jueves, 26 de diciembre de 2013

Santos inocentes (otra ronda)

No había lugar para ellos en el albergue (Lc 2,7). 
Vino a los suyos y los suyos no la recibieron (Jn 1,11). 

La navidad conlleva el enigma del rechazo al Santo de Dios. Lo sabemos pero no deja de ser triste. Sobre todo cuando ocurre con violencia. Y la cosa resulta más amarga cuando se lo tapa con el silencio hipócrita de los medios. 


Esta Navidad, una vez más, cristianos mueren por ser cristianos. Dos autobombas explotaron en Bagdad (Irak) tras la celebración de la misa. Las versiones difieren en detalles, pero lo cierto es que el ataque estaba dirigido a un centro donde se congregan cristianos, que son una clara minoría en el país. El saldo deja más de 35 muertos y unos 70 heridos. 

Los medios callan. ¿Quién se duele con la madre Iglesia que llora a sus hijos? ¿Quién alza su voz para denunciar estos crímenes aberrantes? Me gustaría ver en ello más frivolidad que malicia. De todos modos, el resultado es el mismo: "tomó el agua y se lavó las manos" (Mt 27,24). Quizás por todo esto, un día después, la Iglesia nos llama a contemplar a el martirio de Esteban. No sólo para asumir la posibilidad cierta de una muerte violenta sino, fundamentalmente, para aprender qué tipo de respuesta corresponde: "Señor, no les tengas en cuenta este pecado" (Hch 7,60).

Concédenos, Señor y Dios nuestro, imitar a san Esteban
y aprender a amar también a los enemigos,
ya que celebramos el martirio de aquél
que supo interceder por sus propios verdugos.


Fuentes: cnn.com  -  tageschau.de 


martes, 24 de diciembre de 2013

Ejercicio navideño

Será esta noche. O quizás mañana temprano. Me pondré delante del pesebre para adorar a Jesús. Al principio, sin palabras, sin cantos, sin pensamientos. Sólo mi presencia y un silencio reverente. Luego le diré que lo quiero y que lo necesito. Y le daré gracias por haber venido de tan lejos, por haberse molestado (esta vez  que hacía falta). 


Pediré a María y a José que me enseñen a cuidarlo; a defenderlo, sobre todo, de mis propias salvajadas. Tomaré conciencia del regalo de la fe y alabaré a Dios por el don del bautismo, de la eucaristía y de la confirmación. Y por todo lo demás. ¿Qué tengo que no me haya sido dado en Cristo? (1 Co 3,21-23). Finalmente, me arrodillaré. Me haré chiquito y pobre como un bambino. Dejaré a un lado toda mi soberbia y mi prepotencia mundana. Por un instante estaré indefenso y desearé ser humilde como un lactante. Entonces, le daré un beso tierno. Y en ese beso cabrán todos: la Trinidad y los santos, familiares y amigos, vivos y difuntos, la gente que defraudé y la gente que me hirió. No habrá cuentas pendientes sino comunión profunda y reconciliación. Será un ósculo de paz sincera y fuerte: una nueva creación. Ya lo dijo Pablo: "él es nuestra paz "(Ef 2,14). 

Ahora te invito a que te sumes a esta gimnasia navideña.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Inmaculada Concepción de María

La fiesta de la Inmaculada no se termina de entender sin el trasfondo que nos ofrece la primera lectura. El libro del Génesis nos trae un relato triste. Es el relato de la caída; una caída que afecta a todos los hombres. En cada línea se percibe un aire a frustración que podemos sintetizar en tres palabras: miedo, desnudez, escondite. La Biblia deja constancia de que algo se rompió: ahora reina la turbación, la vulnerabilidad y el disfraz. No se trata sólo de un evento pasado, sino de una realidad que llega a nuestro hoy.



En todo este episodio Eva juega un rol muy particular. Ella dialoga con la serpiente y es la primera en ceder. Ella ofrece a Adán el fruto prohibido. Desde entonces Eva es la madre de una familia lastimada. No se le quitó la alegría de engendrar, pero carga con el peso de ser madre transmisora de una enfermedad hereditaria.

A la luz de este panorama sombrío, captamos mejor la figura de María. Ella es la nueva Eva, la llena de gracia; la madre de santidad, la madre portadora de anticuerpos. Basta contemplar el Evangelio. Donde reinaba temor, el ángel anuncia “alégrate” y “no temas”. Donde había desnudez, la vemos cubierta con la “sombra del Altísimo”; es decir, vestida de Dios. Donde había escondite, la vemos disponible y generosa: “He aquí la servidora del Señor, hágase en mí…”. María significa un nuevo comienzo, una existencia libre, sin mancha, sin el lastre de nuestros padres (porque la culpa pesa).


En este tiempo de Adviento, preparatorio a la Navidad, dejemos que la Inmaculada nos hable. Señalamos tres aspectos de entrecruzamiento.

1. María es inmaculada, llena de gracia y de la presencia del Señor, no por mérito propio sino por puro regalo. Dios la elige en su misteriosa gratuidad. Pero no sólo eso. Ella es inmaculada, no desde la anunciación sino desde la concepción. Aquí hay algo muy propio del Adviento. La concepción siempre es un evento oculto. Tiene que ver con la intimidad de un varón y una mujer; y tan oculto es que ni siquiera ellos mismos lo saben. Pues la concepción nunca es un evento cierto sino una gracia a descubrir. Hablar de concepción es mirar la germinación. Hoy celebramos la discreción de Dios que obra en lo secreto algo que se va a manifestar mucho después. Frente a nuestra ansiedad que lo quiere todo ya y de modo rutilante, frente a nuestra desazón que no sabe discernir la acción sutil de Dios, el Adviento nos invita a confiar en la mano silenciosa del Señor: “Miren, yo estoy por hacer algo nuevo, ya está germinando, ¿no se dan cuenta?” (Is 43,19).

