martes, 25 de diciembre de 2012

Sol invictus

Año tras año, los festejos de Navidad me dejan la sensación de una alegría torpe. Es demasiado poco para una noticia tan excelente. ¿Qué queda? No el desengaño sino volver humildemente a la meditación de la Palabra, a la eucaristía bien celebrada, al silencio que dé lugar a la verdadera comunión: encontrarse con Jesús y el misterio de su Presencia. “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14).
 
La Iglesia celebra la Navidad el 25 de diciembre porque, en el hemisferio norte, era la antigua fecha del solsticio de invierno. Este día marca un cambio importante en el cielo; pasado el día de mayor oscuridad del año, el sol empieza a ganar terreno y su resplandor brilla cada día por más tiempo. El cristiano sabe que Cristo es el “sol de justicia” que ilumina nuestras tinieblas y a partir del cual nuestra vida toda adquiere color (Mal 4,2; Is 9,2; Lc 1,78). Cristo nos visita en nuestro punto más bajo, en nuestra noche más cerrada, en nuestra condición más apremiante. Él, solo Él, revierte nuestra tendencia decadente revelándonos progresivamente un fascinante horizonte de eternidad.
M. Chagall
 
En la misma línea, la primera lectura habla de una alegría que irrumpe en “las ruinas de Jerusalén” (Is 52,9). Ahí nace Jesús; en el que acepta su condición devastada. La Navidad significa el regreso del Señor, su consuelo, su reinado. Esta reivindicación inesperada se grafica con la imagen del brazo que se desnuda (también el salmo va por ahí). Es como si Dios se arremangara para poner en orden los tantos. Pero del AT al NT hay un giro decisivo. La autoridad del poder cede lugar a la del amor. En vez del brazo poderoso nos topamos con un niño recién nacido, tierno e indefenso. El niño crecerá pero la marca será la misma; primero como carpintero, luego como predicador, finalmente como crucificado. Jesús nos revela al Dios (libremente) vulnerable como camino a seguir.
 
El evangelio de hoy no deja dudas al respecto. Por un lado escuchamos que la Palabra de Dios, Aquella poderosa “por quien todo fue hecho”, es “la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre” (Jn 1,3.9). Por otro se nos dice –¡tres veces!– que “las tinieblas no la percibieron… que el mundo no la conoció; que vino a los suyos, y los suyos no la recibieron” (Jn 1,5.10.11). En la Navidad se nos invita a hacer de modo especial lo que intentamos cotidianamente. Aceptar a Jesús como Dios hecho carne. No como un profeta más, sino como Creador, Salvador y Juez del universo. Que hoy al rezar el credo, podamos doblar la rodilla del corazón y someter nuestras vidas al único Señor. No será pérdida, sino ganancia; no será humillación sino gloria. Porque sólo así llegaremos a ser lo que más deseamos pero sabemos nos excede:
 
“A todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios” (Jn 1,12-13).
 
Los primeros cristianos bautizaron la antigua fiesta pagana del Sol invictus. Más allá de todo drama Jesús permanece como el "Sol no vencido". Es la Luz indomable que se anima a las tinieblas, se expone y sufre el desprecio pero triunfa en la derrota. Así en la humildad del pesebre vislumbramos ya el misterio de la pascua; la de la noche que, contra todo pronóstico, engendra la luz.

sábado, 4 de agosto de 2012

San Juan María Vianney (2012)

Jr 26,11-16.24//Sal 68// Mt 14,1-12

En la fiesta de san Juan María Vianney, la Iglesia nos da una pista por dónde avanzar. En la oración colecta de la Misa se alude a su “entrega” pastoral. La entrega es la clave de su vida, su legado. En eso se destacó y en eso tenemos que imitarlo.

