viernes, 25 de diciembre de 2020

Navidad 2020

“El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz” (Is 9,2). La Navidad es un giro en la historia, un resplandor que nos deja verlo todo de un modo nuevo. Uno puede cerrar los ojos, pero Jesús es y siempre será la luz del mundo. 

La Navidad es Cercanía. Dios se acerca hasta el extremo de hacerse hombre. Salva la distancia infinita con un amor infinito. Se abaja para alzarnos. Como Buen Pastor sale en busca de la oveja perdida asumiendo los costos de enfrentar a los lobos. Como Buen Samaritano cambia de planes para socorrernos a nosotros, heridos al costado del camino. Jesús nos unge y nos venda y nos lleva a la Posada que es la Iglesia, donde el Espíritu cuida de nosotros. La Navidad es salir de uno mismo en busca del otro, haciéndonos prójimos de todos, especialmente de los que menos cuentan a los ojos del mundo. 

La Navidad es Presencia. Dios está con nosotros, Jesús es el Emanuel. Dios no se muda, decía santa Teresa. El desafío es no olvidarlo. La Encarnación es cosa seria, es un compromiso irrevocable con nuestra carne, con nuestra historia, con nuestra tierra. Y nosotros, ¿dónde estamos? ¿con quién estamos? ¿cómo estamos? Jesús no se asusta nunca sino que permanece siempre a nuestro lado, todos los días hasta el fin del mundo. Y eso constituye todo un signo para nuestra cultura de la evasión.

La Navidad es Ternura. Jesús es tierno, suave, vulnerable. Es un mofletudo simpático, literalmente adorable. Y es Dios. Así es Dios. El Todopoderoso elige no apabullarnos sino desarmarnos de otra manera, mediante el cariño. La Navidad es la fiesta del deshielo, la fiesta en que redescubrimos que nuestro corazón fue hecho para amar y dejarse amar. No tengamos miedo del amor de Dios. 

“No había lugar para ellos en el albergue” (Lc 2,7). Jesús nace para todos. Es una alegría no sólo mía, ni tuya sino de todos. Pero no todos lo saben. Por eso no le hacen lugar. Él no necesita mucho espacio sino lo mínimo indispensable. Cinco panes y dos peces. Un poco de levadura en la masa. Un grano de mostaza en tierra buena. Tan solo una rendija que deje entrar Su luz. También hoy la Navidad es un acontecimiento marginal, desapercibido o, quizás peor, deliberadamente ignorado. También nosotros cerramos las puertas con mil excusas sin darnos cuenta de que Jesús “no quita nada y lo da todo” (Benedicto XVI). 

“Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre” (Lc 2,7). Cuánto dice esta imagen de una madre que abraza y protege, que se hace cargo de la vida que llega indefensa pero promisoria. Que María nos enseñe a recibir a Jesús, resguardándolo del frío de nuestra indiferencia. Sí, que el Padre nos conceda hacernos cargo de esta Buena Noticia, del don inmenso e inmerecido del bautismo, de esta fe sencilla pero luminosa que nos llena el alma de esperanza y gratitud.  

“Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado” (Is 9,6). No es un niño cualquiera. Es el Hijo de Dios, el Salvador. ¿De qué nos tiene que salvar? Cada uno sabrá. No deshonremos al Médico que viajó tanto para curarnos. Hagamos silencio, mostrémosle nuestras heridas y entonces sí celebremos abiertamente, sin vergüenza, la vida nueva, la vida santa, la vida indestructible de los hijos de Dios.

lunes, 14 de diciembre de 2020

Ser o no ser

 Hace tiempo que vengo preguntando, sin mucho eco, hasta dónde se estira la identidad católica.

¿Puede uno ser católico y a la vez sostener que el aborto no es un pecado? No es una cuestión de laboratorio sino una situación seria que se repite en muchos lugares. El presidente electo de los Estados Unidos, por ejemplo, dice ser católico pero no tiene reparos en promover el aborto planificado. Lo mismo ocurrió aquí en Argentina durante el debate de 2018 y vuelve ahora en 2020. Representantes de distintos partidos políticos votan por el aborto sin por ello sentir que su cristianismo tambalea. Sin embargo, el Presidente Alberto Fernández ha ido más lejos que ningún otro: 

 "Yo hice campaña con esta idea [del aborto]... y si bien yo soy católico, y muchos católicos piensan que el aborto es un pecado (...) aun así quiero confesar que soy un católico que cree que el aborto no es un pecado. Porque también en la historia del derecho canónico no siempre han tenido la misma mirada. Usted encuentra textos de san Agustín y santo Tomás donde ellos aceptan el aborto, en lo que ellos llaman antes de que el alma ingrese al cuerpo del feto. Claro. ¿Y cómo dirimían eso? Entre los 90 y 120 días (...) Los Padres de la Iglesia san Agustín y santo Tomás decían que, mientras que el alma no entrara al cuerpo, el aborto era posible (...) Pero marco esto para tratar de demostrar que ni siquiera en la Iglesia hubo una mirada unánime sobre esto en sus orígenes" (Entrevista en Minuto Uno por C5N del 10 de diciembre de 2020).