2. María es en Cristo el cumplimiento de las promesas de Dios. En el momento mismo de la caída, en las palabras que el Señor dirige a la serpiente, escuchamos un vagido de esperanza: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo”. María es la descendencia que triunfa sobre el tentador, la mujer que aplasta al dragón ávido de corromper hijos. El Adviento es el tiempo en que acariciamos la promesa de Dios; y al contemplar a María inmaculada, sabemos con certeza que no seremos defraudados.



3. Celebrar a María inmaculada es celebrar lo que Dios ha hecho en ella. Porque se dejó trabajar por el Espíritu del Padre. Qué bien lo dijo Dante en la Divina Comedia: “Virgen Madre, hija de tu Hijo” (Paraíso, XXXIII). Sí, hija de tu hijo; María es sin pecado por el rescate de Jesús. Cristo no había nacido pero en la mente de Dios ya estaba salvando a su madre. De ese Hijo bendito brota toda santidad y por eso decimos que María inmaculada es hija de Jesús. Madre en la carne, hija en la gracia. También nosotros tenemos que nacer de Jesús. Y para eso avanzamos hacia la Navidad. De modo que, junto con María, “cantemos al Señor un canto nuevo, porque él hizo maravillas” (Salmo 98).


domingo, 17 de noviembre de 2013

2007 - 17 de noviembre - 2013

Un día como hoy, hace ya seis años, el cardenal Bergoglio ordenaba 15 sacerdotes.
Uno de esos era yo.

Seis años no son una enormidad pero tampoco son poca cosa. Seis años de servicio intenso a Jesús y su Iglesia: consagrando y confesando, bautizando y ungiendo; seis años de homilías y breviarios, de responsos y casamientos. El sacerdote participa como nadie de los secretos del corazón humano, tanto de los más sublimes y gozosos como de los más oscuros y desgarradores.

Ser sacerdote es lo más, no cabe duda. Aunque tenga su cruz. Pienso que de las muchas cruces posibles, la más dolorosa es la del propio pecado. Como bien dice Pablo, “llevamos este tesoro en vasijas de barro” (2 Co 4,7). Al principio uno adhiere a esta frase de una forma más bien teórica. Pero después, con los años, uno se rinde ante la evidencia y la acaba sufriendo en carne propia. Cuántas veces fui Pedro que decía: “Aléjate de mí que soy un pecador” (Lc 5,8). Sin embargo, cuántas otras pude escuchar con fe al Maestro, que lleno de misericordia me confirmaba: “Apacienta mis ovejas” (Jn 21,17).


Hoy reflexiono sobre la pobreza de mi sacerdocio porque en la Biblia el número 6 es sinónimo de imperfección. Seis es siete menos uno; es decir, lo incompleto. En mi casulla de ordenación aparecen bordadas seis tinajas. Las mismas que precisó Jesús en Caná de Galilea (Jn 2). Tinajas de agua sucia de las que nadie pensaría beber, y que sin embargo bastaron para el milagro. Te pido Jesús que te apiades de nosotros los sacerdotes, tantas veces miserables, y que a través del agua espuria de nuestra humanidad herida surja el vino nuevo de tu gloria. Que sean muchos los que se acerquen a nuestro ministerio, no para beber de nuestra mezquindad sino de tu abundante y exquisita misericordia. Y que por intercesión de María, la Madre siempre atenta, la fiesta de la vida no decaiga sino que se prolongue hasta que lleguemos al cielo. 

lunes, 21 de octubre de 2013

El triunfo ignorado

Hasta hace poco la inminente guerra en Siria ocupaba las tapas de todos los diarios del mundo. Nada parecía detener la escalada agresiva. Acusaciones y suspicacias recíprocas dominaban el ambiente, mientras los canales políticos parecían haber agotado sus recursos.

En este contexto el Papa Francisco convocó a una jornada de ayuno y penitencia. Con tal motivo, en la plaza San Pedro se realizó una vigilia sobria y profunda. Primero el rosario frente a la imagen de la patrona de Roma, la Virgen Salus Populi Romani. Luego la adoración con textos bíblicos, cantos y meditaciones. El clamor por la paz se elevó en la víspera romana con un buen gusto del todo admirable. Qué capacidad tiene la Santa Sede para organizar encuentros de oración. Cuánta experiencia. Logística y espiritualidad, sentido del tiempo y del espacio, del afecto y de la mente, de la belleza y de la plegaria. Al pedido del Papa se sumaron fieles de todas partes del mundo, cristianos no católicos, miembros de otras religiones así como varones y mujeres de buena voluntad.


Aquello ocurrió el 7 de septiembre. El tiempo pasó y los ánimos se fueron aplacando. ¿Qué otro líder alzó tan decididamente la bandera de la paz? El gesto de Francisco forma parte de la diplomacia vaticana. En su doble dimensión, visible e invisible, humana y cristiana. Fue un llamado de atención al mundo entero. Una manifestación contraria a la guerra que hizo saber cuántos estaban en desacuerdo. Pero también fue una reacción propiamente creyente, una apelación al poder de la oración en la certeza de que Dios es nuestro Padre. Y de que a ciertos demonios “sólo se los expulsa con la oración” (Mt 9,29). Estrategia terrena y celeste a la vez.


Pero nadie parece haber registrado demasiado esta paz al principio frágil, pero cada día más estable. ¿Quién dio crédito alguno a este triunfo ignorado? Triunfo en alianza. Del Espíritu que tocó los corazones y de los hombres que se comprometieron. No lo hizo solo, pero hay que reconocer que el Papa Francisco obró como buen capitán.

domingo, 18 de agosto de 2013

Domingo XX C (2013)

Imaginemos la escena. Jesús hace una pausa y rodeado de los suyos desliza un par de confidencias. Confidencias referidas a su misión y por tanto también a su identidad. ¿Quién soy? ¿Qué me pasa? Cómo nos gustaría poder hablar de nosotros mismos con la claridad y la libertad interior del Maestro.

