viernes, 13 de noviembre de 2009

Sobre el Marqués de Sade y Karl Rahner

Cayó esta tarde en mis manos, sólo Dios sabe porqué, un opúsculo del Marqués de Sade. Su título irresistible me pudo: "Diálogo entre un sacerdote y un moribundo" (1782).[1] Absolutamente desprejuiciado y con lectura ávida recorrí las pocas páginas.

Ahora constato la vehemencia un poca altiva, e ingenua quizás, de alguien que hace un manifiesto ateo. Alguien que quiere justificar la inmoralidad mediante el primitivo recurso del libre curso a las pasiones. Alguien que soslaya las grandes tradiciones de pensamiento y espiritualidad en pos de la (ardua) búsqueda de un ser virtuoso. Alguien que se presenta como defensor de de la ilustración, y que no repara en sus propias incoherencias: por un lado enarbola la razón, y por otro se somete ciegamente a sus instintos. ¿En qué quedamos? ¿Hay razón? ¿Existe un juicio sobre la realidad? ¿O todo deseo está de por sí legitimado?

El Marqués confiesa estar "arrepentido" de haber resistido en algunas ocasiones la naturaleza. En su opinión, él debería haber respondido con mayor fidelidad a los dictados de sus facultades, que eran, como aclara, "criminales para ti, para mí las más simples". Concedido. Pero ahora este mismo hombre, no tiene autoridad moral para enjuiciar a otros. Es por ello que no se entiende la descripción de Jesús como "sedicioso, turbulento, calumniador, pícaro, libertino, un farsante grosero y un malvado peligroso". ¿Cómo puede decir, en relación a Cristo, que la "justicia implacable" recayó sobre "el que más lo merecía", y que "se demostró gran juicio al deshacerse de él", cuando, simultáneamente, niega la libertad humana? "El sistema de la libertad del hombre sólo fue inventado para sostener aquél otro de la gracia, tan favorable a vuestras ilusiones".

Concluyendo su "diálogo" trata de no incitar al crimen, y recurre a la razón como parámetro moral: hacer tan felices a los demás como uno mismo desearía serlo. Tarde. Demasiado débil quedó la imagen del hombre y su compromiso con el bien como para dar fundamento a una propuesta honesta respecto de las luchas interiores del hombre.

A continuación, leí también el fragmento "Fantasmas" de su obra pérdida: "Refutación de Fenelón" (1802). Me recuerda la diatriba de Job, sólo que el tono de Sade es superlativamente más atrevido e injurioso.[2]

Entonces vino a mi memoria la aguda "Meditación sobre la palabra Dios", de Karl Rahner.[3] Me permito compartirles unos extractos.

"... lo más simple e ineludible en la pregunta de Dios es para el hombre el hecho de que en la existencia espiritual está dada la palabra "Dios"...

"De todos modos, para nosotros la palabra está ahí. E incluso el ateo la pone siempre de nuevo cuando dice que no existe ningún Dios y que algo así como Dios no tiene sentido indicable; cuando funda un museo de ateos, eleva el ateísmo a dogma del partido y concibe todavía otras cosas de tipo parecido. También el ateo ayuda a que la palabra "Dios" siga teniendo existencia. Si quisiera evitar esto (...) debería contribuir a esta desaparición guardando un silencio absoluto, absteniéndose de declararse ateo...

"Existe la palabra "Dios". Esto por sí solo es ya digno de meditación...

"Incluso para el ateo, incluso para el que afirma que Dios está muerto, existe, según veíamos, Dios como el declarado muerto, cuyo fantasma es necesario ahuyentar, como aquel cuyo retorno se teme...

"Es la palabra sobrecargada y que nos esfuerza con demasía, casi hasta los límites de lo irrisorio. Sino se oyera así, entonces se percibiría como una palabra obvia y sin más trasfondo que las de la vida cotidiana, como una palabra junto a otras, y en consecuencia habríamos oído algo que sólo tiene en común con la verdadera palabra "Dios" el sonido fonético. Conocemos la expresión latina amor fati, amor al destino. Esta decisión por el destino significa propiamente "amor a la palabra que se nos dice", es decir, a aquella fatalidad que es nuestro destino. Sólo este amor a lo necesario libera nuestra libertad. Este fatum es en definitiva la palabra "Dios".



[1] Marqués de Sade, Diálogo entre un sacerdote y un moribundo, Argonauta, Barcelona, 1980. El mismo volumen recoge un prólogo de M. Heine, y un brevísimo fragmento de Sade titulado “Fantasmas”.

[2] Mutatis mutandis, valga lo que dice el abad André Louf, comentando uno de los tantos exabruptos de J.P. Sastre: “El que lea esta página como lee las blasfemias de Job en la Biblia, adivinará tal vez la confesión de Dios más conmovedora que la literatura de nuestro siglo haya producido. Tras la expresión de esta teología tan negativa se esconde una evidente experiencia de Dios (…) Pues incluso en nuestras más amargas blasfemias, seguimos gritando nuestra fe. En cada blasfemia se oculta la verdadera figura de Dios, aunque se presente al revés”; A merced de su gracia, Narcea, Madrid, 43.47.

[3] K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, Herder, Barcelona 1998, 66-73.

lunes, 26 de octubre de 2009

Bartimeo 2009 (Mc 10, 46-52)

Bartimeo es un personaje querible y querido para los cristianos. De entre la multitud de los que se acercan a Jesús con sus dolencias a cuestas, el hijo de Timeo sobresale porque, gracias al detalle de Marcos, zafa del anonimato y pasa a ser alguien con nombre propio.