No transcribo las disquisiciones filosóficas-embriológicas del Presidente. Basta constatar con estupor la seguridad con la que expresa groseras falsedades teológicas. En realidad las falsedades no son sólo teológicas sino además históricas, porque existe una disciplina llamada historia del pensamiento. Y nadie con un mínimo de rigor intelectual puede decir que santo Tomás o san Agustín "aceptaban el aborto". 

Fernández se alza como maestro de doctrina católica ilustrando a la Iglesia que, según parece, no sabe lo que sus doctores realmente han enseñando. Y eso salpicando frases como "muchos católicos piensan que el aborto es pecado", o "soy un católico que cree que el aborto no es un pecado".

¿Puede uno ser católico y sostener a la vez que el adulterio no es un pecado? ¿O la mentira? ¿Puede uno sostenerlo obstinadamente, públicamente? La doctrina y la moral, ¿son dos ámbitos separados? No se habla aquí del pecado cometido a causa de la propia debilidad. Todos somos pecadores. Se habla de la justificación del pecado, de su defensa.

Navegando por la web descubro que Fernández ya se había expresado antes de esta manera. Y el que quiera podrá encontrar fácilmente respuestas sólidas a semejante macaneo. Pero la cuestión sigue en pie: ¿existe algo así como una identidad católica? ¿En qué momento se deja de ser católico? Es verdad que en determinadas épocas se abusó de la autoridad magisterial, pero en este terreno no sólo se puede pecar por exceso sino también por defecto. El Nuevo Testamento ofrece numerosos ejemplos de cómo la comunidad cristiana debe custodiar su identidad. Si no lo hace se expone a la corrupción. 

¿Le falta a nuestra Iglesia la sabiduría popular cifrada en el refrán el que calla otorga? Cuando nada se dice crece la confusión. Y eso hace que, aquí y allá, en el Norte y en el Sur, el nombre de católico resulte una etiqueta cómoda, incluso redituable, pero a la larga intrascendente.

¡Ay de los que llaman bien al mal y mal al bien, 
de los que cambian las tinieblas en luz y la luz en tinieblas,
de los que vuelven dulce lo amargo y amargo lo dulce!

Isaías 5,20

Nota bene. Podría citar aquí muchos testimonios del grave deber que tenemos los pastores en relación al oficio de enseñar. Y cómo los santos reprenden a los que callan la verdad por temor. Pero eso queda para otra ocasión.  

viernes, 11 de diciembre de 2020

Dura lex

Por un diálogo honesto.

Dura lex, sed lex decían los romanos. La ley puede entenderse como mera convención humana o como el reflejo de un orden intrínseco. Pero ¿qué justicia puede esperarse si la ley depende del capricho del legislador? Sin el respaldo del ius, la lex pierde referencia moral. Y puede llegar a ser un instrumento de suma injusticia. "Si el gobernante promulga leyes que sobrepasan los poderes que tiene encomendados... tales disposiciones tienen más de violencia que de ley. Porque, como dice san Agustín en I De lib. arb.: la ley, si no es justa, no parece que sea ley" (STh I-II 96,4 sol).

Llama la atención que teniendo todavía fresca la memoria de los atropellos de las dictaduras del siglo XX no seamos más exigentes al momento de fundamentar nuestras leyes. ¿En verdad seguimos adhiriendo al positivismo jurídico? ¿No nos merecemos una autocrítica?

Ley verdadera es la que siembra la justicia. ¿Y cómo se reconoce lo justo? Mediante la razón. Qué progresista resulta santo Tomás, tan ignorado en estos días: "la disciplina humana debe someterse en primer lugar al orden de la razón, lo que se indica con la palabra «justa»" (STh I-II 95, 3sol).

Entremos ahora en materia. ¿Tiene el legislador poder para decidir sobre una vida humana? No. ¿Es el embrión una vida humana? Sí. ¿Quién lo dice? La ciencia genética. ¿Y qué pasa si esa ley altera mis planes? Dura lex, sed lex. Porque la defensa del que está por nacer refleja una sabiduría de siglos y siglos, que no depende de la inteligencia de unos pocos sino que constituye la piedra fundamental de toda convivencia humana: no matarás. 

¿Es que ya no corre lo de Cicerón? Salus populi suprema lex est - la suprema ley es la salud del pueblo, su sanidad, su bien (De legibus 3,3). ¿Es el embarazo una enfermedad? ¿Qué bondad hay en legislar para interrumpir la vida que llega como un don? Una nación que aborta es una nación más pobre, más traumada; menos dotada, menos alegre.

Los defensores del aborto dicen hablar en nombre de la razón. Pero cuál es esa razón que no encuentra asidero en la ciencia, sino más bien contradicción. Me gustaría, sinceramente, que pudiéramos hablar sobre esto. 


martes, 29 de septiembre de 2020

El caso Amey Coney Barrett

 ¿Por qué ocuparnos de la nominación de una jueza en Estados Unidos? Porque es un caso testigo de cómo dialogan (o no) la fe y la razón.