En las lecturas de hoy, providencialmente, el tema de la entrega está muy presente. Tanto Jeremías como Juan Bautista entregan un mensaje que no les pertenece. Pero esa entrega no es mera transmisión de contenidos sino que es, en última instancia, entrega de la propia vida. Jeremías habla y le responden con amenazas de muerte; Juan Bautista habla y acaba decapitado: “Su cabeza fue llevada sobre una bandeja y entregada a la joven” (Mt 14,11). Servir a Dios es esencialmente entrega, ofrenda, exposición, hacerse disponible. Entregarse es no esconderse, no guardarse, no reservarse. Entrega como regalo, tan generoso que tiene algo de derroche pero que no es despilfarro.

Estos dos profetas, Jeremías y el Bautista, nos acercan a la entrega más perfecta, la de Jesús. Él es entregado por Judas porque previamente se había entregado a sí mismo en la última cena. No en vano durante la Misa, en un momento tan solemne y significativo como la consagración, se dice: “Cuando iba a ser entregado a su pasión, voluntariamente aceptada… esto es mi cuerpo que será entregado por ustedes”. La misión de Jesús se sintetiza en la entrega; con todas las variantes que la palabra admite. El Padre entrega, el Hijo se entrega, los hombres lo entregan, el Hijo entrega el Espíritu…


¿En qué consistió la entrega de San Juan María Vianney? Exteriormente fue una entrega rutinaria, oculta y, a los ojos del mundo, aburrida. Celebraba la Misa, confesaba, se ocupaba de la catequesis de los chicos. El tema es cómo lo hacía. La entrega interior calificada la entrega exterior. El amor, la pasión, el sentido de lo sagrado, la conciencia sobrenatural de lo que estaba en juego. Aquí hay que mencionar una segunda dimensión de su ministerio, aún menos visible pero mucho más eficaz. La vida de oración y penitencia. La soledad en Cristo que dio espacio a una amistad genuina desde donde interceder. Dar sentido a la actividad apostólica y hacer sacrificios en el claroscuro de la fe con la certeza de que así se transforma el mundo. Abandono confiado de una entrega sin regateos. “Y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará” (Mt 6,6).

Humanamente hablando, San Juan María Vianney era limitado. Tenía dificultades en el estudio, no poseía el don de gentes, no hablaba con elocuencia ni tenía buena presencia. Más de una vez su ordenación sacerdotal corrió peligro. ¿Podrá este candidato servir de modo apropiado al rebaño de Dios? Cómo le gusta a Dios valerse de instrumentos insignificantes para manifestar su gloria y confundir a los sabios de este mundo.

“Hermanos, tengan en cuenta quiénes son los que han sido llamados: no hay entre ustedes muchos sabios, hablando humanamente, ni son muchos los poderosos ni los nobles. Al contrario, Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale” (1 Co 1,26-28).


Por eso lo mandaron a Ars, pueblo insignificante y de mala fama. Todos debiéramos reparar en la importancia que tiene el hecho de que San Juan María sea conocido como el “Santo cura de Ars”. Un sacerdote es inseparable de su feligresía. Su entrega nunca es abstracta sino concreta. Sin rebaño no hay pastor. La feligresía refleja al párroco, como los hijos reflejan a sus padres. Cuarenta años en Ars significaron la transformación de ese poblado ignoto que creció sobre los hombros de su párroco.

Un hombre insignificante en un pueblo insignificante. Pero Dios miró con bondad la pequeñez de su servidor (cf. Lc 1,48). El Señor quiso que juntos, el cura y su pueblo, fueran la atracción de Francia y de todo el mundo; de un mundo que todavía hoy los mira maravillado y agradecido. Que la sencillez del Cura de Ars sea nuestra guía para acercarnos a Jesús y servir a los hermanos. “El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar y amar” (Oficio de Lecturas, 4 de agosto).

miércoles, 13 de junio de 2012

La oración, intérprete de la esperanza


Petitio est spei interpretativa (ST II-II, 17,2)


El oficio de Lecturas de hoy trae un fragmento de la carta de Pablo a los filipenses: “Estaba él [Epafrodito] suspirando por verlos a todos, y muy preocupado porque había llegado a ustedes la noticia de que había caído enfermo. Y de hecho estuvo a punto de morir, pero Dios tuvo misericordia de él, y no sólo de él, sino también de mí, para que no tuviese yo penas y más penas” (Flp 2,26-27).