Con admirable concisión y sobriedad, el evangelista nos pinta toda la situación. Mendigo, ciego, sentado, y al borde del camino. Bartimeo constituye el prototipo del hombre marginado. La gente pasa, el tiempo pasa, la vida pasa, pero él sigue ahí: varado. Digamos lo obvio: sin perjuicio de la memoria histórica, el relato desborda la anécdota y presenta una imagen existencial.

Hay muchas formas de estar al borde del camino, lo mismo que hay muchas formas de ceguera. Están los excluidos a la fuerza y están los que se autoexcluyen. Unos y otros sufren en soledad y cargan la frustración de no ser familia, de estar relegados de la fiesta. No pocas veces encuentro ancianos olvidados, gente que después de toda una vida se conforma con decir que los suyos “están en muchas cosas”. ¿Qué son esas muchas cosas? Bueno sería volver a la célebre tablita de los mandamientos y reparar en el cuarto renglón: honra a tu padre y a tu madre.

Propongo otro ejemplo. Hay gente para quien la vida se vuelve amarga por la sencilla razón de que queda atrapada en su dolor. Ese dolor, a veces real y a veces maquinado, se vuelve una excusa para no seguir. Es el hombre encerrado en su drama, carente de trascendencia, privado de sentido y de la presencia de Jesús. Es el hombre que se da a sí mismo demasiada importancia, el hombre que se pone en el centro y pierde referencia, el hombre “medida de todas las cosas” vencido por su repliegue. A este hombre ‘ombligo del mundo’ le es imposible descubrir que, más allá de su miseria (moral, física, psicológica, o afectiva), Dios es siempre más grande.[1]

Es cierto que la fuerza de este pasaje evangélico y su imagen del camino, arraiga en la experiencia más elemental de la humanidad y se nutre de la literatura universal. Pero hay más. El cristianismo primitivo recibió el nombre de “Camino”, mientras que los cristianos eran llamados “los del Camino” (cf. Hch), seguramente por aquella solemne declaración de Jesús: “Yo soy el camino” (Jn 14,6).

El texto griego dice que Bartimeo escuchó que Jesús pasaba; o quizá mejor, que simplemente estaba allí. El hecho es que en su ceguera, Bartimeo no claudica. Pone en juego el talento –acaso el único- de que dispone. “Atribulados por todas partes, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no aniquilados” (2Cor 4,8-9); porque según el mismo Pablo, “Dios es fiel, y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas” (1 Co 10,13).

Ese talento es una perla, porque en la Biblia el oído es el principal de los sentidos. “Fides ex auditu” (Rm 10,17). La escucha que engendra la fe y la obediencia (ob-audire), la escucha que es por definición apertura y receptividad, inclusión y participación. Con ese verbo, y en un instante, germina un cambio notable. Bartimeo juega su carta y empieza a gritar. Es Cristo de camino y el ciego entiende la situación. Es su hora, su momento oportuno, su kairós. Comentando este pasaje, san Agustín confiesa: “temo a Jesús que pasa”.[2] Temo a Jesús que pasa ignorado, temo desperdiciar su presencia discreta pero real, temo provocar otra vez ese llanto de Dios, como aquel día sobre Jerusalén: “porque no conociste el tiempo (kairón) de tu visita” (Lc 19,44).

El grito de Bartimeo tiene doble valor. Primero, por lo que dice: “Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí”. Frase contundente que aúna la familiaridad del nombre propio, la majestuosa ortodoxia del título mesiánico, y la súplica humilde y sincera característica de los anawim –los pobres de Yahvé. No por nada esta sencilla fórmula prendió en Oriente, y perdura hasta hoy, como uno de los tesoros de la espiritualidad cristiana: modelo de toda oración, es repetida de manera serena y constante hasta llegar a ser el aliento mismo del alma.[3]

En segundo lugar, el grito de Bartimeo vale por el grito mismo. Se trata de un grito profético. Dice J. Vanier: “el sufrimiento de las personas es grande… Dios puede actuar en ellos y a través de ellos, con sus dificultades y neurosis, para que la comunidad crezca. A menudo su grito es profético. Los demás tienen que estar atentos y escucharlo”.[4] Precisamente esto último, escuchar el grito, es lo que no hacen los que rodean a Jesús en el evangelio. “Muchos lo reprendían para que se callara”. El núcleo del relato se desplaza entonces, imperceptible, de la vista al oído: la cuestión es si se sabe o no escuchar.

El pobre, con todas las variantes que ofrece la Biblia, estorba. Su grito lastima porque me saca de mi mundo de fantasía, y porque me llama a comprometerme en una alianza. “Este grito puede ser evidente, como el de los niños en Calcuta, los niños de la calle de Nueva York o el de las personas con una deficiencia física o mental. O bien puede ser más callado. La necesidad de la Iglesia, en el siglo VI, de oasis de oración; la necesidad de la Iglesia en el siglo XIII en Asís de comunidades cercanas a los pobres. Existe un grito callado en el corazón de Dios, en el corazón de la Iglesia y en el corazón de los santos, que es esta sed de dar vida. Y, en fin, existen las lágrimas ocultas de los ricos que se debaten entre su riqueza y el sufrimiento de su egoísmo, de su vacío interior, de sus ilusiones, de sus errores, de su pecado, y que buscan un sentido a la vida”.[5]