"Yo he venido a traer fuego sobre la tierra". El fuego del Espíritu Santo, fuego de Amor que trae calor en medio de un mundo gélido de indiferencia. Sí, el fuego de Dios que consagra nuestros sacrificios para que le sean agradables (como el de Elías ante los profetas de Baal). El fuego que arde sin consumir, como el de la zarza que cautivó a Moisés en el monte Horeb (Ex 3). Fuego pentecostal que habla en lenguas para anunciar la Buena Noticia. Jesús es muy consciente de su misión y la vive con gran intensidad. Por eso el suspenso de la hora señalada lo lastima. "¡Cómo desearía que ya estuviera ardiendo!". Él mismo es un hombre ganado por Dios -Él es Dios-, abrasado, encendido, en llamas... Cristo es Pasión. 

"Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente!". El bautismo habla de una inmersión. Jesús olfatea un descenso, una noche, la oscuridad del rechazo y de la muerte. Su misión no sólo está atravesada por la luz del amor sino también por la confrontación y el desprecio. La tristemente célebre hora de las tinieblas que es capaz de angustiar y turbar al mismísimo Hijo de Dios. La pasión es una y es doble: es amor y cruz. 

El "bautismo" pascual es inherente a su figura y a su mensaje. No hay forma de eludirlo. "¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división". No gusta pero es así. Me contaron que ayer, en una parroquia vecina, una mujer interrumpió escandalizada la lectura del Evangelio. Tratemos de aclarar. Cristo no quiere la división pero la trae; muy a su pesar. Porque prefiere respetar nuestra libertad que, de hecho, no siempre adhiere a sus palabras. Cristo nos dice que el dolor de la división llegará incluso al seno familiar. Como en la parábola del Padre misericordioso y sus dos hijos (Lc 15,11ss). Jesús es signo de contradicción, es una bandera discutida, tal como lo profetizó el anciano Simeón (Lc 2,34). Sepámoslo bien: seguir a Cristo también es andar por el camino que lleva al Calvario. Fijémonos en María: "A ti misma una espada te atravesará el alma" (Lc 2,35).

De entre todos los profetas, Jeremías es el que mejor encarna las dos dimensiones del día de hoy -la misión incontenible pero sufrida. Basta leer sus confesiones (Jr 20,7ss). En la primera lectura de este domingo vemos como es rechazado por las autoridades. ¿El motivo? Sus palabras desmoralizaban a la tropa. No les importaba si Jeremías hablaba verdad, simplemente no querían que nadie contradijera su ingenuo triunfalismo. Jeremías pone el dedo en la llaga frente a todas las veces en que preferimos pasar por alto nuestras miserias. ¡Cuántas veces preferimos bufones y no profetas! No por nada los que lapidaron a Esteban se tapaban los oídos; no querían escuchar. No por nada Pablo perseguía cristianos con los ojos infectados de escamas. La famosa viga que no queremos retirar de la pupila (Mt 7,5).   

Cristo nos invita a afrontar con valentía las adversidades del camino, empezando por las resistencias interiores de una conciencia negligente, relajada y autocomplaciente. Saber que el seguimiento de Cristo implica un compromiso serio, no improvisado. En medio de estas exigencias, la Carta a los Hebreos nos estimula recordándonos que "estamos rodeados de una verdadera nube de testigos". Cristo el primero, él es el testigo fiel (Ap 1,5). Pero junto a esta consolación nos lanza, con algo de ironía -que también la hay evangélica-, un desafío que nos mueve a la humildad: "Después de todo, en la lucha contra el pecado, ustedes no han resistido todavía hasta derramar su sangre".

martes, 6 de agosto de 2013

Recordando a Pablo VI

Hoy se cumplen 35 años del fallecimiento de Pablo VI. Vaya un recuerdo piadoso en memoria de su persona y de esa prosa cristalina y sensible que, todavía hoy, nos permite acceder a su exquisita humanidad. ¿Cómo olvidar sus magníficos textos? Ecclesiam suam, Evangelii nuntiandi, Populorum progressio, Gaudete in Domino, Mysterium fidei... Aquí transcribo apenas un par de frases de su penetrante Pensiero alla morte para que su figura siga alegrándonos el corazón, estimulando nuestra inteligencia y avivando nuestra fe.

Aquí aflora a la memoria la pobre historia de mi vida, entretejida, por un lado con la urdimbre de singulares e inmerecidos beneficios, provenientes de una bondad inefable (es la que espero podré ver un día y «cantar eternamente»); y, por otro, cruzada por una trama de míseras acciones, que sería preferible no recordar, son tan defectuosas, imperfectas, equivocadas, tontas, ridículas. «Tu scis insipientiam meam: Dios mío, tú conoces mi ignorancia» (Sal 68, 6). Pobre vida débil, enclenque, mezquina, tan necesitada de paciencia, de reparación, de infinita misericordia. Siempre me parece suprema la síntesis de San Agustín: miseria y misericordia. Miseria mía, misericordia de Dios. Que al menos pueda honrar a Quien Tú eres, el Dios de infinita bondad, invocando, aceptando, celebrando tu dulcísima misericordia.


Y luego, finalmente, un acto de buena voluntad: no mirar más hacia atrás, sino cumplir con gusto, sencillamente, humildemente, con fortaleza, como voluntad tuya, el deber que deriva de las circunstancias en que me encuentro.