Primero los hechos. El pasado sábado 26 de septiembre de 2020 Amey Coney Barrett fue presentada por el Presidente Trump como candidata a ocupar el cargo vacante en la Corte Suprema. El legajo de Barrett es impecable en el plano académico, profesional y personal. No se trata de Donald Trump sino de una nominación hecha en el marco de la ley. Pero resulta que se elevan fuertes críticas por su condición religiosa. De hecho, ya en 2017 la Senadora Feinstein le espetó lo siguiente: The dogma lives loudly within you. And that's a concern, algo así como "el dogma vive abiertamente, desembozadamente, en ti. Y eso es una preocupación".

En la mentalidad de Feinstein, que es la de muchos que ya han empezado a descalificar a Barrett de manera vergonzosamente desvergonzada, la fe católica es un lastre, un sesgo. Y aquí reside el malentendido. Mi punto no es discutir la candidatura de Barrett en concreto sino el razonamiento que subyace. La fe cristiana, ¿suma o resta racionalidad?

El cristianismo dirá con toda convicción que su adhesión a Dios, al dogma, no menoscaba la razón sino que la potencia. Independientemente de lo que sus críticos puedan pensar eso ya es algo importante, pues no todas las religiones se insertan de una manera tan firme en el horizonte de la razón. De hecho, Cristo es la Razón hecha carne. Logos sarx egéneto. O sea, al menos en la teoría el cristianismo se comprende a sí mismo como una religión de la razón, no irracional sino supra-racional. ¿Y qué significa eso? Que la razón es invitada a una lógica superior, más sensata, pero a la cual se accede mediante un acto de confianza, que no es otra cosa que un acto de amor. En el fondo no es tan difícil ni extravagante: el amor tiene su lógica, su racionalidad, que resulta una locura para los que están fuera porque están mirando desde otra perspectiva.

Pasemos ahora a Barrett. ¿Es ella una persona irracional? Como alumna fue la primera de su clase. En su carrera docente fue distinguida tres veces como profesora del año. En el plano laboral es reconocida por todo el espectro ideológico como una mente jurídica brillante con sobrada experiencia para el cargo. Se la conoce como una persona dedicada y respetuosa. Pero falta un ámbito más, el menos considerado hoy pero de suma importancia: la familia. Es llamativo cómo nuestro tiempo confía a menudo la "cosa pública" a gente incapaz de gestionar su "cosa privada". Un maestro dijo alguna vez: el que es infiel (adikós!) en lo poco también es infiel en lo mucho (Lc 16,10). Barrett está felizmente casada y es madre de siete hijos, dos de los cuales son adoptados de entre las naciones más pobres de la tierra. Y se ve que su casa está en orden, que es una mujer equilibrada, una madre querida por sus hijos. 

Entonces cabe la pregunta: el temor de los detractores, ¿es real o infundado? Dicho de un modo más incisivo: ¿es racional o irracional? ¿Ha mostrado Barrett pensar o fallar "contra derecho"? Es curioso que los ataques no se dirijan a su competencia, a su probidad o a su sentido de la ley. Sería triste comprobar, y todo lleva a esa conclusión, que lo que en verdad molesta en este caso es la religión. O el hecho de que una persona religiosa demuestre de manera cabal su racionalidad y su felicidad.

*    *    *

La fe y la razón son como las dos alas con las que el espíritu humano se remonta a la contemplación de la verdad. Esta imagen de Juan Pablo II muestra que la fe y la razón están llamadas a complementarse. Y a corregirse mutuamente, como bien dijo en su momento Joseph Ratzinger-Benedicto XVI. Porque las patologías no sólo se dan en el ámbito de la religión sino también en el de la razón. Que cada uno revise si está pensando y obrando conforme a una razón digna del hombre, es decir, una razón atenta, honesta, juiciosa, serena, humilde, amorosa y siempre dispuesta a ensanchar su horizonte en la búsqueda de la verdad.

domingo, 14 de junio de 2020

Corpus Christi 2020

En este Corpus Christi tan particular propongo tres puertas al misterio: el hambre de Dios, el asombro eucarístico y el testimonio eucarístico.

El hambre y la sed son realidades humanas. Lo malo no es tener hambre sino carecer de alimento. Sentir hambre, en el fondo, es algo bueno. Porque me avisa que necesito comer. El hambre es una referencia de vida, una señal luminosa que evita el colapso. Entonces lo verdaderamente grave es no sentir hambre ni sed, porque en ese caso me dejo estar mientras las energías se consumen silenciosamente y la muerte avanza, imperceptible. ¿Tengo hambre? ¿De qué? Esas son las preguntas de este domingo. El libro del Deuteronomio nos recuerda una verdad elemental: "no sólo de pan vive el hombre". Somos algo más que materia. La biología es fundamental pero no alcanza. Todos buscamos el amor y la verdad, una vida que no sea simplemente subsistir al modo de bestias refinadas. Estamos hechos para Dios. Quizá lo reconozcamos de buen grado pero eso no significa que nuestras acciones lo confirmen. ¿Cuál es mi horizonte? ¿Cuáles son mis deseos? Un mundo chato es un mundo adormecido que se desliza hacia la mediocridad, hacia la frialdad, hacia la pobreza espiritual. 