Los que seguían a Jesús, los que (físicamente) eran del camino, no tuvieron sobre Bartimeo una mirada providencial. No supieron ver en ese mendigo el grito mismo de Dios. “Cada vez que lo hicieron con el más pequeño…” (Mt 25,40). Triste realidad que no nos abandona a los cristianos. Justo los que deberíamos hacer de puente somos los que hacemos difícil el acceso a Dios. Cuidémonos de que el rebaño no degenere en turba, en masa inercial, cristianos tibios a quienes molestan las buenas obras. Porque para san Agustín –y esta es otra perspectiva interesante- el grito de Bartimeo no es tanto el del dolor cuanto el grito de la santidad que incomoda.[6]

“Pero él gritaba más fuerte”. Hay veces que se está tan bajo que ya no se puede bajar más. Entonces queda uno con su verdad. Verdad que libera y que lo hace a uno gemir sin vergüenzas. “La oración del humilde atraviesa las nubes” (Eco 35,17).[7] Bartimeo, firme en la oración, insiste, persiste y resiste. Es la actitud cristiana de esperar “contra toda esperanza” (Rm 4,18). Este grito imposible de sofocar, esta herida del hombre, denuncia –lo mismo que el santo- que se puede esperar algo más. Y en este inconformismo (Rm 12,2) insobornable, aunque la gente no lo entienda, hay algo de Dios. “Les aseguro que si ellos callan, gritarán las piedras” (Lc 19,40). Efectivamente, “nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído”. Sea en el quejido del sufriente, sea en la alabanza del místico.

“Jesús se detuvo”. Dios no es una voluntad ciega, una maquinaria inexorable. Dios es amor: “he visto la aflicción de mi pueblo, he escuchado el clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos” (Ex 3,7). Y porque percibe, obra en consecuencia. Bajó en Egipto (Ex 3,8), bajó luego a los hombres (Flp 2,7), y ahora con Bartimeo baja la marcha. Contra toda especulación Jesús se fija y altera planes y pierde tiempo, sólo por uno. Ese uno lo vale, como lo vale la única oveja perdida para el pastor de la parábola (Lc 15,4).

Jesús lo manda llamar. Entonces los adláteres cambian de signo y cumplen su misión con palabras henchidas de gozo evangélico. “¡Ánimo, levántate! Él te llama”. ¡Cuánta luz en estas palabras! La comunidad otrora abroquelada se abre y hace ahora su anuncio eficaz. Acá hay un milagro (eclesial) escondido que precede y hace posible el de Bartimeo.

Se sabe la importancia que en la Biblia tiene el llamado como vocación y misión. No tenemos necesidad aquí de repasar toda la implicancia que tiene este verbo. Pero basta decir que se trata de un anticipo de eternidad. Bartimeo supo por un momento lo que significa estar “cara a cara” (1Co 13,12), solus cum Solo (Newman). Y lo sabe porque obedeció una invitación de la Iglesia. “Levántate”, que también significa, resucita (egeiro). Esta es la misión de la Iglesia: ser portavoz de Cristo y anunciar en imperativo –con la autoridad de su Señor– la resurrección.

Marcos aporta un detalle con miga. Al levantarse con energía y decisión, el ciego arroja su manto. Probablemente éste era su única pertenencia, y el lugar dónde guardaba las limosnas recibidas. Bartimeo acepta el despojo con tal de ir a Jesús. Se trata de un digno contrapunto respecto del hombre rico que acabó marchándose triste “porque poseía muchos bienes”.

Ahora están mirándose mutuamente. Y se miran que a Bartimeo le parece una eternidad. Jesús, humilde, como uno que no vino a ser servido sino a servir, pregunta: “¿Qué quieres que haga por ti?”. La misma pregunta le había hecho a los hijos de Zebedeo, y eso marca tendencia. ¿Es que de verdad sabemos lo que queremos? ¿Acaso no le cuesta al hombre contemporáneo conectarse con sus deseos mucho más de lo que él mismo cree? Si pudiéramos contestar limpiamente la pregunta de Jesús, habríamos dado un paso no pequeño.

Bartimeo no duda. Nos es fácil pensar que este ciego había esperado largamente este momento. La conciencia de su ceguera lo había hecho madurar. No lo llevó a un resentimiento sino a un mayor conocimiento de sí mismo y de sus deseos. “Maestro, que yo pueda ver”. La vista, en la Biblia, es hermana del corazón. Donde falla la vista, crece la vulnerabilidad y por tanto la inseguridad. Quien no ve está limitado, no puede formarse un juicio completo.

Jesús concede la gracia pero antes la atribuye a la fe. “Tu fe te ha salvado”. Lo que estaba en juego era más que un simple milagro. El milagro fue más bien un fruto visible de un proceso más hondo y abarcador. La salvación… ¿qué poco corre el término por estos días?

“En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino”. Todo apunta al seguimiento y todo culmina allí. Seguirlo es todo en la lógica del evangelio. Seguir es ser cristiano cabal y animarse a compartir la misma suerte de Jesús. Ahora Bartimeo está en la caravana. Pero mientras de los otros sólo se decía que “acompañaban” a Jesús, de él podemos decir más: lo siguió por el cammino.



[1] Deus semper mayor (S. Ignacio de Loyola); 1 Jn 3,20

[2] Sermón 88 (PL 38)

[3] El “hesicasmo” de los padres del desierto –de hesequía: serenidad, silencio, soledad interior y unión con Dios- delineó un método de oración. Una de sus prácticas, sino la principal, consiste en la repetición de la súplica de Bartimeo. Cf. H. Mugica, Kyrie eleison 41.