Hacer pronto. Hacer todo. Hacer bien. Hacer gozosamente: lo que ahora Tú quieres de mí, aun cuando supere inmensamente mis fuerzas y me exija la vida. Finalmente, en esta última hora. Inclino la cabeza y levanto el espíritu. Me humillo a mí mismo y te exalto a ti, Dios, «cuya naturaleza es bondad» (San León). Deja que en esta última vigilia te rinda homenaje, Dios vivo y verdadero, que mañana serás mi juez, y que te dé la alabanza que más deseas, el nombre que prefieres: eres Padre. 

miércoles, 31 de julio de 2013

Domingo XVII C - 2013

Gn  18, 20-21. 23-32; Sal 137, 1-3. 6-7a. 7c-8 ; Col 2,12-14; Lc 11,1-13

La escena evangélica de este domingo empieza de un modo que aparenta intrascendente. “Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos»” (Lc 11,1). Lo que parece un detalle anecdótico nos sumerge de lleno en el centro de la cuestión. Se trata de la santa inquietud que todo cristiano debiera sentir frente a la oración. Preguntarse una y otra vez cómo hay que rezar. Con humildad, con actitud de discípulo, como verdadero aprendiz. Porque quien siente que ya lo entendió todo, en realidad no entendió nada. Prestemos atención a san Lucas cuando dice: “un día”, todos los días; “en cierto lugar”, cualquier lugar; “un discípulo”, todos nosotros. 

            En la tradición judeocristiana rezar supone una comunicación auténtica, un encuentro personal. De hecho, la palabra griega proseujomai hace referencia a una salida de sí: no sólo súplica sino también atención, dedicación, adoración. Lo mismo se refleja en nuestro idioma castellano: ‘orar’ viene del latín os/oris, que significa ‘boca’. Orar es hablar a alguien que me escucha y que a su vez responde. No es una técnica de respiración, ni una postura corporal ni un estado espiritual. Todo eso puede quedar incluido, pero lo esencial siempre será el encuentro. No cedamos a la tentación de instrumentalizar la oración ni la confundamos con una gratificación anímica. La oración verdadera busca el encuentro y por eso, cuanto más auténtica, más gratuita; es decir, menos funcional.

            Esto nos muestra que, detrás de algo tan concreto como la oración, late la pregunta crucial sobre la identidad de Dios. Pues uno reza según la imagen de Dios que tenga. A un ‘Dios mostrador’ le corresponde un determinado modo de oración. Por eso cuando a Jesús le preguntan cómo rezar, su respuesta es: “Digan: Padre” (Lc 11,2). Jesús empieza destacando la identidad de Dios, que orienta toda la plegaria cristiana. Él es Padre. Debemos relacionarnos con Dios como un hijo lo hace con su papá. Y en eso se nos va la vida. Uno puede permanecer largos ratos con esa sola invocación: Padre… Padre. Dejar que se haga carne en nosotros la experiencia de la paternidad de Dios.

El riesgo de olvidar el padrenuestro existe. Se podría pensar que la mística más sublime va más allá de estas fórmulas casi infantiles. Y sin embargo, de eso se trata; de ser niños. En el padrenuestro está todo lo que necesitamos. Es un verdadero tesoro, un concentrado exquisito que resume todas nuestras búsquedas. Él basta para campear experiencias muy difíciles en la vida. Meditar una a una sus partes significa transitar el camino de aquello único que cuenta: Padre, hágase tu voluntad, danos hoy nuestro pan, perdónanos… Muchas veces preferimos un fárrago de palabras y no entendemos que más valdría animarse a calar hondo en esta oración elemental.

Es que rezar bien supone perseverancia. “Yo les aseguro que aunque él no se levante para dárselos por ser su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará todo lo necesario” (Lc 11,8). ¿Por qué somos tan inconstantes? Porque confundimos el deseo con las ganas. Las ganas son volátiles, pasajeras, van y vienen. El deseo en cambio, reposa en el corazón. Es preciso conectar con nuestros deseos profundos y permanecer en el ámbito de los anhelos esenciales. Y cuando no encontramos respuesta, aprender a perseverar. San Agustín enseña que la dilación de Dios ensancha nuestra capacidad de recibir. Pero sólo si perseveramos. Si somos pusilánimes, si somos estrechos de corazón y nos retiramos, nos quedamos sin nada.

También el pasaje de Abraham nos muestra la perseverancia (Gn 18). Pero además, el regateo audaz del patriarca nos enseña que la oración verdadera se abre a las necesidades del prójimo. Tanto Abraham como el vecino de la parábola piden por otros. Quien se abre sinceramente a Dios, aprende a sentir con los demás. Pues reconocer a Dios como Padre implica reconocer a los hermanos.


Después de todo esto uno vuelve al inicio y se pregunta cómo rezar. Ahora somos más conscientes del camino; conocemos su atractivo pero también su desafío y su dificultad. ¿Cómo hacerlo bien? ¿Cómo no tropezar aquí y allá? Jesús mismo nos da la clave: invoquen al Espíritu Santo. “Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan!» (Lc 11,13). Sí. El Espíritu es el “maestro interior” (S. Agustín). Qué bien lo dijo san Pablo: “El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque no sabemos orar como es debido; pero él intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26). Él nos mueve a llamar a Dios: Abbá, Padre (Rm 8,16). No necesitamos más. Démosle protagonismo al Espíritu y él nos guiará en el arte de rezar. Hagamos la prueba y veremos hasta qué punto es capaz de gestar la comunión, no sólo en la intimidad del corazón sino ayudándonos a desplegar por entero una vida propiamente cristiana.

domingo, 2 de junio de 2013

El desierto crece

Son detalles pero duelen. Es entonces cuando uno se ve tentado de darle la razón a la profecía de Nietzsche: el desierto crece. Cierto que también está germinando algo nuevo y no nos damos cuenta (Is 43,19). Hoy escribo sobre ese retroceso cultural que cada día se hace más evidente. No cedo a la desesperanza pero tampoco a la ingenuidad.

Hace unos días fui a rezar un responso. La escena no tenía nada de original. Era una familia de clase media en la típica casa de velatorios de la zona. Después de saludar me presentan a la viuda. Tras hablar unos minutos, invitamos a rezar. Ya la respuesta, casi nula, me sorprendió. La mayoría de los presentes, que no eran pocos, eligió seguir en lo suyo. En tanto, la viuda y su hija rezaban con devoción. 