Este domingo encendamos nuevamente el ardor de la dignidad humana, el deseo de una comunión intensa, pura, eterna. La Buena Noticia es que el hambre de Dios tiene su respuesta y se llama Jesús. "Yo soy el pan vivo bajado del cielo, el que coma de este pan vivirá eternamente... Mi carne es la verdadera comida y mi sangre la verdadera bebida. El que come de este pan permanece en mí, y yo en él". 

Llegamos así a la segunda puerta: el asombro eucarístico. Queremos tomar conciencia de lo que significa el regalo de la Misa. En cada altar se nos ofrece la entrega de Jesús, su servicio de amor. Él se hace presente en la sencillez del pan y el vino consagrados. Dejándose partir, Él realiza la comunión. La esperanza del mundo no es la técnica, ni el cálculo económico, ni la astucia política ni la fuerza militar. La esperanza es Cristo que vive en medio nuestro. Cristo reina oculto en el pan y el vino. Un cristiano descansa en eso. Por eso, aun cuando no pueda comulgar sacramentalmente, siempre le queda la paz de saber que Él está sobre el altar (o reservado en el sagrario). Cristo es el protagonista. Él es nuestro capitán. Si Él está presente, nada puede estar mal. 

Pero ¿qué significa celebrar Corpus Christi en este tiempo de abstinencia? Cada uno deberá escuchar lo que Dios quiera decirle. Entre tanto se impone aquello que dijo Jesús: "adorar en Espíritu y en Verdad". Por de pronto, creer. Sí, creer en este misterio de amor, atreverse a creer sin sombra de duda algo que nos desconcierta, no porque resulte absurdo sino precisamente porque responde demasiado perfectamente a los más profundos anhelos del corazón humano. Dios no está lejos sino cerca. Dios no es complicado sino simple. Tan simple como una comida que se ofrece sin reparos. Un pan que nutre el alma, un vino que nos hace hermanos, más aún, hijos del Padre. ¿Quién no quisiera creer que es posible comer y beber a Dios? Hoy toca adorar a la distancia, que de ninguna manera es ausencia. Hoy toca comulgar en el amor que "todo lo puede, todo lo espera, todo lo soporta".

La tercera puerta es el testimonio eucarístico. La fiesta de Corpus es la celebración de la presencia verdadera, real y sustancial de Jesús eucaristía. Y la Iglesia quiere dar a conocer ese don, sin vergüenza ni arrogancia, con la sencillez y la responsabilidad de quien ha recibido una gracia inmensa. Por eso la Misa concluye normalmente con una procesión en la que el Santísimo sale del templo. El gesto extraordinario quiere ser un signo de una misión permanente: dejar que Jesús gane la calle, el barrio, la ciudad. La eucaristía no debe ser el privilegio de unos pocos sino la alegría de toda la nación. La eucaristía no debe ser un rito al margen de la vida sino culto que marque un estilo social. 

Hoy Cristo eucaristía no puede salir a la calle. Entonces resulta más evidente que nunca el compromiso que nos corresponde: ser nosotros mismos cuerpo de Cristo para los demás, o sea, hacer carne la disponibilidad del Hijo. Haremos la procesión por Él y con Él, a fin de que muchos vean -aunque más no sea en la discreción de un gesto o una palabra- la cercanía del amor de Dios.

Tres puertas para un mismo misterio. El misterio del pan de cada día que el propio Jesús nos enseñó a pedir.      

domingo, 12 de abril de 2020

Vigilia Pascual 2020

No queremos, hermanos… que estén tristes como los otros,
que no tienen esperanza
Flp 4,13


Es de noche. La oscuridad no nos deja ver. Ya no percibimos colores ni rostros. Entonces se desnuda nuestra inseguridad. La técnica nos ahorra a menudo esa experiencia primordial, pero en el fondo está. Por eso con más razón en esta vigilia nos adentramos en la noche: para conocernos mejor. La tiniebla nos habla ante todo de nuestra nada. Somos por gracia de Dios, que en su amorosa libertad se dignó decir: ¡Que haya luz! La tiniebla también nos habla de nuestro pecado, de nuestros remolinos interiores donde todo es caos y confusión. Pero en medio de esta noche cerrada brilla, como una nueva creación, la luz de Jesús. Y se escucha un grito sereno pero firme. Es una voz fuerte que vuelve de la muerte llena de autoridad: Yo hago nuevas todas las cosas.

Este año celebramos la pascua en un contexto particular. La peste golpea a la puerta, no de un barrio, de una provincia o de un país, sino del mundo entero. Esta noche no evocamos la muerte sino que la sentimos cerca, la oímos jadear, al acecho, como un lobo agazapado. El mundo está enfermo. Sí, la pandemia desató una crisis sanitaria. Y luego otra crisis económica. Pero poco se habla de la crisis de sentido que puso al descubierto este inesperado virus. Precisamente, para eso Dios se hizo hombre, para eso murió Jesús, para remediar la más mortal de las enfermedades: el pecado que endurece los corazones.