[4] La comunidad, PPC 2000, 66.

[5] La comunidad, PPC 2000, 100.

[6] “¿Qué es, hermanos, gritar a Cristo, sino adecuarse a la gracia del Señor con las buenas obras? Digo esto, hermanos, porque no sea que levantemos mucho la voz, mientras enmudecen nuestras costumbres. (…) ¿Quién es el que grita a Cristo? Quien desprecia el mundo, llama a Cristo (…) Llama a Cristo quien reparte y da a los pobres… quien escucha y no se hace el sordo —vendan sus bienes y den limosna; háganse bolsas que no se desgastan y acumulen un tesoro que inagotable en el Cielo (Lc 12, 33)— como si oyese el sonido de los pasos de Cristo que pasa. Al igual que el ciego, clame por estas cosas, es decir, hágalas realidad. Que su voz esté en sus hechos. Comience a despreciar el mundo, a distribuir sus posesiones al necesitado, a tener en nada lo que los hombres aman. Deteste las injurias, no apetezca la venganza, ponga la mejilla al que le hiere, ore por los enemigos; si alguien le quitare lo suyo, no lo exija; si, al contrario, hubiera quitado algo a alguien, devuélvale el cuádruplo”, Sermón 88, 12-13 (PL 38).

miércoles, 21 de octubre de 2009

Migaja sacerdotal 2

Dicen que un sacerdote que se acerca a un enfermo grave huele a muerte. No pocos lo rechazan como si su sola presencia los catapultara al más allá. Pero al fin, ¿no es eso lo que todos deseamos?

Puestos a morir -y de esa no se salva nadie-, ¿qué mejor que una referencia a la eternidad? La unción da ocasión para hacer un acto de fe en el Resucitado. De manera que la muerte puede empezar a ser un parto hacia la plenitud. "Ya no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor" (Ap 21,4).

* * *

Con todo, es justo reconocer que a pesar de no ir de riguroso negro, la presencia de un sacerdote en el sanatorio, y estando ya cerca de la medianoche, no podía resultar precisamente alegre.

Una llamada al servicio sacerdotal de urgencia me había llevado hasta ahí. Junto a la cama de Elba se erguía un joven muy joven. Rígido en su postura y glacial en su mirada. Pelo negro (largo y liso), remera negra, pantalón negro. No se sentía cómodo con la situación. Sus ojos y su mandíbula reflejaban una tensión inocultable.

Lo invité a rezar, y me dijo, casi sin abrir la boca, que él no sabía. Entonces empecé. Serena y pausadamente iba a recorriendo las fórmulas del ritual, mientras mi acompañante y otra enferma intercalaban tímidas respuestas. Rezaba por Elba, pero también por ese hijo suyo. Sabía que él necesitaba de esa oración tanto como su madre. [La unción es un sacramento de onda expansiva]. La Iglesia pone las palabras justas para expresar dolores y miedos. Con la delicadeza del Espíritu se bordean las más diversas variantes: súplica y arrepentimiento, sanación y acción de gracias, agonía y eternidad.

Leo seguía lejano, imperturbable, o quizás peor, desafiante. En determinado momento decidí posar mi mano sobre su hombro; como quien no le da mayor importancia, siguiendo con las oraciones y evitando la mirada. Quería generar algún tipo de comunión, quería hacerle sentir que estaba de su lado, que Dios no lo abandonaba. Y entonces pasó lo admirable. Esa fortaleza empezó a ceder: un ligero temblor primero, unos ojos vidriosos después.

Y Dios lo tocó. Como despedida nos fundimos en un abrazo, y se animó a llorar mientras me daba las gracias. Como quien gustó del vino bueno, quería más. Sabía que ese momento había sido sagrado para él y su mamá. Había entendido que hay asuntos que sólo se atraviesan de cara a Dios.

Al día siguiente me llamó a la parroquia. Elba había muerto. Intenté ofrecerle unas palabras de consuelo (1 Tes 4,8) a la vez que repasábamos lo vivido la noche anterior. Estaba conmovido y agradecido. Tenía la convicción de que Dios había asistido a su mamá. En su modo de hablar, tan cerrado y poco dispuesto a transmitir emociones, llegó a decir: “fue magnífico”.

Y yo pienso: lo magnífico es que él, con la mamá todavía sin enterrar, haya podido decir esa palabra. Al fin y al cabo, con la mirada puesta en el Padre del cielo, los dos convergemos en esa palabra tan materna porque muy mariana: MAGNIFICAT anima mea Dominum (Lc 1,46).

martes, 6 de octubre de 2009

Respuesta a Tomás Eloy Martínez


"El que calla otorga", dice el refrán.


Escribo lo siguiente porque no quiero callar. Y no quiero callar porque tampoco quiero otorgar.


No quiero avalar la falta de seriedad. No quiero ser cómplice del manoseo mediático al que también ahora se somete el pensamiento.[1] Exijo un poco de respeto, en primer lugar, y sin ninguna connotación peyorativa, al hombre simple y vulgar, a ese hombre de la calle a quien Sócrates se dirigía en el ágora ateniense, al hombre elemental o "rudis" que también acaparaba la atención de Agustín. En segundo lugar, respeto a la Teología, que es una ciencia y que se cultiva en las universidades desde la fundación de las mismas.