La conversación de los amigos -entre ellos no había familiares directos- era tan fuerte que casi no nos oíamos. Llegó un momento en que tuve que pedir que cerraran la puerta que nos separaba del grupo. Una mujer lo hizo y, además, a cuenta propia, pidió un poco de silencio. Nada ocurrió. Con la puerta cerrada y todo, el murmullo seguía entorpeciendo uno de los ritos más sagrados que el hombre ha conocido. 

Habrá quien diga que fue sólo una mala noche. Pero lamentablemente, no es un caso excepcional. La experiencia en el cementerio me da, tristemente, la razón. De hecho, dos días antes me tocó presenciar algo similar. Son síntomas de la secularización galopante. El eclipse de Dios lleva al eclipse del hombre mismo. No hablo de maldad sino de liviandad. Falta de delicadeza y, aunque duela al ego argentino, de solidaridad. 

Recordemos la homilía inaugural del Papa Francisco y asumamos el compromiso de cuidarnos unos a otros. Pues no quisiera escucharnos repetir la vana excusa de Caín.


domingo, 31 de marzo de 2013

Pascua 2013


El evangelio de hoy comienza en la madrugada, “cuando todavía estaba oscuro”. Esta oscuridad (skotía) también puede traducirse por tiniebla. Es la sombra de la muerte en que se mueve María Magdalena y todos aquellos que viven sin saber de Cristo resucitado. Es la tiniebla que quiere rivalizar con Jesús, tal como lo atestigua repetidamente Juan evangelista (Jn 1,5; Jn 8,12; Jn 12,35.46; 1Jn 1,5). En esa tiniebla andamos cada vez que pecamos, cediendo a las redes del Príncipe de este mundo. Por eso la Vigilia Pascual se inicia de noche y con las luces apagadas, para significar esa doble hora: cronológica y espiritual. Hora de amargura y pesar en que Cristo desaparece de nuestras vidas y todo se desdibuja.

Pero Magdalena va. Y yendo, aún a tientas, se topa con la sorpresa. “Vio que la piedra había sido sacada”. Entonces pone en juego un reflejo típicamente cristiano. Vuelve a la comunidad para compartir su desconcierto. "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto". Sea desazón o ilusión, ella no se erige en instancia última sino que pone su experiencia a disposición de la Iglesia. No corre en vano sino que sabe bien a quién recurrir. Corre hacia Pedro y Juan, columnas de la Iglesia. Corre hacia la fe y el amor, hacia el misterio del primado y de la amistad incondicional. A su vez, ellos también corren, en una suerte de preludio de vida nueva.  

En el sepulcro todo es ambigüedad. Hay signos pero nada concluyente. La piedra, las vendas, el sudario… Creer o no creer; ésa es la cuestión. El Evangelio invita pero no fuerza. Es apertura misteriosa y delicada que respeta la libertad. Ellos creyeron aunque “todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos”. Creen de modo imperfecto, incipiente, germinal. Amanecen a la fe. Es sólo el alumbramiento, no la madurez. Toda nuestra vida consiste en ir progresando desde la iniciación bautismal hacia la consolidación eucarística. ¡Y cómo nos cuesta!

Todo esto aconteció “el primer día de la semana”. La primicia de Dios, día de un nuevo comienzo, de una nueva creación. Día primero en importancia para nuestras vidas lastimadas que reconocen en Cristo el esplendor de un Sol nunca visto. “Este es el día que hizo el Señor: alegrémonos y regocijémonos en él”. ¿No deberíamos acaso replantear nuestro modo de vivir el domingo? La resurrección inaugura el octavo día; día nuevo hecho por el Señor, no por el hombre. Tiempo de gracia que se extiende hasta la eternidad, tiempo radiante de un Sol sin ocaso. Día doblemente feliz – en futuro y en presente–; porque nunca se acaba y porque nos trae ya la Vida Nueva de hijos de Dios.

Dios nuestro,
que hoy has abierto para nosotros las puertas de la eternidad
por la victoria de tu Hijo unigénito sobre la muerte,
te pedimos que quienes celebramos la Resurrección del Señor,
por la acción renovadora de tu Espíritu,
alcancemos la luz de la vida eterna.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo,
y es Dios, por los siglos de los siglos.

sábado, 30 de marzo de 2013

Dios nos juzga amándonos

"En esta noche debe permanecer sólo una palabra, que es la Cruz misma. La Cruz de Jesús es la Palabra con la que Dios ha respondido al mal del mundo. A veces nos parece que Dios no responde al mal, que permanece en silencio. En realidad Dios ha hablado, ha respondido, y su respuesta es la Cruz de Cristo: una palabra que es amor, misericordia, perdón. Y también juicio: Dios nos juzga amándonosRecordemos esto: Dios nos juzga amándonos. Si acojo su amor estoy salvado, si lo rechazo me condeno, no por él, sino por mí mismo, porque Dios no condena, Él sólo ama y salva" (Francisco, Via crucis 2013). Sugerente perspectiva.  


jueves, 28 de marzo de 2013

Jueves santo 2013


La homilía de hoy tiene dos partes. Una parte oral y otra parte gestual. En las cosas de Dios, gestos y palabras siempre van de la mano. 

1
La primera lectura nos recuerda de dónde venimos. Somos parte de un pueblo que en tiempos de esclavitud conoció la liberación de Dios porque creyó. Cuando se le mandó celebrar una comida ritual, lo hizo. No exigieron garantías: simplemente creyeron. Se reunieron en familia, eligieron a un cordero, macho, joven y sin ningún defecto. Luego lo sacrificaron y usaron su sangre como protección. Esa sangre era señal de obediencia y comunión con los designios de Dios. Era confianza en la acción gratuita del Señor y no en los propios méritos. Año tras año, durante siglos, Israel celebró esa pascua solemne. Pascua hermosa pero incompleta. Era sólo el inicio, el boceto de algo más perfecto. 