El hombre sabe hoy prácticamente todo, menos para qué vivir. Por eso se aturde tanto: para no encontrarse, para no mirar a Cristo en la cruz. Toda la oscuridad del mundo queda retratada en ese cuerpo maltratado hasta la muerte. Cualquiera puede ver ahí las marcas de la soberbia, el egoísmo, la violencia, la mentira, la envidia, el desprecio, la frivolidad, la saña, el abuso de poder… Y sin embargo el ángel nos dice: No teman… Ha resucitado. Entonces todo cambia. Entonces irrumpe la alegría. Una alegría ancha que abraza el mundo entero, una alegría fuerte que derriba los muros del odio, una alegría delicada que se cuela por los rincones más olvidados del alma.

Reflejos de Luz – El cirio pascual

¡Jesús resucitó! ¡Está vivo! Pero entendámoslo bien. Su vida no es más de lo mismo. Jesús vive desde el Padre. Esa es la Buena Noticia: que nos deja entrar en su misterio para vivir así, como hijos de Dios, con el corazón limpio, sin amargura ni temor; con la inocencia de los niños, que no se esconden sino que se dejan mirar, que salen al encuentro desde la pequeñez, desde la pobreza, incluso desde el pecado. ¡Qué gracia! ¡Qué paz! ¡Qué libertad! ¿Cómo no celebrar? ¿Cómo no cantar con san Pablo la misericordia del Señor?

“¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? [¿el coronavirus? ¿no poder comulgar?] (…) En todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que nos amó. Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8,35.37-39).

Ser cristiano es estar resucitado con Cristo, ya, desde ahora. Y eso implica, insisto, no sólo inmortalidad sino santidad; vida nueva, vida verdadera, vida eterna. Pero esta vigilia nos dice algo más. La luz de Jesús brilla en la noche, como rasgándola. La pascua no es mera sucesión (primero muerte, después vida) sino transfiguración. La vida nueva de Jesús –la alegría del cristiano– no necesita un mundo paralelo, sino que se hace presente en las entrañas mismas de la muerte. El amor lo transforma todo, lo renueva todo, incluso el más terrible de los crímenes. En Cristo se cumple la misteriosa profecía de Isaías: “Por sus heridas fuimos sanados” (Is 53,5). Y san Pablo traduce: “donde abundó el pecado, allí sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). El costado traspasado por la lanza es la fuente de la gracia. De allí mismo brota el agua del bautismo y la sangre de la eucaristía. Todo esto significa que, en Cristo, “muerte y resurrección son dos caras de un mismo acontecimiento de amor; la gloria evidente de la pascua es la misma gloria oculta del viernes santo”. [1]

Intentémoslo otra vez. La resurrección es sin duda un don inmenso del Padre, una muestra de la divinidad de Jesús, una acción del Espíritu Santo. Pero a la vez es la consecuencia de una determinada manera de vivir, que a su vez se traduce en una determinada manera de morir (y esperar). El domingo se inscribe en la lógica del jueves, del viernes y del sábado, que es una lógica de entrega, de auto-donación, de abandono. Jesús se confía a los hombres confiando en Dios; se abandona en Dios abandonándose a los hombres.[2] En el fondo se trata siempre del mismo verbo: Él se entrega a sus discípulos en la cena, se entrega al Padre en la cruz y se entrega a la tierra en el sepulcro. Jesús vive, muere y resucita en su ley de amor.

En tiempos de desconcierto generalizado, en medio de un mundo que experimenta con fuerza su vulnerabilidad, nosotros, los cristianos, tenemos la gracia de celebrar la pascua. El sacerdote, vestido de blanco, hace las veces de ángel, o sea de mensajero. Por eso yo les digo en nombre de Dios: No teman… Resucitó… vayan a contarlo a los demás. Y también: Esto es lo que tenía que decirles (Mt 28,5-7).[3] Ni más ni menos. Las mujeres salieron corriendo a dar la noticia y fue entonces que Jesús se les apareció. Queridos hermanos, esta noche les anuncio que Jesús está vivo. Si quieren verlo, no duden, crean; no esperen más signos sino pónganse en camino, en actitud de misión, de servicio, de adoración, y cuando menos lo imaginen Él se hará presente inundándolos con su paz.



[1] H.U. von Balthasar, Seriedad con las cosas. Cordula o el caso auténtico, Salamanca, Sígueme, 1967, 46 (citado libremente).
[2] Comentando Jn 10,17-18, Balthasar escribe: “La potestad de dar incluye la potestad de tomar de nuevo. No existe incertidumbre de si el Hijo resucitará”; Ibíd.
[3] Literalmente el ángel concluye: “Miren que lo he dicho” o “Miren lo que he dicho” o "Miren: se los he dicho". La frase invita a hacerse cargo del mensaje.

jueves, 9 de abril de 2020

Sobre el ayuno eucarístico de la cuarentena

Un jueves santo sin Misa crismal. Una Misa de la cena del Señor sin comunión para los fieles. Inédito pero no absurdo. Todo acontece para el bien de los que aman al Señor, dice Pablo.