El pasaje expresa muy bien lo de los últimos días: el riesgo de muerte y la misericordia de Dios para con el enfermo que acaba siendo misericordia hacia los que lo rodean. “¿Un miembro sufre? Todos los demás sufren con él. ¿Un miembro es enaltecido? Todos los demás participan de su alegría” (1 Co 12,26-27).

En Roma, Jerusalén y Calcuta. En Luján, San Nicolás y Santos Lugares. La oración por Tomás llegó a esos lugares emblemáticos de nuestra fe, tanto a nivel universal como nacional. Desde la Alemania financiera hasta el conurbano bonaerense; en labios de los más ancianos y de los niños que apenas hablan. Laicos y consagrados, ricos y pobres, activos y contemplativos. “Y la oración de la fe salvará al enfermo” (St 5,15).

Un par de días atrás escuchamos cómo Jesús enviaba a sus apóstoles: “Sanen a los enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, expulsen a los demonios” (Mt 10,8). Cierto que en la Iglesia existe el carisma individual de la sanación y de los prodigios (1 Co 12,28-30); pero no hay que olvidar que también la oración de intercesión obra los milagros. Cuando la Iglesia se reconoce como cuerpo y ora como tal, Cristo está a la cabeza asumiendo esa súplica como propia.* No que siempre resulte lo que pedimos; sabemos que en Getsemaní Jesús mismo no recibió lo que pedía. Lo que sí sabemos es que siempre somos escuchados (Hb 5,7), aunque la respuesta llegue de modo sorprendente y enigmático (1 Co 13,12). Porque la gracia desconcierta (Lc 1,29) ya que siempre es, en última instancia, gracia que brota de la cruz. Jesús en vos confío. 

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* “Nuestra cabeza intercede por nosotros. Nuestra cabeza sin pecado y sin poder ya morir, ruega a Dios por nuestros pecados (…) Ya está en el cielo, y, con todo, sufre aquí abajo, mientras la Iglesia sufra aquí abajo. Aquí abajo sufre hambre Cristo, aquí abajo sufre sed, está desnudo, es forastero, enfermo, preso. Pues lo que su cuerpo sufre, esto –nos dice él- lo sufre él también (cf. Mt 25,42-45)”; S. Agustín, Sermón 137,I-II. 

viernes, 8 de junio de 2012

Crónica de unos días intensos

4-6 de junio de 2012


Me despierto y todavía es de noche. Mi parte racional me dice que necesito descansar, pero mi cabeza y mi cuerpo sienten los ecos de la adrenalina de la víspera. Entonces, todavía horizontal, en la oscuridad de la noche, vienen a mi boca las palabras de esa poesía-oración de un cardenal inglés: Lead kindly Light. Y las digo en voz alta. No sólo las digo sino que las repito: Lead kindly Light, amid th’encircling gloom, lead thou me on. The night is dark and I am far from home. Lead thou me on! I do not ask to see the distant scene, one step enough for me.

Hace ya dos días y dos noches que Tomás se ha vuelto un ciudadano del Fleni. Fui el único hermano testigo de su desmoronamiento. Lo vi doblegado por el dolor, literalmente derrumbado. Nunca olvidaré su tez pálida y esa gota de sudor frío corriendo por su mejilla izquierda. “Estás transpirando”, le dije. Él confirmó lo que me temía. Ese sudor no tenía nada que ver con el ejercicio que había hecho. Era la reacción de un cuerpo en jaque.