Rembrandt - Le bœuf écorché (1655)

2
En Jesús los cristianos reconocemos la pascua verdadera. ÉL es el cordero de Dios: macho, joven y sin ningún defecto. Ya no un animal, ajeno a todo, sino un hombre que, libre, consciente y voluntariamente entrega su vida. Más aún: hombre y Dios que derrama su sangre para liberarnos de la peor de las esclavitudes; que es el pecado. Este misterio es tan grande que Jesús lo pone a disposición de todos los hombres. No podía quedar reservado a unos pocos. Es verdad, ocurrió en Jerusalén bajo Poncio Pilato, pero Jesús quiso condensarlo en la eucaristía para que fuera accesible a todos, cualquiera sea la época o el lugar. Eso es lo que hoy celebramos: que Jesús anticipó su pascua y la perpetuó bajo la forma de pan y vino. “Hagan esto en memoria mía” (1 Co 11). Con este mandato de la última cena, no sólo se instituye la eucaristía sino también el sacerdocio. Jesús sigue presente y activo entre nosotros a través de los sacramentos. Para descubrirlo sólo hace falta fe. “Creo Señor, aumenta mi fe” (Mc 9,24).  


3
Sin embargo, todo esto sólo tiene sentido como misterio de amor. “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13,1). La última cena representa un climax de amor. Estamos ante una intensidad que nos supera; va más allá de nuestra comprensión porque es el amor de Dios mismo. Con qué pureza se levanta Jesús. Con qué sentimientos deja la mesa y el manto… es la misma soberana libertad con que entrega su vida. El contexto es solemne pero fluye una alegría serena y una ternura generosa. Toma una toalla, se la pone a la cintura y se agacha. Desciende como descendió al encarnarse en el vientre de María; como descendió al ser bautizado en el río Jordán; como descendería pocas horas más tarde: de la cruz hasta los infiernos (la morada de los muertos). 

S. KÖDER - Fusswaschung

Ese lavado de pies deja en claro su misión. La pascua es servicio de purificación y consagración –el Sumo sacerdote debía lavarse los pies antes de entrar en el Santuario. Es un anticipo de esa agua bautismal que habría de brotar del costado traspasado. Los apóstoles experimentan la sorpresa de un gesto que descoloca, de un amor insospechado. Pedro se resiste. “¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?”. También nosotros nos resistimos: nos pone incómodos el ver a Jesús a nuestros pies. Pensamos que no merecemos esa misericordia, o, lo que es peor, que no la necesitamos. Queremos convencernos de que ya estamos limpios. Jesús insiste porque ahí se juega todo. “Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte”. Nos gusta la gloria de Cristo pero no siempre aceptamos que sus labios besen nuestros pies. Luego recupera su manto y vuelve a la mesa. Jesús es esclavo y Señor, muere y resucita para nuestra salvación. Nos da el ejemplo para que hagamos lo mismo. 

4
Sacerdocio, eucaristía y amor: tres misterios que celebramos hoy y que nos permiten entrar en la pascua de Jesús. Día de alegría por tanto don y de toma de conciencia de nuestra responsabilidad cristiana. “¡Hemos conocido el amor que Dios no tiene y hemos creído en él!” (1 Jn 4,16). En el salmo decíamos: “¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo? Alzaré la copa de la salvación e invocaré el nombre del Señor”. Sí, la mejor forma de agradecer el amor de Jesús es celebrar la eucaristía, pero no sólo sacramentalmente sino también en la vida. Es decir, no sólo con las palabras de consagración sino con la toalla y la palangana. Coherencia cristiana tras los pasos de Jesús; que no dividió el cáliz del cenáculo de aquél de Getsemaní; que entregó su sangre en una mesa para luego derramarla en una cruz. También nosotros queremos ser de una sola pieza y arrodillarnos no sólo delante de la eucaristía sino también delante de nuestros hermanos, sin importar cuán sucios estén sus pies.

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En este año de la fe queremos reconocer con gratitud el servicio de los catequistas, que se esfuerzan por transmitir esa fe que recibimos de nuestros mayores. Es una siembra ardua y escondida que la mayoría de las veces no llega a ver sus frutos. Es una entrega silenciosa que sólo Dios sabe cuando germina. En ellos estamos todos representados. Que cada uno de nosotros pueda asumir el compromiso de la catequesis; conscientes de que para evangelizar, primero hay que dejarse lavar y sanar por la misericordia de Cristo Jesús

jueves, 21 de marzo de 2013

El Papa Custodio

La homilía de asunción del Papa Francisco fue sencilla pero no banal. Además, fue eficaz, lo cual es más que un detalle comunicacional; es un acierto kerygmático, léase, evangelizador. Quisiera resaltar aquí su hondura teológica pues trae más de lo que parece. Veamos.   

San José es el Patrono de la Iglesia universal y su misión se resume en una palabra: "custodio" (custos). Custodio de la Virgen, de Jesús y de toda la Iglesia. Así nos lo enseña la liturgia: "Dios todopoderoso, que pusiste bajo la fiel custodia de san José los comienzos de la salvación humana...". Francisco quiso presentar su propio ministerio -y la identidad de todo bautizado- bajo la consigna de la custodia. "¿Cómo ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad y total, aun cuando no comprende". José vive en la "atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio".

San José

Entonces retoma la imagen bíblica de la construcción de la casa-familia-templo, que es la Iglesia. "Dios no quiere una casa construida por el hombre, sino la fidelidad a su Palabra, a su designio; y es Dios mismo quien construye la casa, pero de piedras vivas marcadas por su Espíritu". No sólo se alude a un tipo de tentación que atraviesa toda la Biblia sino que es el mismo mensaje que había dado Benedicto en su asunción (24-4-2005). José custodia lo más santo "porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas". A través de esta panorámica obediencial se nos habla de la docilidad al Espíritu con los matices propios del carisma ignaciano (jesuita): discernimiento que permite obrar "con disponibilidad, [y] con prontitud". Y porque no se trata de un tesoro etéreo, confiesa con claridad "el centro de la vocación cristiana: Cristo". Desde allí comienza, naturalmente, una onda expansiva. "Custodiar a Cristo en nuestra vida, para custodiar a los demás, para custodiar lo creado". El orden es importante: se parte de Cristo. Quien no cuida a Cristo en su corazón difícilmente cuide bien del resto. 