Dios es el Señor de la historia. ¿Qué nos dice la abstinencia eucarística forzada? No hace falta ser muy sagaz para descubrir un llamado a reconsiderar nuestra manera de comulgar. Los que no pueden hacerlo están invitados a experimentar vivamente el deseo de recibir a Jesús sacramentado. Recordemos lo de san Agustín: "Tu deseo es tu oración". Los que sí podemos comulgar estamos llamados a honrar este privilegio sabiendo cuánto quisieran otros estar en nuestro lugar. Quizás surja en muchos la conciencia de tantas comuniones rutinarias, malgastadas. Más de uno dirá: ¡con qué gusto comería yo el pan consagrado! Con frecuencia ciertas distancias nos hacen el favor de valorar mejor aquello o aquellos que teníamos siempre a nuestro lado. Quiera Dios que esta abstinencia termine pronto y que entonces todos podamos comulgar mejor. Cada uno sabrá (o podrá rezar) lo que eso significa.

De todos modos, también debemos saber que pasada la cuarentena seguirá habiendo comunidades sin comunión. No por motivos sanitarios sino por falta de sacerdotes. Que la abstinencia nos enseñe, entonces, a llevar en el corazón a esos hermanos hambrientos de eucaristía que pese a ello viven con alegría y paz el Evangelio.

domingo, 5 de abril de 2020

Ramos 2020

En la semana santa celebramos el momento culminante de la misión de Jesús. Es lo que el Evangelio de Juan llama “la hora”, en singular, como si no hubiera otra. Tiempo de gracia para el cual el Hijo de Dios se hizo carne en las entrañas de María virgen. Tiempo de revelación en que Jesús nos muestra cuánto nos ama el Padre. Todos conocemos instancias cruciales en las que se juega la verdad de una misión. En estos días le toca a Jesús. Por eso el relato de la pasión está marcado por una pregunta recurrente: ¿Eres Tú?

El lugar de esta prueba es Jerusalén, que se encuentra a unos 750 metros por encima del nivel del mar. Somos invitados a subir con Jesús a la ciudad santa. Y sin embargo, paradójicamente, el ascenso a la gloria de la resurrección está marcado por descensos bruscos. La liturgia nos lo advierte de entrada. Los próximos días habremos de enfrentarnos con lo más bajo de la historia: no sólo el sufrimiento físico sino la miseria moral, no sólo la de otros sino principalmente la nuestra. Pablo lo entendió bien: “Me amó y se entregó por mí” (Ga 2,20). El descenso a los infiernos forma parte de la vuelta a la casa del Padre. “Me gloriaré más bien de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo… porque cuando soy débil entonces soy fuerte” (2 Co 12,9-10).

Que la hora de Cristo sea nuestra hora. Que su camino sea nuestro camino. No tengamos miedo a las caídas, a los golpes, a las humillaciones. Su misión era asumirlas desde la inocencia. La nuestra es hacerlo en la verdad de nuestros pecados. Judas lo traicionó. Pedro lo negó. El resto lo abandonó. ¿Y nosotros? ¿Qué diremos?  ¿Que somos mejores? ¿Que no nos escandalizaremos? Conociéndonos, lo más sensato será guardar silencio y rezar, como sugiere Jesús: “porque el espíritu está dispuesto pero la carne es débil” (Mt 26,41).


El domingo de Ramos vemos a Jesús aclamado como Rey. Será bueno entonces preguntar: ¿quién se lleva hoy mi admiración? ¿Quién me puede? “Donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón” (Mt 6,21). Y más allá de lo formal, de lo verbal… ¿qué espero de Jesús como Rey? Porque la misma ciudad que lo aclamó fue la que lo crucificó. Unas pocas horas bastaron para transformar la euforia en indiferencia, cuando no en animosidad. “No son los que me dicen «Señor, Señor», los que entrarán en el reino de los cielos” (Mt 7,21). Existe una distancia entre lo que celebramos y lo que vivimos. Experimentarlo es una gracia. En el fondo no es hipocresía sino inmadurez. Por eso no se trata de celebrar menos sino más y mejor, conscientes de nuestra pobreza. Celebramos la pascua de Jesús para entrar más hondo en su amor. Y para eso damos el primer paso entrando en Jerusalén.

domingo, 22 de marzo de 2020

Sobre la cuaresma en cuarentena


La cuaresma es un tiempo para volver a Dios. Es importante recordar que hay dos maneras de estar alejados. Una es la del hijo menor de la parábola (cf. Lc 15,11-32), que se fue de su casa con gran escándalo. Otra es la del hijo mayor, que permaneciendo físicamente junto al Padre obraba y sentía como un empleado. En su historia Israel experimentó ambas modalidades de distancia. Por eso en la cuaresma no pocas veces se nos invita a revisar nuestro vínculo con el Señor más allá de las apariencias.

Este año la cuaresma está marcada por la cuarentena. La imposibilidad de participar de la misa es en sí misma una pérdida, pero puede ser una ganancia si nos dejamos conducir por el Espíritu. Precisamente en eso consiste la pascua, en que la vida surge de las entrañas de la muerte.

