pleno juicio le dice a Pilato: Para esto he nacido, para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad.  ¿Qué es la verdad? La verdad es el amor del Padre al Hijo en el Espíritu. Un amor que siendo perfecto en la Trinidad eligió crearnos libremente, gratuitamente, porque sí nomás (aunque no nos entre en la cabeza). Para que pudiéramos gozar de su gozo. La verdad es el amor que viéndonos heridos de muerte no nos abandonó sino que salió a buscarnos, el amor que no se cruzó de brazos sino que los abrió de par en par. Sí, los extendió en la cruz para abrazarnos a todos.

Por eso dondequiera que estés, cerca o lejos de casa, más allá de lo que hayas hecho o dejado de hacer, no olvides que Jesús te mira desde la cruz. Y te espera. Te mira sin reproches. Y te pide que lo mires. Que no evites sus ojos. Entonces sabrás, como supo san Pablo, que nada podrá separarte jamás del amor de Cristo: ni la vida ni la muerte, ni lo presente ni lo futuro, ni las angustias ni las persecuciones, ni el hambre ni la desnudez. Jesús está siempre de tu lado, aunque caigas bien bajo. Porque en la cruz conoció todos los abismos.


“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga vida eterna”.  La cruz es ante todo un misterio de amor. El sufrimiento está, es grande y nos conmueve. Pero mucho más nos conmueve la misericordia divina, la ternura infinita, la voluntad loca de salvarnos a nosotros, hijos inmaduros, insolentes, desagradecidos, confundidos por la soberbia. Jesús subió al madero por cada uno de nosotros. Como dice san Pablo: “me amó y se entregó por mí”.  Se entregó. Podría haberse escapado, podría haberse defendido con sus ángeles, pero no. Había nacido precisamente para esto. Para dar testimonio de la confianza incondicional en el Padre. Y de lo que significa amar hasta el extremo. Pero eso no es todo. Porque en la cruz Jesús no sólo enseña sino que además cura. Él no es únicamente el maestro, el modelo a imitar, sino que es el médico, el Salvador. 

Claro que siempre habrá gente que se ría de esto, repitiendo las palabras gastadas: “Sálvate a ti mismo y baja de la cruz”.  Lo que estas personas no entienden, o no creen, es que Jesús salva precisamente permaneciendo ahí, confiando, haciendo posible que la naturaleza humana triunfe sobre la sospecha y el egoísmo. Era necesario que uno de nuestra raza reparara desde dentro la falta de nuestros primeros padres. Hacía falta revertir la historia de pecado por medio de una obediencia perfecta, de un abandono sin reservas a la voluntad del Padre. “En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”. Jesús abre un camino de libertad para amar generosamente, sin miedos, como los niños. La salvación es entrar por la fe en el sí de Cristo al Padre. Y dejarse ganar por la inocencia bendita del Hijo, hasta sentir, como san Pablo: “ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí”.   

La cruz es un misterio de comunión. Jesús ocupa nuestro lugar, carga con nuestras culpas. Todo queda resumido en la preposición “por”: una palabra diminuta que expresa un inmenso misterio. El cuerpo es entregado y la sangre es derramada por nosotros, por el perdón de nuestros pecados, por nuestra salvación. El justo se ofrece por los pecadores. El inocente por los culpables. Jesús es el servidor manso que había anunciado el profeta Isaías: Él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias. Fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. Y por sus heridas fuimos sanados.

Jesús concreta en la cruz lo que había celebrado ritualmente en la última cena. También nosotros tenemos la misión, la responsabilidad de traducir en hechos las misas que celebramos. Cuando Jesús dice “hagan esto en memoria mía” nos está invitando a seguir sus pasos, que es vivir para los demás, desde el servicio, en donación permanente, ofreciéndonos nosotros mismos como víctima viva, santa, agradable al Padre. 

El misterio de la cruz nos muestra que la fuerza de Dios no responde a los criterios del mundo. En su momento la cruz fue un hecho marginal, absolutamente insignificante en términos políticos. Y sin embargo, esa crucifixión fue la salvación del mundo. Tengámoslo presente. En la noche más oscura se gestó el día más luminoso. La hora más triste fue la hora más gloriosa. Que Dios nos regale los ojos de la fe para reconocer con esperanza que, en Jesús, la muerte –cualquier forma de muerte– no es pérdida sino ganancia. Porque Él hace nuevas todas las cosas. 

Jesús no muere como un desesperado, sino rezando. Y ahí está el secreto de la pascua. Su muerte no cae en saco roto sino en las manos del Padre que hace germinar nuestras entregas al ciento por uno. Eso explica la fecundidad de la pascua. San Juan dice que habiendo muerto Jesús, “uno de los soldados le atravesó el costado con su lanza, y en seguida brotó sangre y agua”.  Sólo Dios podía imaginar una escena tan elocuente. En Jesús, la vida surge de las entrañas mismas de la muerte. Y es así. Todos nosotros, cristianos, vivimos de la muerte de Jesús; vivimos del Espíritu que entregó con su último suspiro; vivimos del agua del bautismo y de la sangre de la eucaristía; vivimos de su expiación. Efectivamente, por sus heridas fuimos sanados.


Viernes santo 2021


martes, 23 de febrero de 2021

Martes I de Cuaresma (2021)

Is 55,10-11; Sal 33,4-7.16-19; Mt 6,7-15

Todavía en los comienzos de nuestro camino cuaresmal, la liturgia nos regala un oráculo consolador. La Palabra de Dios no es estéril, no desciende en vano sino que cumple su cometido. Jesús tiene una misión y la realiza, aunque eso signifique desprecio, traición y muerte. Y así como la lluvia no vuelve al cielo sin haber fecundado la tierra, sin haberla empapado, agraciado y transformado; del mismo modo, Jesús no vuelve al Padre sin haber reunido antes al rebaño disperso, sin haber sanado a los enfermos y perdonado a los pecadores.