¡En estas horas pasaron tantas cosas! Los sacerdotes no siempre somos conscientes del privilegio de vivir junto al sagrario; poder visitar a Jesús eucaristía  a cualquier hora. Tras la oración en el santuario, me llego a la computadora ávido de encontrar las palabras que me permitan expresarme y canalizar así algo de todo esto que estamos viviendo. Una frase se clava en mis pensamientos resistiéndose a ceder terreno. En mi familia y para mí en particular, los mellizos son, como dice la Biblia, “la niña de mis ojos” (Sal 17,8). Ellos son la debilidad, los que me pueden. ¿Cómo olvidar esa madrugada del 17 de mayo de 1988 cuando oí que papá llegaba del sanatorio? Me levanté y corrí. Quería saber cómo había salido todo pero quizás mejor, quería saber si otra vez se trataba de mujeres. El Señor me regaló dos varones… dos hermanos, dos amigos, dos pilares con los cuales contar.

La operación se programó para las tres de la tarde. La hora de la Misericordia: Jesús en Vos confío. La capilla del sanatorio es prolija y más bien chica: el sagrario, un Cristo crucificado, un ícono de la Virgen de la ternura y una buena imagen de Jesús Misericordioso (parroquia en la que sirvo). No puedo evitar sentir una sensación de familiaridad, un guiño cómplice que desde el cielo me da una palmada. Algo así como el orgullo futbolero del hincha visitante que copa la parada y se sabe “local en todas las canchas”. Lo llamo a Santiago y le digo que nosotros nos hacemos cargo de la estrategia espiritual… es que el partido de Tommy se juega en varios frentes. Celebramos la Misa con la certeza de que es lo  mejor que tenemos. Es nuestra mejor carta, la única que cuenta. Porque esa carta es Cristo. Y la Misa es Cristo dándose, manso y generoso. Es el Inocente, el indefenso que conmueve desde un amor que no sabe de regateos. La desnudez del amor. Nos atenemos al evangelio del día porque la providencia ofrece lo que necesitamos: el pan de cada día que pedimos en el padrenuestro. “Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (Mc 12,17). Así es: daremos a la ciencia lo suyo, el crédito por su pericia y excelencia; pero no olvidaremos jamás a Dios, ni dejaremos de reconocer que sólo Él es el Señor de la Vida, el que tiene siempre la última palabra (y la primera también); es, para decirlo con el salmista, “el que guarda nuestras entradas y salidas, ahora y por siempre” (Sal 121,8).

Tomás entró al quirófano y sólo dijo una frase: Jesús (Misericordioso) en Vos confío. Un par de horas antes le había dado la eucaristía, como el día anterior, cuando lo ungí con los santos óleos. Nada de temor. El sacramento es fuerza y caricia, sostén y consuelo. Quiso Dios que todo saliera bien. No es una frase piadosa para la tribuna. El caso siempre se presentó riesgoso. El neurocirujano lo hizo saber desde el primer momento. En nuestro primer encuentro me miró fijo y adivinando mi estado clerical preguntó: “¿Usted es sacerdote?”. Al escuchar mi confirmación, agregó: “Vamos a necesitar ayuda”. Con el correr de las horas, la frase sonó más de una vez.

Tras el primer paso en firme no aflojamos. Santiago convocó a una vigilia de oración. Sus amigos y conocidos se acercaron a rezar. Jesús eucaristía en el centro y todos nos rendimos a Él. Juan Pablo II enseñó que el misterio del sufrimiento llama al misterio del amor. Precisamente eso. Esta pequeña revolución anónima, casi insignificante para los parámetros de una megápolis como Bs. As., es un fruto tangible de que este trago inesperado (¿es realmente amargo?) no ha sido en vano. No descarto que haya otros frutos en danza aunque ignorados por todos nosotros. Lo que sí sabemos es que nos dio la oportunidad de valorar la vida aceptándola en toda su precariedad. La oportunidad de dar gracias por Tomás y todas sus riquezas puestas al servicio de Jesús; porque como el del evangelio, este Tomás también es amigo, mellizo y apóstol. Nos dio la oportunidad de constatar cuánto nos queremos y nos necesitamos y de que nuestra alianza con el Señor no se negocia. Somos tuyos Jesús… ahora y siempre. La vigilia se acaba y el coro, por su cuenta, elige la última canción. Nunca la había escuchado. Tampoco sabía que existiera. Me amaste, me diste nombre, yo soy tu niña, la niña de tus ojos. El día termina como empezó: el mismo templo, la misma idea. La emoción volvió a embargarme y supe, una vez más, que Él lo preside todo.

sábado, 7 de abril de 2012

Triduo pascual

El tino de la liturgia:

agradecida, sobria, dolida, maravillada, exultante.