Hubo un tiempo, durante el exilio en Babilonia, en que Israel le rezaba a Dios lamentándose: “en este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes, ni holocausto, ni sacrificio, ni ofrenda, ni incienso, ni un lugar donde ofrecer las primicias, y así alcanzar misericordia” (Dn 3,38). Hoy nosotros experimentamos lo mismo: no podemos dar culto a Dios como quisiéramos. Y sin embargo, en medio de este límite se nos abre una inmensa oportunidad, la de ejercitar el culto que más importa, el culto interior, que no es sinónimo de solipsismo sino de autenticidad.

¿Cuál es el culto que agrada hoy a Dios, aquí, en Buenos Aires, en nuestro barrio? Por de pronto ofrecer nuestras manos vacías, como hacía santa Teresita; nuestra imposibilidad de celebrar la Misa, de encontrarnos para rezar el rosario o el via crucis. El domingo pasado Jesús nos decía que los verdaderos adoradores son los que adoran a Dios “en Espíritu y en Verdad” (Jn 4,23). El culto verdadero es hacer la voluntad del Padre, no pelearse con la realidad sino aceptar con sencillez, como los niños, lo que toca vivir. Y estar atentos al otro, al que más le cuesta esta cuarentena por la razón que fuere. Pidamos al Espíritu Santo ser creativos para detectar y remediar las necesidades de los ancianos, los enfermos, los pobres, los que por cualquier motivo necesitan una mano. Y recordemos que la parroquia no es el templo sino la comunidad viva que allí se congrega. La Iglesia somos nosotros. Si el templo llegara a cerrar, siempre deberán permanecer abiertas las puertas de la comunidad.

Estas semanas serán una ocasión privilegiada para renovarnos en la gracia del bautismo. Estamos unidos en Jesús, nos veamos o no. Tenemos la gracia de encontrarnos en Él por el misterio de la comunión de los santos. Que nuestra Madre, María de las Mercedes, nos enseñe a perseverar en la oración y la caridad con espíritu de familia, llevándonos el corazón los unos a los otros. Y no olvidemos que Jesús es el Señor, “Él es nuestra paz” (Ef 2,14).

domingo, 1 de marzo de 2020

I Domingo de Cuaresma – 2020


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Ciclo A

La cuaresma es el tiempo en que la Iglesia va con Jesús al desierto. El antecedente más claro es Moisés con sus cuarenta días y cuarenta noches de silencio, ayuno y oración en la montaña santa del Sinaí, antes de descender por segunda vez con las tablas de la ley. Jesús se retira entonces como hijo de Israel, más aún como hijo de Adán. El contexto es el de la humanidad caída. La serpiente sedujo con mentiras a nuestros primeros padres, socavó su confianza en Dios y los hizo pecar. Desde aquella tarde nada fue igual. En lugar del éxtasis prometido hubo confusión y vergüenza, reproches y discordia. Adán y Eva dejaron de lado la voz de Dios para dar crédito a la ilusión del diablo y a su propia percepción: “no, no morirán… serán como dioses… el árbol era apetitoso para comer, agradable a la vista y deseable para adquirir discernimiento”.

Por eso Jesús va al desierto. No se trata de una ocurrencia personal sino de un paso hecho a conciencia, en obediencia al Espíritu Santo que lo conduce allí. Jesús se retira en cumplimiento de su misión. “Para esto he nacido, para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37). Jesús debe mostrar el amor del Padre en su propia persona, con todo su ser, en su manera de hablar y obrar, de pensar y de sentir. Debe mostrar qué significa ser Hijo, qué significa ser libre, para que todos podamos en Él gozar de la “gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8,21).

Esa misión no se entiende sin la presencia de un personaje oscuro, escurridizo e inteligente: el diablo. La antigua serpiente se acerca a Jesús, el hombre de Dios por excelencia para probarlo. Lo sondea con el fin de vencerlo. Quiere demostrar que el amor no es fuerte. Quiere convencerse de que todo es mezquindad, que a fin de cuentas todos tenemos un precio. Jesús, por su parte, no es ingenuo. Él sabe que este enfrentamiento forma parte de su cometido. Por eso plantará cara. El Buen Pastor no huye ante el lobo sino que da la vida por el rebaño. Para vencer hay que luchar. La cuaresma es el tiempo en que recordamos esta batalla elemental que se libra en cada corazón. En las cosas del espíritu no existe el tiempo muerto: si no avanzamos, retrocedemos. El que se distrae, cede terreno.

El tentador aguarda su momento. Espera cuarenta días y cuarenta noches hasta que Jesús, a causa del ayuno, siente hambre. El ser humano es frágil, vulnerable. Y debe aprender que hay tiempos y lugares en los que experimenta con mayor intensidad su pobreza. El diablo además conoce la Escritura. La cita, es decir, la esgrime como un señuelo, como un beso traidor. Por algo san Pablo dice que “Satanás se disfraza como ángel de luz” (2 Co 11,14). Jesús también cita la Escritura. La conoce, la reza, la vive. Él es la Palabra de Dios. El episodio nos enseña que no basta la literalidad: “la letra mata, pero el Espíritu da vida”. Existen falsas lecturas de la Biblia, por eso es tan importante abordar el texto sagrado en la comunión de la Iglesia, que es el Cuerpo y la Esposa de Cristo.