Acá Francisco abre el juego e interpela a todo ser humano. Y nótese que al hacerlo predica con el ejemplo, asumiéndose como pastor que va más allá de los confines del rebaño. Ir hacia "la periferia de nuestro corazón" empezando por "los niños, los ancianos, quienes son más frágiles". Los de Buenos Aires ya sabemos de qué se trata. Con razón remite Francisco al Génesis, el terreno virgen de una condición que atañe a todo ser humano. Obviamente piensa en Gn 1,26-28 (el mandato de dominar la creación) y en Gn 2,15 (la custodia y el cultivo del Edén). Pero también piensa en la custodia fraterna herida por el crimen de Caín: ¿Acaso soy yo el custodio de mi hermano? (Gn 4,9). El Papa enuncia relaciones primarias: esposos, padres e hijos, amigos. El partido del mundo de hoy se juega en la familia y la caridad empieza por casa. "Sean custodios de los dones de Dios".

Como muestra el drama de Caín, quien abandona su responsabilidad de custodio le hace juego al homicidio. El hombre se vuelve lobo del hombre. "Entonces gana terreno la destrucción y el corazón se queda árido. Por desgracia, en todas las épocas de la historia existen «Herodes» que traman planes de muerte, destruyen y desfiguran el rostro del hombre y de la mujer". El movimiento de la homilía es perfecto. El horizonte se ensancha y llama la atención de "los que ocupan puestos de responsabilidad" y de los "hombres y mujeres de buena voluntad". Lo que parecía una tarea menor adquiere ahora todo su relieve. Custodiar la creación significa respetar "el designio de Dios inscrito en la naturaleza". Es mucho más que la sensibilidad ecológica que los mass media señalan. Francisco apunta a una ética que sigue los dictados de un orden previo, dado. Ética de la pobreza y de la humildad que no inventa sino que recibe con alegría y gratitud el don del Creador. Ética que no manipula sino que sirve: eso es custodiar. Aquí ya está enunciada la clave de respuesta cristiana a tantas demandas: aborto, eutanasia, matrimonio homosexual, manipulación genética, etc. Sin embargo, para eso hay que "vigilar nuestros sentimientos". Ahí está nuevamente el jesuita,  el director espiritual que sabe que el hombre no debe des-cuidar su jardín interior porque el pecado ronda agazapado (cf. Gn 4,7).

Caín y Abel

"No tener miedo de la ternura". Como dice un canto de Taizé: Dios es ternura. José es fuerte y tierno. "No es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor". Cuánto dicen estas palabras sobre el misterio del amor de Dios: poderoso y compasivo, fuerte y vulnerable a la vez. Dios es agape.

Francisco hace ver en qué consiste el poder que Pedro -él mismo- recibe de Jesús. A la confesión de amor, sigue precisamente la invitación a custodiar: apacienta mis ovejas (Jn 21). Aquí retoma la prédica de Benedicto: "Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz". La referencia es el juicio final tal como lo anticipa Mt 25,31-46: custodiar a todos, "especialmente a los más pobres, los más débiles, los más pequeños (...) al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado".

Juan Pablo II visita a su agesor: Mehmet Ali Agca
En José, lo mismo que Abraham, la luz de la esperanza brilla "contra toda esperanza" (Rm 4,18). No por nada ambos son padres en sentido paradigmático. Y esa paternidad es la que sacramentaliza el Papa. La paternidad de quien vela por la unidad del rebaño. A los padres-sacerdotes se los llama curas, que significa algo así como cuidadores/custodios. Porque curar no tiene ahí el sentido de sanar sino de cuidar y atender. Custodiar con amor es engendrar y hacer creíble la esperanza, "es abrir un resquicio de luz en medio de tantas nubes; es llevar el calor de la esperanza".

Conclusión. De esta prédica prefiero ver lo que está y no lo que falta. Creo que Francisco encontró y ofreció un enfoque que condensa e ilumina nuestra fe. Porque el ser custodio se dice de muchas maneras, según los diversos protagonistas: Dios (Guardián y Pastor de Israel), el Papa, el bautizado y el hombre en general. Al menos a mí, me interpela.



jueves, 14 de marzo de 2013

Las palabras en los gestos


El primer encuentro del Papa con la gente ha sido sencillo, improvisado. No podría haber sido de otro modo.

1. El saludo propio de la calle y un toque de humor. La sonrisa es gracia. Es no tomarnos tan seriamente y descubrir que no somos distintos. El Papa piensa lo que pensamos todos y se ríe como nos reímos todos.

2. La oración por Benedicto: memoria y gratitud. Francisco nos hizo rezar. Nos recordó quién nos convoca y qué nos une. 


3. Nuevamente la oración; esta vez por él. Entonces un silencio denso y sagrado y el Papa que se inclina. La necesidad de una unción espiritual, una caricia para el alma, un sentido de familia donde todos nos necesitamos: “obispo y pueblo juntos… rezando unos por otros”. ¡Cómo impactó eso! El padre que se encoge, que calla y casi que reverencia a sus hijos. El gesto tuvo algo de baño ritual, como si fuera un lavado de pies (Jn 13). El pueblo de Dios que prepara y confirma a su propio pastor para la misión. Se lo apropia y lo consagra a su modo. Esa confesión de sinceridad y humildad significaron también un compromiso al servicio.


Puede que ayer hayamos tenido una clave importante para leer el pontificado de Francisco. También los gestos hablan… y evangelizan. “El mundo tiene más necesidad de testigos que de maestros”, dijo Pablo VI. ¿Poco explícito? La buena teología afirma que la humanidad puede y sabe hablar bien de Dios, porque "el Verbo se hizo carne" (Jn 1,14). O como dijo Ireneo: la gloria de Dios es el hombre viviente. 