La memoria del éxodo.

La meticulosidad de san Pablo.

La solemnidad de san Juan.

El lavado de pies.

La adoración silenciosa.

La soledad del huerto.

La discreción de las velas.

La vigilia orante y somnolienta.


El sagrario vacío.

El drama del relato.

El grito desgarrado y luego el mutismo.

La intercesión universal.

La nobleza de la cruz.

El corazón traspasado.

Las lágrimas de María.

El realismo del via crucis.

La sangre que redime.

Las calles como venas.

El paso sereno.

Los cantos de siempre.

Los vecinos desde las ventanas.

Y la contundencia del sepulcro.


El suspenso del sábado.

Día de vacío y medias voces.


La oscuridad del templo.

El calor del fuego santo.

La dignidad del cirio.

La explosión del anuncio pascual.

La riqueza de la Palabra.

La liberación del aleluia.

Las letanías a los santos.

La pureza del agua nueva.

La vitalidad de la fuente bautismal.

El trigo molido.

La uva exprimida.

La fracción del pan.

La copa que reconforta.


Los rostros amigos.

Las gracias secretas.

Los niños, que todo lo miran y todo lo preguntan.

Las viejas que sostienen las columnas

y reman en la barca más que nadie.

Vigilia pascual 2012 (Mc 16,1-8)

¡Qué lindo es verse reflejado en la Escritura! Descubrirse en el texto sagrado es en cierto modo sentirse descubierto. Alguien conoce mi misterio y me regala la clave para entenderme mejor. Y si todo eso ocurre en pascua, ¡cuánto más lindo!

El pasaje de la resurrección nos habla de unas mujeres. Gente corriente con nombres concretos: María Magdalena, María (la madre de Santiago y José) y Salomé. A lo largo de todo el evangelio han estado en segundo plano, sin siquiera ser nombradas. No tuvieron el protagonismo de los apóstoles ni pueden presumir gran cosa. No estuvieron en la transfiguración ni en Getsemaní. Pero sí supieron acercarse al misterio de la cruz. Es en la recta final donde ellas toman la delantera por la fuerza de su amor. De manera casi imperceptible, sin gran despliegue, se acercaron a Jesús. Por dos veces se dice que ellas miraban lo que pasaba (15,40.47). Aunque a distancia, supieron estar. Miraban no por curiosidad o morbo, sino por compasión. Y en el deseo de hacerle compañía pudieron no sólo ver sino contemplar. Pasaron de la literalidad de la escena al misterio escondido.

Esa contemplación explica lo que siguió. El amor es inquieto, es indomable. Siempre busca y encuentra la forma de seguir manifestando cariño. Ellas se mueven y compran los perfumes (algo no precisamente barato). Quieren ungir a Jesús. La unción es sinónimo de delicadeza y reverencia. Ellas no se siguen una lógica de conveniencia sino que dan rienda a las mociones del corazón.

Después de los preparativos se ponen en marcha. Salen bien temprano; el texto dice “muy de madrugada”.[1] Según los cómputos de la época, antes de la seis de la mañana.[2] Sin embargo, el texto dice también que “había salido el sol”. No se trata de una contradicción sino de un contraste. Marcos nos ofrece dos planos y nosotros sabemos que no miente. Las mujeres andan a oscuras porque creen que Cristo está muerto. Lo que no saben es que el sol, que es Cristo resucitado, ya brilla en lo alto. Todo el pasaje consiste en esa transición: en poder pasar de las sombras a la luz y de los ritos fúnebres a la celebración de la vida.