¿A qué tanto reparo? Al artículo de Tomás Eloy Martínez en "La Nación" del sábado 3 de octubre de 2009. La primera observación que me permito, admitiendo desde ya mi modesta formación en comparación con la del autor, es de tipo global. Al terminar la lectura uno no acaba de acertar qué se quiso decir. Los párrafos, en su afán de tocar variadísimos temas, dejan una sensación de confusión e inconsistencia. El artículo no es ni literario, ni histórico, ni filosófico, ni exegético, ni teológico. Intentaba, o eso parece, ser una síntesis grandiosa. Quedó en el intento.


Hubiera sido preferible una actitud más modesta y menos forzada. Ya el primer párrafo grita un error teológico de enorme envergadura. El autor describe el estado del Cristo glorioso y resucitado -en medio de una idea que queda inconclusa- con las siguientes palabras: "... cuando Jesús ya se había desprendido de su cuerpo mortal y su alma estaba en relación directa con Dios". Sobran los textos escriturísticos y patrísticos para demostrar que la fe cristiana afirma de Jesús la resurrección y ascensión "en carne". Precisamente ahí reside la alegre novedad (evangelio) y el escándalo. Nada más alejado de la concepción cristiana en general, y católica en particular, que la resurrección de Jesús separada del cuerpo.[2]


El segundo párrafo también exhibe una preocupante y ambigua liviandad. El celo de las primeras comunidades cristianas por la fidelidad a la doctrina (de Jesús), que ya se evidencia en el NT aunque el autor no lo mencione, se deja entrever como fanatismo intolerante: se dice que las desviaciones heréticas "eran intolerables", y que los "simonianos, ebionitas y nazarenos no tardaron en ser aplastados". Se habla de "rencillas incesantes" y de "disputas sin fin".

Sin negar en nada lo escandaloso del anuncio cristiano, y las consiguientes dificultades en ser aceptado, me parece un abuso, y también un anacronismo, el que Eloy Martínez atribuya a los primeros cristanos semejante violencia. ¿Qué otra cosa se desprende del término "aplastar"? Cabe recordar que los cristianos del siglo I y principios del siglo II eran una minoría perseguida. Perseguida por ciertas facciones de los judíos y perseguida luego por la furia romana.


En esta misma línea es imposible no criticar las aseveraciones de Eloy Martínez, sorprendentes en un hombre de cultura, cuando todavía situados en los dos primeros siglos dice: "Miles de cristianos iban a la guerra y sucumbían para imponer la idea de que Jesús era una encarnación humana de Dios y para negar o afirmar que Dios era uno y trino. En cada soldado había un teólogo. Cada capitán defendía un dogma que se declaraba el único verdadero y consideraba que las otras creencias eran blasfemias o herejías que debían ser castigadas con la muerte". Habla como si el cristianismo hubiera tenido en esa época libertad total, como si hubiera contado con ejércitos poderosos, olvidando que recién en 313 Constantino decretó su plena tolerancia, olvidando la múltiples y cruentísimas persecuciones que asolaron a la grey cristiana hasta 305. ¿Por qué las disputas doctrinales o teológicas son presentadas como matanzas?


Todo esta situación descripta le sirve al autor para crear un clima de desconfianza ante el fenómeno cristiano, la formación del canon bíblico y la ortodoxia que se abrió paso. Eloy Martínez se suma, según la célebre expresión de Ricoeur, a los "maestros de la sospecha". El mensaje sería: fuimos engañados, nos ocultaban algo. La historia no es como te la han contado. Así, en este contexto de confusión, violencia, e "imposición de una voz única", empiezan a pulular los evangelios apócrifos y la figura de Judas. "A río revuelto, ganancia de pescador".


Se aprecia otra falta de rigor, al presentar Eloy Martínez el papel que Juan evangelista da al apóstol traidor. Es un error menor, pero lo que acá quiero señalar es que no da todo lo mismo. Decir que Judas se marcha "furtivamente de la Cena hacia su castigo infernal". ¿Castigo infernal? Expresión disculpable para el genéro poético pero sumamente equívoca para un ensayo.[3]


La redacción del autor es tan vaga, y sus cambios de temas tan apurados, que uno no logra advertir si refiere pensamientos de los evangelios canónicos, o de los apócrifos, o de la ficción borgeana. Decir al comienzo de un párrafo -es decir, sin referencia definida- que "Judas es el único de los apóstoles que intuye la divinidad de Jesús" es otro error de máxima categoría. Cualquier feligrés de misa dominical sabe que Pedro confesó a Jesús como Hijo de Dios. De manera semejante, hoy cualquier teólogo admite en la tardía admiración del incrédulo Tomás un trato divino hacia Jesús: ho Theos (Jn 20,28).


Como quien se empeña en acumular burdos errores teológicos -y más que teológicos, de cultura general- el autor dice de Judas, que "se rebajó a cometer la peor de las infamias sólo para que el Verbo se hiciera carne en la cruz y salvara a la humanidad". ¿Para que el Verbo se hiciera carne en la cruz? Asociar la traición de Judas con la encarnación es a todas luces falso, y otro tanto que ella aconteciera en la cruz.


La referencia de la consulta a los curas de su juventud es llamativa aunque no inverosímil. Puede explicarse o por mala teología de los predicadores, o por mala comprensión del autor (lo cual no sería tan raro atendiendo sus serias lagunas en la materia), o por la confusa redacción del artículo que nos ocupa. En todo caso, la edad adulta permite subsanar experiencias negativas y entablar diálogos fecundos con gente competente. Porque más allá de los excesos gnósticos de ayer y hoy, sigue en pie que la doctrina de la redención cristiana consiste justamente en que el mal puede ser transformado en bien por virtud de un amor transfigurador (el de Cristo). El NT repetidamente expone una cierta "necesidad" para que el plan de salvación se consumara. Necesidad no coercitiva sino de "conveniencia". Son cuestiones agudas que no pueden despacharse tan fácilmente, y que por eso sorprende, cuando no enoja, verlas tratadas con tanta ligereza.


