jueves, 21 de junio de 2007

I SAMUEL 3,1-10



“Servía el niño Samuel a YHWH a las órdenes de Elí” (v.1). El relato quiere dejar en claro, desde el comienzo, que estamos ante un servidor. Todos conocemos la pureza de los niños, esa transparencia y entrega que bien encauzada no hace lugar a cálculos. En ellos vemos nuestra propia llamada a las obras grandes, al corazón capaz de ensancharse: magnánimo. Pero Samuel no crece en soledad sino que tiene un tutor, un maestro que es mediador y es guía.

“Samuel estaba acostado en el santuario de YHWH” (v.3). ¡Qué linda imagen! Dormirse en el Señor, en su casa que es refugio y signo privilegiado de su presencia. ¿Dónde habita Dios sino en su Templo? El Santuario es recinto sagrado, sede epifánica, locutorio íntimo y lecho nupcial. No por nada allí “se encontraba el arca de Dios” (v.3b). ¿Qué nos dice todo esto del muchacho Samuel? Él se mueve como cónyuge en el marco de la alianza (Ez 16;36), y como custodio del testimonio esponsal (el arca).

“Llamó YHWH: ‘Samuel, Samuel’. Él respondió: ‘aquí estoy’” (v. 4). Con estas palabras –que no llegan a completar el versículo- tenemos material suficiente para desplegar todo el plan salvífico. Todos los tesoros de la mística y de la teología se hayan aquí compendiados. Dios habla porque es Palabra (Jn1,1), y más aun porque su ser es un diálogo permanente (y trinitario). Nos hemos acostumbrado a un Dios parlante, que deja oír su voz; ya no nos sorprende, ya no nos maravilla que el inaccesible se manifieste. Como aquella primera palabra creadora (Gn1) que nos sacó-y nos sigue sacando- de la nada caótica y abismal, acá también la iniciativa es suya. Llamó YHWH; Dios tiene nombre porque no es una fuerza cósmica, es un Tú que se arrima a nuestra soledad. Y en seguida vemos su ‘estilo’. ‘Estilo’, dijo un maestro mío, es lo que aparece en la superficie revelando lo profundo. La llamada es por el nombre (de pila); descubriendo nuestros secretos, acariciando nuestro misterio, personalizándonos en nuestra irrepetible identidad. “Lázaro, sal fuera” (Jn 11, 43); como que en cada llamada se actualiza el imperativo de la vida, la orden en aquellos labios sublimes de abandonar la oscuridad del pecado.

RSVP. Sólo donde primero hubo Palabra (Wort) hay lugar para la respuesta (Antwort). Toda la revelación de nuestro Dios no es más que una prolongada y obstinada invitación. Samuel se hizo cargo, se hizo responsable de la situación, y por eso se hizo respuesta. “Aquí estoy”. Más sencillo y claro, difícil; más profundo, imposible. La presencia como síntesis de la ofrenda total, como aceptación de todo lo que ha de venir. El “aquí estoy” como confianza en la voz del que me solicita. Es la escuela de Moisés (Ex 3,4), de los orantes (Sal 40,8), y de los grandes profetas (Is 6,8); es el anticipo de la misión del Maestro (Hb 10,9). ‘Aquí estoy’ como un ‘dar la cara’, como contrapunto de esa adámica actitud nuestra de ocultarnos de la mirada de Dios (Gn 3,8-9): “tuve miedo, por eso me escondí”.

Y sin embargo estamos en el comienzo de la historia. Samuel está en el camino pero no ha llegado a la instancia suprema. Por el momento el encuentro se le escurre. “Corrió donde Elí diciendo...” (v.5). El reflejo, la disponibilidad para levantarse de la comodidad de la cama y correr. Cuánto nos dice este verbo. Corren... corretean los amantes, los que no pueden esperar; corren los que están llenos de vida y sienten que el pecho les va a reventar; corren María Magdalena y los discípulos (Jn 20,2ss) –y es de notar que el amado llega antes; en fin, también corre el Padre misericordioso al encuentro del hijo que se había extraviado (Lc 15,20). Valió la pena detenerse, porque éste es el estilo de Samuel.

De ahora en más asistimos a un discernimiento que lleva su tiempo. A nosotros nos gustan las cosas rápido, instantáneas. En los caminos de Dios, los asuntos se aclaran con paciencia. De por medio están nuestros sentimientos, nuestros miedos y expectativas; y el –a veces tímido- deseo de hacer Su voluntad. Muy importante es aprender que si en este relato hay culmen, es por la fidelidad de los dos protagonistas. Cada uno desde su lugar actuó a la altura de lo que la situación pedía. Es preciso valorar cada uno de los peldaños y no fantasear con una mística meteórica. “Bien siervo bueno y fiel, ya que has sido fiel en lo poco, te confiaré mucho más. Entra en el gozo de tu señor” (Mt 25,21.23).