No voy a ahondar ahora en los gestos que se sucedieron en el día de hoy. Sólo digo: estemos atentos porque, aunque Francisco tiene buena retórica, a la mayoría de la gente le va a hablar sin palabras. Y ellos lo van a entender y lo van a amar. Porque la gente sencilla no se afana por discursos sino por ejemplos, algo tan viejo y eficaz como aquello de res non verba.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Francisco I

No quiero terminar el día sin escribir algo. ¡Bienvenido Francisco! Te recibimos en la fe, en la esperanza y en la caridad. 

Esta mañana, en la Misa pro eligendo Pontifice, pedíamos a Dios, con toda la Iglesia, "un pastor que te agrade por su santidad y que nos guíe y acompañe con paternal solicitud". Los católicos, que creemos en el misterio del señorío de Dios sobre la historia, aceptamos esta elección con mirada sobrenatural y reconocemos al nuevo Papa como un don que Jesús hace a su Iglesia. 

En este caso, la decisión de los cardenales ha recaído sobre un rostro familiar. Conocemos su barrio, sus maestros, su jerga, sus talentos y también, ¿por qué no?, sus límites. Las cualidades humanas son la base con la que Dios cuenta, no su frontera. También acá vale la imagen bíblica del barro y el alfarero. Y el cambio de nombre no es en vano. Significa una nueva misión y una nueva identidad. En estas horas tenemos que dejarnos sorprender por el Papa Francisco, o mejor, por lo que el Espíritu pueda obrar en él.

Al rezar Vísperas, el salmo 138 me ayudó a captar el momento. El misterio del hombre que está desnudo ante Dios; el hombre pecador pero amado, el hombre formado prodigiosamente, artesanalmente, el hombre que reconoce a su Creador y se admira de todos sus designios, el hombre que se entrega y se confía para dejarse conducir. Este Adán es Francisco: complejo en su riqueza y en su lucha por la santidad. No es un fruto del azar sino alguien querido por Dios, preparado lentamente, con cariñosa paciencia, para asumir el desafío de esta hora señalada. 


jueves, 28 de febrero de 2013

Sede Vacante

En este instante se hace efectiva la renuncia del Papa Benedicto XVI. Después de tantas palabras, algunas muy sensatas y otras muchas muy carroñeras, diré. 

1. Que no seamos más papistas que el Papa. Porque la Iglesia contempla la posibilidad de su renuncia en el Código de Derecho Canónico. 

2. Que cualquier persona de 85 años entiende la decisión del Papa. No se trata de una derrota moral, depresión o abatimiento. Lo que hay es falta de vigor: físico y mental. La palabra latina "amina" equivale un poco a la inglesa "mind". Es un término amplio. Ya no puede sostener las exigencias de gobierno. Pero su alegría, su serenidad y su lucidez creyente siguen intactas. Cualquiera lo puede percibir.

3. Que el rol de un Papa ha cambiado mucho en el último siglo. No en lo sustancial pero sí en su modalidad de ejercerlo. Hoy es mucho más exigente. La inmediatez mediática expone al Papa como nunca. El nivel de contestación (protesta, cuestionamiento, hostilidad, insulto, burla) ha alcanzado niveles que no se veían hace bastante más de mil años. Y no sólo vienen de fuera sino también de dentro.

4. Que en un mundo tan "informatizado" debiéramos aprender a guiarnos más por las fuentes que por los divulgadores. Leamos a Benedicto y encontraremos al hombre real: transparente y sin vueltas. 

5. Que Benedicto no rehuye el desafío sino que lo afronta desde otro lugar no menos valioso (y decisivo según enseña la Biblia). El que supo ocupar Moisés (Ex 17,8ss) y hasta el mismo Cristo en Getsemaní.

6. Que hoy la liturgia despide al Papa confirmándolo. "Bendito el que confía en el Señor" (Je 17,7). Sí: Benedictus porque supo que la Iglesia no es suya sino del hijo del carpintero; que es también el Hijo de Dios. Benedicto y feliz porque, como dice la antífona del salmo de hoy, "Feliz el que pone en el Señor toda su confianza" (cf. Salmo 1). Recomiendo leer el texto de la audiencia de ayer (27/2) como la última lección de un maestro, como la última recomendación de un padre.

7. Que somos muchos los que les damos la gracias y los que nos comprometemos a rezar por él.

viernes, 22 de febrero de 2013

Tú eres Pedro


No.
No te queremos por tu humildad.
No te queremos por tu mansedumbre.
No te queremos por tu perspicacia teológica.
No te queremos por tu claridad meridiana.
No te queremos por tu tono afable.
No te queremos por tu timidez.
No te queremos por tu valentía frente a los lobos.
No te queremos por haber defendido a los niños.
No te queremos por haber pedido perdón en nombre de hijos que no criaste.
No te queremos por ser hombre sin doblez.
No te queremos por tu sinceridad de hermano.
No te queremos por haber preferido la traición del amigo a la tiranía.
No te queremos por tu opción de poner reiteradamente la otra mejilla.
No te queremos por enseñarnos a sobrellevar el desprecio de este mundo.
No te queremos por esa admirable libertad interior.
No te queremos por haber hablado de Dios con alegría.
No te queremos por haber señalado decididamente a Jesús.

No. No te queremos por todo eso.
Aunque ello nos lo hace tanto más fácil.
Incluso placentero.

Te queremos porque sos el obispo de Roma, el sucesor de Pedro, el Papa.
Te queremos porque sos el Pastor del rebaño y la Piedra del edificio.
Te queremos porque sos el Pescador que timonea la barca.
Te queremos porque tenés el mandato de Cristo. Y eso nos basta.
Te queremos no por lo que hacés sino por lo que sos.
Te queremos no por tus virtudes humanas sino por tu ministerio.
¡Gracias Benedicto! Rezamos por vos.

Fiesta de la Cátedra del Apóstol San Pedro 2013