Pero ya no es agua sino sangre la que cae sobre la tierra, y ya no son espigas las que surgen sino hijos de Dios.

Necesitamos escuchar esta Buena Noticia de Isaías porque a menudo nos cansamos y hasta nos aburrimos de nuestras torpezas recurrentes, de nuestras miserias insulsas. Jesús puede más que nuestro pecado. Nada es más grande que su misericordia. Él puede y quiere hacer de nuestros corazones de piedra, corazones de carne, sagrarios nuevos circuncidados por el Espíritu.


Transitar la cuaresma es revivir la experiencia del salmista: "Este pobre hombre invocó al Señor. Él lo escuchó y lo salvó de su angustia". La penitencia es dejar obrar al Espíritu, dejarse mirar por el Padre y dejarse alzar por el Hijo. El mundo necesita testigos de la Pascua, gente sencilla que sepa cantar la transformación propia del amor de Dios. "Glorifiquen conmigo al Señor... Busqué al Señor: Él me respondió y me libró de todos mis temores".

En resumen: se trata de confiar en Dios, no en nuestras capacidades (por muy valiosas que sean). Y eso vale también para la oración. No sabemos pedir lo que conviene. O lo pedimos mal. Estar lejos de casa, perdidos en la noche, desnuda nuestra inseguridad, nuestra ansiedad. Y entonces puede parecernos que hablar más es comunicarse mejor. Pero a menudo es lo contrario.

Rezar no es hablar mucho ni pensar mucho sino entrar en la oración de Jesús. Y permanecer allí. Dejarse rezar, ésa es la tarea, la ascesis fundamental. "Padre... Padre nuestro". Cuanto más complicado se vuelve el mundo, tanto más hay que volver a la sencillez del Evangelio, que es la sencillez del Padrenuestro. Hijos y hermanos en Cristo: ésa es la identidad última, la meta de nuestro peregrinar, el misterio de la fe.

Abadía de S.E.


jueves, 28 de enero de 2021

No escondamos la luz

"¿Acaso se enciende una lámpara para ponerla debajo de un cajón o debajo de la cama? ¿No es más bien para colocarla sobre el candelero?" (Mc 4,21). Jesús habla ante todo de sí mismo: su misión es dar a conocer la Buena Noticia del Padre. Pero también habla de nosotros, su Iglesia. 

El retroceso cristiano es evidente pero en general no queremos asumir que eso se debe en parte a nuestro silencio. ¿Será un mecanismo de negación? Muchas veces enterramos el talento confiado. Escondemos la luz de Jesús, sobre todo esas dimensiones del Evangelio que suponen conversión. Nos gusta hablar de la misericordia de Jesús, y está muy bien que así sea, pero evitamos hablar del culto o la moral. 

Este silencio nuestro revela que no acabamos de creer que Jesús es Buena Noticia. Tampoco creemos en el poder que tiene la Palabra de despertar la conciencia. San Pablo lo dijo hace ya mucho tiempo: "¿Cómo creer sin haber oído hablar de Él? ¿Y cómo oír hablar de Él si nadie lo predica?" (Rm 10,14). ¿Hemos hablado con inteligencia y pasión del Evangelio de la vida? ¿Y de la eucaristía dominical? ¿Y de la castidad? ¿Y de la reconciliación sacramental? ¿Hemos hablado del misterio de la alianza, de la familia como Iglesia doméstica? ¿Hemos hablado de la dignidad del trabajo? ¿Y del valor de la palabra empeñada? Si algo dijimos, no lo dijimos suficientemente. Y creo que todos podemos estar de acuerdo en esto. No se trata de menoscabar el amor al prójimo o el compromiso social  sino de integrarlos, ofreciendo el Evangelio sin recortes, tal como Cristo nos lo entregó. 


Cualquiera que lea los evangelios se dará cuenta de la centralidad que el anuncio tiene en el ministerio público de Jesús. Por eso es inexplicable que la Iglesia no asuma con decisión esa misma tarea. Que el término "doctrina" haya caído en desgracia es lo de menos. Por mí que se lo llame como se quiera: doctrina, prédica, enseñanza, catequesis, verdad, anuncio, Buena Noticia... Lo importante es que la luz no quede oculta. Si el sembrador no siembra es imposible que la semilla germine (cf. Mc 4,1 ss). 

Termino con un par de reflexiones del viejo Orígenes (186-263). Ojalá nos den ánimo para no callarnos nada. "De manera que a menudo realizada la exhortación, también se realiza la superación: muchas veces los más descontrolados se vuelven mejores que esos que, por naturaleza, no parecían ser como ellos; y los más salvajes llegan a ser tan mansos que los que nunca fueron salvajes parecen salvajes en comparación con ellos" (Sobre los principios III,1,5).* "Las escuelas filosóficas y la palabra divina están llenas de historias de quienes cambiaron tan radicalmente que vinieron a ser modelos de la vida mejor" (Contra Celso III,66). 


* Versión latina de Rufino: "Quomodo enim videmus in quam plurimos, qui cum incontinenter prius intemperateque vixissent, ac luxuriae fuissent libidinisque captivi, si forte verbo doctrinae atque eruditionis in melius provocati sunt, tantam exstitisse commutationem, ut ex luxuriosis ac turpibus sobrii et castissimi ex ferocibus et inmanibus mitissimi ac mansuetissimi redderentur".