Eloy Martínez debería haber sido, por respeto al lector, más claro. Podría haber subrayado la coincidencia de fondo para luego resaltar la originalidad del pensamiento gnóstico del evangelio de Judas, coincidente con el de Borges. ¿Tan extraño es que un predicador católico se escandalice de que Dios le pida a un amigo que lo mate? Hacer a Dios cómplice e instigador de un deicidio es aterrador. Y creo honestamente que la figura del Judas apócrifo que conoce la divinidad de Jesús, y coopera con plena conciencia en su muerte, no queda mejor parada que la del avaro presentado por los evangelios canónicos.


Para terminar, y pasando por alto la forzadísima mención del antisemitismo (¿en relación a Judas?), creo que Eloy Martínez, teniendo una buena idea, la echó a perder. Quiso hacer de lo simple algo grandilocuente. Jugó en terreno que lo excede y se puso en evidencia. Sinceramente, no lo había leído antes. No tenía prejuicios de ningún tipo. Pero este artículo suyo deja mucho que desear. Lo que el autor quizás no advierta es que él toma partido por la antigua corriente gnóstica (elitista, por cierto) cuando contrapone "la firmeza del conocimiento" a "la fe de los primitivos". En pensamiento "católico" en cambio, no contrapone sino que reconcilia; es, como lo dice la palabra, universal, amplio, abarcador. Curiosamente tenemos que decir que si Eloy Martínez hubiera sido consecuente con las exigencias del conocimiento y de la razón, probablemente no se hubiera equivocado tanto.



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[1] Tengo pendiente un libro que me recomendaron: "La derrota del pensamiento", A. Finkielkraut.


[2] Lc 24,36-42


[3] En Jn 13,30 Judas sale de la cena, y está claro que va a disponer todo para la traición. Pero la teología se ha cuidado siempre de no identificar, ni suponer, pecado y castigo infernal.




Luján 2009

La peregrinación a pie a Luján, como toda peregrinación, es una parábola de la vida y un acontecimiento de gracia.

La vieja imagen del camino sigue dando que hablar. Pero una cosa es pensar una imagen, jugar con ella, y otra muy distinta, mucho más rica, es vivirla. Decimos parábola de la vida porque la peregrinación expresa el dinamismo existencial de los hombres. Todos estamos en tensión hacia una meta que se adivina y se añora, porque la felicidad es en el fondo eso: la paradoja de una realidad que es nostalgia de lo desconocido.

La peregrinación es además, en este caso, una experiencia colectiva. Hablar de Luján es hablar de pueblo. En nuestra sociedad tan fragmentada, donde es muy fácil atrincherarse en guetos y tribus urbanas, la peregrinación nos sumerge en la desconcertante variedad de la vida real. Y, a diferencia de las concentraciones estáticas de los partidos y los recitales, acá la gente pasa. Pasa con su música, con su ropa, con su jerga, con su edad, con su salud y hasta con su billetera (o su falta de una). Uno los ve a todos y aprende: ¡qué misterio es la vida!

Sabemos que Dios no nos habla sólo en las Escrituras sino también en los hechos cotidianos. Sabemos que su Palabra es(tá) viva y que tiene algo que decir. Entonces, si la peregrinación es una parábola, tenemos que preguntarnos si estamos haciendo un esfuerzo por captar su mensaje. ¿Cómo interactúo con la peregrinación? ¿Soy indiferente a ella? Se es cristiano en unas coordenadas espacio-temporales, en una Iglesia concreta, y no puedo estar ajeno a una "palabra" de semejante magnitud. A modo de ejemplo, quisiera compartir tan sólo una idea. Todos en la peregrinación, absolutamente todos, saben hacia dónde se dirigen. Sería bueno que en la vida tuviéramos la misma claridad sobre nuestro destino último. Con que la peregrinación nos ayudara a recordar anualmente que en última instancia estamos llamados a la Casa de Dios, eso ya sería bastante.

La vida nos desborda y tenemos que aceptar que cada uno camina como puede. Tenemos que saber mirar con buenos ojos a todos. A los que caminan con alegría exultante y a los que callan una angustia, a los que marchan a paso firme y a los que se arrastran con dolor, a los que rezan piadosamente y a los que van un poco tomados. Porque todos esos caminan y ya eso es mucha cosa. Pero fundamentalmente porque si caminan es porque Otro los llamó.

La peregrinación como acontecimiento de gracia explica mejor que nada esa multitud. Más allá de los estudios sociológicos y de las cantidades, ahí hay una figura que convoca. Convoca apelando al corazón y despertando una sed de contención que anida en lo secreto. Aquella misteriosa tarde en que el Hijo de Dios murió en las afueras de Jerusalén se creó un vínculo. "Ahí tienes a tu Madre". Y el discípulo la recibió como suya. Desde entonces el pueblo cristiano vive con María una "química" especial. Pasan los siglos y la mutua pertenencia sigue vigente: Totus tuus.