Llegan al sepulcro y reciben el anuncio. A Jesús no lo ven, sólo un anuncio. “Ha resucitado”. Tienen que confiar en la palabra de otro testigo… como nosotros. La resurrección no se prueba, se cree.

Ahora entramos en el corazón de la pascua. La resurrección pone en marcha el universo, enciende el motor de la historia. Porque con la muerte de Jesús no había muerto sólo un hombre sino todos los hombres y todas las cosas. En la muerte de Cristo todo se detuvo y todo parecía perder sentido.[3] Pero ahora que Él está vivo todo reverdece. Los nacimientos y las muertes, las alegrías y las angustias, los trabajos y las liturgias… todo se abre a nuevos horizontes y sabemos que la esperanza no defrauda.

Por el bautismo, cuya hora privilegiada es la de esta noche santa, somos sumergidos en este misterio de muerte y resurrección. Celebramos como nuestra la victoria de Jesús porque su resurrección es inclusiva –como todo lo suyo. Qué bien lo dice el salmo: “la trampa se rompió y escapamos” (Sal 124,7). Esa trampa evoca tanto la mentira de una doble vida como el engaño fantasioso del maligno. La trampa se rompió, se hizo pedazos. Nosotros escapamos con Cristo y conocimos la libertad.

La imagen de la trampa nos devuelve al relato de Marcos y a la clausura del sepulcro. Se trataba de una piedra “muy grande”.[4] Por eso, mientras iban de camino, las mujeres se preguntaban quién las ayudaría a correrla. Preocupaciones humanas que consumen mucho de nuestro tiempo y de nuestras energías. Nos angustiamos para nada, “inútilmente nos fatigamos” (Is 45,4). ¡Cuántos esfuerzos estériles, cuántas discusiones de más! Cristo se anticipa y lo hace fácil. “Vieron que la piedra había sido corrida”. Hay que despertar a la lógica de Dios que es providente.[5] El cristiano sabe contar con la variable de la sorpresa, de lo insospechado, del milagro.

La piedra removida y el sepulcro abierto dan lugar a una imagen poderosa: la de una inmensa boca abierta. En un sentido, son las fauces de la bestia que no pudo aprisionar la Vida. En otro, es la boca del cristiano. La que antes callaba amordazada por el fracaso y el dolor, ahora se ve liberada. Ya no hay impedimentos. Está despejada para cantar y reír y gritar a los cuatro vientos que Él está vivo.

La consigna del Maestro es ir a Galilea. Allí se dejará ver. ¿Por qué Galilea? Porque en Galilea comenzó todo. Se trata de releer la historia a la luz de Cristo resucitado. Él es la llave que abre los cerrojos, la clave que desentraña los enigmas, la pieza faltante que encaja en el rompecabezas.

Sin embargo, el pasaje nos depara otra sorpresa. Un final enigmático que desconcierta y sirve como advertencia. Las mujeres huyeron espantadas, corrieron “temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo”. Hasta en esto último podemos sentirnos identificados. Cuántas veces callamos el evangelio siendo que Jesús nos ha elegido para darlo a conocer. Quiera el Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que por la acción del Espíritu Santo, lleguemos a ser testigos convincentes de Jesús resucitado.

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[1]lían prõï

[2] La última vigilia nocturna iba de 3 a 6 de la mañana.

[3] “¿Habéis pensado que si Dios muriese todas las cosas moriríamos con Él? ¿Puede acaso morir un Dios? Tengo miedo, algo está crujiendo en mis entrañas, algo como en el día primero en el que Dios, soplando, me arrojó al mundo (…) Si Él muriese, ¿para qué serviría vivir?”; J. L. Martín Descalzo, “Las cosas tuvieron miedo” en Id, Siempre es viernes santo, Madrid, Planeta Agostini, 1995, 110.

[4] “Extremadamente grande” (mégas sfódra).

[5] No por nada en esta noche se proclama doblemente: “Dios proveerá” (Gn 22,8.14).