La primera tentación apela al placer. Los panes son un símbolo del alimento corporal. El riesgo es quedar enfrascado en la dimensión física. Pero el hombre es más que biología. Es un animal que ama, que piensa, que pregunta. Estamos hechos para las grandes respuestas que siguen a las grandes preguntas. El diablo procura anular nuestra dimensión espiritual, o sea, nuestra imagen divina. Es preciso entonces defender, como hace Jesús, nuestra sed de Dios, de sentido, de verdad, de belleza. Tenemos vocación de eternidad. Estamos hechos para algo más que comer, dormir y procrear. Sólo está realmente vivo quien hace carne la sabiduría divina. “El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”.

La segunda tentación apela al poder. El marco de la ciudad santa, precisamente en lo más alto del templo, señala el cariz religioso de esta prueba. La propuesta es jugar con Dios, no en el sentido lúdico del término, sino en el sentido negativo de quien se abusa. En el fondo es una confusión de roles. Muchas veces el hombre pretende usurpar el lugar de Dios, jugar a Dios, o sea imaginar que es él quien establece las reglas. El diablo promueve un estilo caprichoso e inseguro que exige signos que corroboren de manera tangible el amor de Dios. Jesús responde con la madurez del Hijo que no necesita pruebas. Él no duda ni siquiera en la hora más amarga. Confía. Confía y acepta, no sólo la voluntad del Padre sino su propia humanidad. Porque esta tentación se propone desafiar a Dios desafiando el propio límite. No está bien tirarse de un barranco. Cuántos excesos. Cuánta irresponsabilidad de nuestra parte. Dios puede rescatarnos con sus ángeles, y de hecho lo hace a menudo, pero no es el hombre quien dice cuándo y cómo. Las condiciones las establece Dios. “No tentarás al Señor, tu Dios”.

La tercera tentación apela al poseer. Las riquezas pueden dar una falsa sensación de seguridad. Se trata de una cuestión más bien psicológica. El diablo le muestra los reinos de este mundo y su gloria. El horizonte se estrecha notablemente. El problema es que “la figura de este mundo pasa”  (1 Co 7,31). La creación es bella, es maravillosa, pero no es Dios. Jesús no se detiene sino que va hasta el hueso, hasta la raíz. “La avaricia es como una idolatría” (Col 3,5). El príncipe de este mundo no conoce la gratuidad. Todo lo cobra. Cuántas almas perdidas por la acumulación de bienes, materiales o espirituales. Pueden ser monedas o aplausos, pero corren la mirada del único rey al que se debe servir. “Adorarás al Señor, Dios, y a Él solo rendirás culto”.

Tres ámbitos que hacen al hombre. En sí mismos buenos, queridos por Dios, pero expuestos a la perversión. No se trata de anularlos sino de custodiarlos. Rige aquí la ley de la poda que enseña Jesús con la imagen de la vid y los sarmientos (cf. Jn 15). La cuaresma es el tiempo de la poda, de ciertos recortes en orden a una mayor fecundidad. Por eso la Iglesia propone la receta de Jesús: ayuno, oración y limosna (cf. Mt 6). Ejercicios de libertad para purificar nuestra manera de vivir el placer, el poder y el poseer. Modos concretos de clarificar quiénes somos en relación con nosotros mismos, en relación con Dios, en relación con las cosas y los hermanos.


Bonus track
San Agustín, Sermón 60,2-3

Nuestra vida, en efecto, mientras dura esta peregrinación, no puede verse libre de tentaciones; pues nuestro progreso se realiza por medio de la tentación y nadie puede conocerse a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni puede vencer si no ha luchado, ni puede luchar si carece de enemigo y de tentaciones.

Aquel que invoca desde los confines de la tierra está abatido, mas no queda abandonado. Pues quiso prefigurarnos a nosotros, su cuerpo, en su propio cuerpo, en el cual ha muerto ya y resucitado, y ha subido al cielo, para que los miembros confíen llegar también adonde los ha precedido su cabeza.

Así pues, nos transformó en sí mismo, cuando quiso ser tentado por Satanás. Acabamos de escuchar en el Evangelio cómo el Señor Jesucristo fue tentado por el diablo en el desierto. El Cristo total era tentado por el diablo, ya que en él eras tú tentado. Cristo, en efecto, tenía de ti la condición humana para sí mismo, de sí mismo la salvación para ti; tenía de ti la muerte para sí mismo, de sí mismo la vida para ti; tenía de ti ultrajes para sí mismo, de sí mismo honores para ti; consiguientemente, tenía de ti la tentación para sí mismo, de sí mismo la victoria para ti.

Si en él fuimos tentados, en él venceremos al diablo. ¿Te fijas en que Cristo fue tentado, y no te fijas en que venció la tentación? Reconócete a ti mismo tentado en él, y reconócete también a ti mismo victorioso en él. Hubiera podido impedir la acción tentadora del diablo; pero entonces tú, que estás sujeto a la tentación, no hubieras aprendido de él a vencerla.

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