Se equivocan quienes superficialmente juzgan apariencias y reducen todo a superstición o desafío atlético. Nadie pude juzgar la conciencia de nadie, y nadie sabe la motivación última de los que peregrinan. Sólo Dios conoce ese secreto. Secreto a veces mal expresado, secreto quizás ignorado por los mismos peregrinos pero no por ello menos real y activo en el espíritu de los hombres. Hay que oír las confesiones, hay que leer las intenciones, hay que ver ciertas postraciones, miradas y caricias para entender lo que envuelve la peregrinación. Acontecimiento de gracia decimos y no sin incluir al sinnúmero de personas que se suman desde la oración.

La peregrinación, en efecto, es ante todo una actitud interior. Para ir a misa el domingo, casi sin saberlo hacemos una peregrinación. Poco importa la distancia. Lo que importa es la religiosidad de ese trayecto y la sinceridad de nuestro deseo. Para terminar, fuerzo la metáfora y digo que sería muy edificante vivir en clave peregrina nuestros numerosos viajes porteños. Hacer de la ida al trabajo una mística que me lleve a crecer en mi dignidad de persona porque mi esfuerzo se asocia al del Creador, y hacer también de la vuelta a casa una procesión al santuario de los afectos, aquellos que Dios me regaló y que constituyen lo más valioso de nuestras vidas.

domingo, 23 de agosto de 2009

Jn 6, 60-69

Domingo XXI B: Jos 24,-2a.15-17.18b; Sal 33; Ef5, 21-32; Jn 6, 60-69

Vivir es elegir, y también renunciar. Pero a veces, como en este domingo, las elecciones se vuelven decisivas. Las circunstancias piden una definición y no hay lugar para medias tintas.

Josué, hijo de espiritual de Moisés, había recibido la misión de introducir a Israel en la tierra prometida. Ante la tarea cumplida y la inminencia de su muerte, Josué convoca a su pueblo. He aquí un líder. Como un padre reúne a sus hijos y sin ambigüedades los llama a la reflexión. Sabe que los suyos están expuestos a la idolatría, y les habla con franqueza. “Elijan hoy a quién quieren servir”.

Presenta la opción, da libertad, pero no oculta su propia elección. “Yo y mi familia serviremos al Señor”. Josué va de frente, y se juega por convicción. Hoy algunos padres imaginan para sus hijos una educación neutral –“que decidan ellos”- cuando eso es imposible. No violentar es una cosa, sugerir un camino es otra.[1] La libertad también se educa, ya que la realidad no es aséptica y la orfandad espiritual es un riesgo real.

Pero hay más, porque adelantándose, Josué se arriesga a quedar excluido del proyecto de nación. En la asamblea de Siquem se decide el futuro de Israel, los lineamientos del pueblo en la nueva tierra de Canaán. ¿No es la actitud de Josué un ejemplo para muchos padres de nuestro tiempo? ¿Cuántas veces cedemos, en cuestiones de fondo, al mandato de la mayoría? ¿No deberíamos tener un criterio propio y ser capaces de sostenerlo por encima de la presión mediática-social?

Finalmente Israel elige, y elige bien. “También nosotros serviremos al Señor, ya que él es nuestro Dios”. No es una simple mimesis colectiva o una decisión ligera. Israel decide, siguiendo el ejemplo de Josué, desde la memoria creyente que repasa en su corazón los favores de Dios.

Cuando abordamos el pasaje del Evangelio volvemos a encontrar una disyuntiva. Curiosamente, en paralelo a la progresiva explicitación de Jesús, a su mayor claridad en el anuncio, aparece una creciente oscuridad en quienes lo escuchan. La perplejidad y el escepticismo llegan ahora cada vez más cerca, afectando incluso a sus discípulos. “¡Es duro este lenguaje! ¿quién puede escucharlo?”.

Los discípulos caen en la murmuración: pecado paradigmático de Israel y pecado recurrente en este cap. 6 de Juan. Pero podemos preguntarnos ¿es duro el lenguaje o es duro el corazón? El lenguaje es duro porque desorienta, contrasta, hiere, desenmascara e interpela. “La Palabra de Dios es más cortante que espada de doble filo; penetra hasta la raíz y discierne”. Y cada vez que Dios nos habla, llama a una felicidad que exige conversión.[2] Entonces el escándalo asoma como reflejo de la incredulidad. “Hay entre ustedes algunos que no creen”.

Es al corazón de piedra (Ez 36,24), al frío, al inconmovible, al impenetrable; es a ese corazón que Jesús se dirige. Un corazón que no se deja abrasar por el fuego del Espíritu y que cierra filas ante la Buena noticia. “¿Quién puede escucharlo?”.

Pensemos un momento. Es Jesús quien recibe el rechazo, es el Hijo de Dios, la Ternura hecha carne, el que tiene que escuchar que su lenguaje es “duro”. ¿Puede eximirnos el seguimiento de Cristo de esta amargura? ¿Podemos esperar recibir el aplauso de la tribuna y ahorrarnos el reproche de la opinología? Hoy para muchos, la Iglesia profesa un lenguaje “duro”, incomprensible… ¿Es entonces la desaprobación una vergüenza o una confirmación?[3] Habrá que discernir, pero atendiendo a san Pablo: “No tomen como modelo a este mundo. Por el contrario, transfórmense interiormente renovando su mentalidad”.[4]

Para salvar la distancia de criterios y sanar la esklerocardia –la dureza de corazón-, Jesús presenta al gran don del Padre. “El Espíritu es el que da la Vida”. Dicho de otro modo, quien no cree -y la fe es un gran misterio- está muerto; como se lee en el Apocalipsis: “aparentemente vives, pero en realidad estás muerto” (3,1). No entramos en Jesús sino por gracia, por atracción, por concesión del Padre. Y a esta gracia hay que aprender a mendigarla.

“Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo”. La incomprensión muestra su costado más doloroso. El que venía a reunir al rebaño, tiene que ver cómo las ovejas se pierden y los amigos se alejan. Este desengaño de la gente, que es para Jesús un cierto fracaso, se conoce en los evangelios sinópticos como la “crisis de Galilea”.

Es el momento de la verdad. Una vez rota la fase del enamoramiento se abre la posibilidad de una elección madura. La difícil situación se expresa en círculos concéntricos cada vez más íntimos, y toca ahora al grupo de los Doce. Los mismos Doce que encontrábamos al comienzo, sobre la montaña. Jesús-Josué toma la iniciativa y no escapa al problema. “¿También ustedes quieren irse?”. Obligándolos a tomar partido, les hace un favor.[5] Quizás deberíamos preguntarnos más seguido qué es lo que queremos.

Si tan sólo fuera más fácil saber lo que queremos. En nuestro interior hay una lucha. Todos tenemos un doble querer: un querer profundo y un querer más superficial, y pasa que más de una vez no se ponen de acuerdo. Jesús pone en claro quién es y qué ofrece. “Las palabras que les dije son Espíritu y Vida”.

En el aire hay un silencio incómodo, una pausa que mueve a la reflexión y a ser serios con nuestra vida. Pedro se adelanta y marca el camino (“el” Camino). “Señor ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”. Liderazgo positivo lo llaman ahora. Realismo y mucho sentido común, valentía y amor a la verdad. ¿A dónde iremos si ya vimos lo que nadie vio? ¿Cómo conformarnos con tan poco cuando probamos lo más alto? De palabras estamos llenos y, lamentablemente, muchas de esas palabras son de muerte. ¡Qué amargura respiramos a diario! ¡Cuánto desencanto! En medio de eso, casi imperceptibles, están las palabras de Jesús. Palabras de vida eterna que abren horizontes de santidad. Palabras que resuenan en los corazones limpios y suscitan admiración: “Nadie habló jamás como este hombre” (Jn 7,40).

Pedro es la cabeza de una comunidad expuesta a la tentación; una comunidad que vacila y que conoce la vergüenza. Podría dar la impresión de que Pedro elige a Jesús por descarte, para no quedar solo, para no renunciar a su ilusión. Pero no. Pedro sabe y hace su confesión. “Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios”.

Este es Pedro, la Piedra elegida, la Piedra que confirma a los hermanos porque a pesar de las caídas tiene el carisma concedido por Dios. Todos nosotros tenemos necesidad de Jesús, pero también tenemos necesidad de un hermano mayor que sea firme en su fe. Este domingo es el del amor maduro. Amor purificado de segundas intenciones y despojado de ilusiones mundanas.[6] Amor que olvida el espejo y se concentra en Jesús, amor que acepta el desafío y entra en “la segunda llamada”.[7]


[1] La educación (e-ducere) entraña siempre una conducción que se supone orientada al bien. Donde se abstiene uno de afirmar el bien, la vida degenera en el capricho, o en el absurdo que se manifiesta como caos incoherente. Por otra parte, siempre se da un mensaje: sea de un valor vivido (aunque pretendidamente oculto), sea de una confusión que no invita, no atrae, al crecimiento.

[2] Mc 1,15; Mt 3,2; Lc 3,3; Rm 12,2

[3] “La revelación, según su concepto más nítido, es la palabra del Dios que está por encima del mundo pronunciada dentro del mundo; la manifestación de algo que no puede deducirse del mundo. Precisamente ahí está su carácter salvador (…) La revelación no es nada cómodo. No tiene el significado de manifestar de forma popular pensamientos que pudiesen ser expresados más correcta y exactamente por medio de la filosofía o de la experiencia de la vida. La revelación es, por el contrario, la palabra que respecto del mundo pronuncia en la historia el Dios soberano (…) La palabra de Dios no es la ratificación del pensamiento humano autónomo, sino un juicio sobre él (…) Nada resulta más fácil que cuestionar la palabra de la revelación desde cualesquiera posiciones de la correspondiente conciencia histórica”; R. Guardini, Ética, B.A.C., Madrid 2000, pp. 248, 872.

[4] Rm 12,2

[5] “Conozco tus obras: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca” (Ap 3,15).

[6] “Perder las ilusiones trae consigo muchos sufrimientos y llantos, porque todos vivimos más o menos de ilusiones que protegen nuestra vulnerabilidad. Cuando se esfuman nos encontramos ante un vacío terrible, que es casi como una muerte (…) Este proceso, a menudo doloroso, puede ser bastante largo, pero cuando finaliza, renacemos en la verdad. Y la verdad siempre nos libera”; J. Vanier, La comunidad 149-150.

[7] “La segunda llamada llega más tarde, cuando aceptamos que no podemos hacer cosas grandes y heroicas por Jesús. Es tiempo de renuncia, de humillación y de humildad. Nos sentimos inútiles, no somos reconocidos. Si el primer paso se hizo a pleno día, bajo un sol radiante, el segundo se dará a menudo de noche, con la impresión de estar solo, confuso y con miedo. Comenzamos a dudar del compromiso que hicimos a plena luz. Tenemos la impresión de estar rotos en muchos sentidos. Pero este sufrimiento no es inútil. A través de la renuncia podemos llegar a una nueva sabiduría de amor. Sólo el sufrimiento de la cruz puede hacernos descubrir el sentido de la resurrección”; J. Vanier, La comunidad 152-153.