Dejen que los niños

Dejen que lo presente. Agustín no llega a los tres años y concurre a la parroquia desde que estaba en el vientre de su madre. Desde entonces no ha faltado ningún domingo. Forma parte de la tropa de feligreses más perseverantes. Es evidente que no lo entiende todo, pero sí capta lo esencial: que esa casa es de Dios, que el sacerdote está haciendo algo importante, que es bueno guardar silencio y no molestar, que dentro de esas cuatro paredes no hay nada que temer. Resumiendo: Agustín en miembro activo de la comunidad. Participa a su modo; corretea durante la misa, se hace sentir, pero nunca gritando ni abusando de su libertad. Incluso, cuando termina la misa, tiene la delicadeza de acompañar al sacerdote en su procesión de salida al atrio; y lo lleva de la mano, no sea cosa que se olvide el camino.

Agustín en 2011

Ocurrió durante el via crucis. Los jóvenes lucían sus disfraces y los mayores avanzaban compungidos. En el medio estaba Cristo: espigado, sangrante y con la cruz a cuestas. Los soldados romanos le hacían sentir su autoridad. Ellos lo golpeaban una y otra vez mientras María y las otras mujeres observaban con impotencia. Los chicos del barrio abrían los ojos y registraban cada detalle. Las antorchas por encima de sus cabezas completaban la escena. Entre las meditaciones y los cantos llegaban los ecos de una blasfemia, de un quejido o de un sollozo. Entonces ya no aguantó más. No se pudo contener. Agustín tuvo que enseñarnos que eso estaba mal. En el colmo de la sensatez grito: “No le peguen más”. Su débil voz apenas llegó a los oídos de su padre, pero la pureza de su corazón rasgó la noche y atravesó las nubes. Qué bien lo oyó el Padre del cielo. Cuánto le agradó esa piedad inocente y cristalina, certera y profética.

“Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Yo les aseguro: el que no recibe el Reino de Dios como niño no entrará en él” (Mc 10,14-15).


Mandamos a los niños a la escuela, dice Dios.

Creo que para olvidar lo poco que saben.

Mejor haríamos en mandar a la escuela a los padres.

Ellos sí que lo necesitan.

Pero, naturalmente, haría falta una escuela mía.

Y no una escuela de hombres.


Creemos que los niños no saben nada.

Y que los padres y los adultos saben algo.

Pero Yo os digo que es al contrario.

(Siempre es lo contrario)


Son los padres, los adultos, los que no saben nada.

Y los niños los que lo saben.

Todo.


Pues saben la inocencia primera.

Que lo es todo.

Ch. Péguy, El misterio de los santos inocentes

miércoles, 4 de abril de 2012

Miércoles Santo 2012

El pasaje de san Mateo que la Iglesia proclama el miércoles santo revela una escena de máxima tensión. Las horas corren y se acerca el final. En la intimidad de la cena Jesús deja ver sus sentimientos: algo de tristeza, quizás también decepción.
Hay un verbo que se impone. Judas ha puesto en marcha su decisión de entregar al Maestro. Es una traición, un golpe por la espalda, una estocada que hace abuso de confianza. Judas es uno de los Doce. Es un elegido. Su llamado fue fruto de un amor de predilección que maduró en aquellas largas vigilias de oración de cara al Padre. No, no fue un error. Y sin embargo, he aquí la oveja que parece perderse.
El dramatismo de la entrega de Judas no tiene que confundirnos. Porque esa entrega se inscribe en el marco de otra entrega más honda: la del propio Jesús que se ofrece a sí mismo. “Cuando iba a ser entregado a su pasión voluntariamente aceptada” (Plegaria Eucarística II). Jesús pone su vida en nuestras manos y es así como nosotros, cual niños traviesos, cebados, nos sentimos importantes malgastando el don precioso que nunca merecimos.
De todo esto se desprende un pensamiento consolador. Si Judas, si cada uno de nosotros llegamos tan lejos, es porque nuestro hermano mayor así lo permite. Hacemos diabluras, es verdad. Pero ellas no tienen la última palabra. Tampoco la primera. Por delante y por detrás, Cristo anticipa y envuelve. Él es alfa y omega, principio y fin. Nuestros golpes le duelen, ciertamente. Pero prima ese amor inexplicable por el cual se puso a tiro y por el que ahora elige permanecer. Lo suyo es un servicio, una misión. Así lo vislumbró durante siglos la profecía de Isaías, que hoy se presenta como primera lectura:
“Cada mañana, él despierta mi oído para que yo escuche como un discípulo. El Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a los que golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían” (50,5-6).
No se vuelve atrás por elección, por amor. Y eso es lo que desarma nuestras rabietas. No somos más que unos mocosos pataleando. Él lo soporta y espera, paciente, hasta que ya cansados de llorar y golpear, rendidos y doblegados por una misericordia tan larga, nos entreguemos al ansiado abrazo del perdón.

sábado, 24 de marzo de 2012

Memoria y Reconciliación

24 de marzo de 2012. Sábado IV de Cuaresma. Leemos Jn 7,46: "Nadie habló jamás como este hombre". Jesús es la novedad encarnada, él es la buena noticia. Admira y atrae tanto el modo como el contenido de su mensaje. En todo lo que dice y hace se percibe algo inefable, algo que no es de este mundo. Es un no sé qué sagrado que invita a la reverencia.

24 de marzo de 2012. Es feriado nacional en Argentina. Día nacional de la memoria por la verdad y la justicia. ¿Qué nos dice Jesús? Nos habla como nadie supo hacerlo. Nos dice lo que ninguna lógica humana pregona: la misericordia del Padre es inmensa y está entre nosotros. A todos se nos da porque todos la necesitamos. “El que esté libre de pecado que tire la primera piedra” (Jn 8,7). Él nos invita a vivir un amor hasta el extremo, un amor tal que nunca sospechamos. Sentimos que ese amor nos excede, que supera nuestras fuerzas…. Él nos dice que es posible, es nuestra vocación, nuestra verdadera identidad, nuestra plenitud. “Nada es imposible para Dios” (Lc 1,37). “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4,13).

Memoria por la verdad, la justicia y la reconciliación. Un católico, un cristiano hace memoria en el marco de la gran memoria del Señor. Siempre. No una memoria rancia, archivística. La memoria viva y cultual. Es la memoria litúrgica donde no vamos del presente al pasado (como quien recuerda), sino que el pasado viene a nuestro presente haciéndose actual. Una memoria contemporánea en la que la fuerza del acontecimiento se me ofrece tan fresca como la primera vez. Porque es esa primera y única vez… aquí y ahora. Esta memoria tan particular se llama “memorial”. La Iglesia siempre entendió la Misa como memorial del Señor.

Quiera Dios que los argentinos bautizados, que somos muchos, hagamos memoria a lo cristiano. Que no reneguemos de nuestro Maestro. Que no lo desdigamos con nuestros sofismas. Que busquemos la verdad, sí, la que libera (Jn 8,32). Y que busquemos la justicia, la que se sabe superada por la caridad. Y que busquemos la reconciliación, la que engendra hermanos y permite proyectar seriamente una familia. Memoria y Reconciliación. Verdad y Perdón. Justicia y Misericordia. “Y comenzó la fiesta” (Lc 15,24).

Desde el Santuario Jesús Misericordioso

Pues en una humanidad dividida
por las enemistades y las discordias,
sabemos que tú diriges los ánimos
para que se dispongan a la reconciliación.

Por tu Espíritu mueves los corazones de los hombres
para que los enemigos vuelvan a la amistad,
los adversarios se den la mano,
y los pueblos busquen la concordia.

Con tu acción eficaz puedes conseguir, Señor,
que el amor venza al odio,
la venganza deje paso a la indulgencia,
y la discordia se convierta en amor mutuo.

Plegaria eucarística para la Reconciliación II