Ante la sorpresiva presencia de Samuel, Elí responde con sobriedad. En seguida ratifica Samuel su actitud de escucha en la noche y se llega por segunda vez al sacerdote. ¿Cómo reacciona este ‘anciano’ (I Sam 2,22) cuyos ‘ojos iban debilitándose y ya no podía ver’ (3,2)? No es la respuesta de un viejo gruñón. Es la tierna paciencia, la serena mansedumbre del hombre de Dios: ‘hijo mío, vuélvete a acostar’ (v.6). En la paternidad que asoma se intuye una búsqueda, un dejo de sorpresa que indaga. Aquí vemos crecer la fidelidad de Elí. Él confía en el niño y confía en las insospechadas tácticas de Dios. Elí se toma en serio todo lo que acontece, por más de que al cansancio de los años se sume el sueño interrumpido. Es un contemplativo. Y éstos no conocen turnos, son pura receptividad. El relato gana en tensión con la tercera llamada. Samuel no teme verse reprendido. Él ha escuchado y no quiere desentenderse. De Elí podríamos esperar cierta incomprensión, y sin embargo ocurre todo lo contrario. “Comprendió entonces Elí que era YHWH quien llamaba al niño”(v. 8)

De los vv. 9-10 vale destacar la actitud de Elí quien comprendiendo facilita el encuentro. No captó la situación “como algo que debía guardar celosamente” (Flp 2,6), sino que transmitió su sabiduría. El conocimiento de Dios –en sentido bíblico- pasa “de generación en generación”, gracias a hombres que descubren la alegría de un tesoro que no pueden callar. Elí como auténtico sacerdote se hace un lado y acepta que ahora el llamado es para otro. Su misión es cooperar y desaparecer. “Es preciso que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,30). En efecto, es “el amigo del novio” que lo asiste y se alegra con él (Jn 3,29). Como corolario de esta paradigmática historia queda una de las frases más expresivas de la Escritura. Sólo Dios sabe cuántos varones y mujeres han orado con ella, cuántos han gemido en el desconcierto de la noche, humildes y suplicantes: “Habla YHWH que tu siervo escucha” (3,9).


Profundización teológica

La imagen del siervo nos remite a los misteriosos cánticos de Isaías[1]; y éstos nos hablan “en enigma” (I Cor 13,12) de Jesús. Cristo es el siervo por excelencia, en su abismo de sufrimiento y redención. El rescate –eso significa ‘redención’- lo opera el amor, su ser totalmente volcado al Padre en la communio del Espíritu; y simultáneamente, a la inversa, su ser totalmente recibido. Esta reciprocidad, este dinamismo que interactúa en permanente sístole y diástole es su secreto [¿Quién dijo que Dios era aburrido y estático? Habrá que ver quién puede seguir su ritmo]. Aquí tenemos una luz para captar algo. Sólo el hijo puede ser siervo; porque está impregnado de la aceptación confiada que da el cariño visceral, y de la gratitud que se ofrenda sin matemáticas. Por eso Cristo como Unigénito es el más grande servidor. Su ‘anonadamiento’ extremo (Flp 2,7-8), procede de su ‘extremo amor’ (Jn 13,1). Este amor es el mismo que lo une al Padre, y en su inconmensurabilidad es persona y se llama Espíritu Santo.

Lo propio del siervo es la disposición, la obediencia, la escucha. No nos cansemos de meditar esa magnífica etimología: ob-audire. Hagamos entonces una lectura cristológica de estos versos del tercer canto: “Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los discípulos; el Señor YHWH me ha abierto el oído. Y yo no me resistí ni me eché atrás” (Is 50,4b-5). Nos reconocemos discípulos en la escucha de Otro que escuchó primero. Esta escucha eterna es precisamente lo que lo constituye en Palabra eterna (Jn1,1). “Todo lo que he oído a mi Padre se los he dado a conocer” (Jn 15,15). La escucha –como la Pascua- tiene una dimensión gloriosa y una dimensión dramática. Esta última se revela de modo especial en la agonía (agon: batalla) de Getsemaní. En medio de la tribulación Marcos rescata un detalle muy significativo: la familiaridad y el trato cercano no están en juego: “¡Abbá, Padre!” (14,36). Y en Lucas 22,42 leemos: “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. Aquí comprobamos una vez más que Jesús nos invita a un seguimiento. Esto quiere decir, que cuando Jesús nos enseña a rezar (‘hágase tu voluntad’; Mt 6,10) nos propone andar por donde Él ya anduvo, por el sendero abierto por el único que puede decir: “Yo soy el camino” (Jn 14,6).

Volvamos a la escucha. No sin razón el pueblo judío eligió, de entre toda la Torah (Pentateuco), como oración vital y precepto primordial unas pocas palabras, cuyo comienzo es: “Escucha Israel...” (Dt 6,4). En los primeros siglos del cristianismo, esta veta receptiva se impuso con tal fuerza que se llegó a definir al hombre como capax Dei. Más tarde el medioevo utilizó el correlato potentia obedientialis, que podríamos traducir como apto para la escucha o abierto a la obediencia. El siglo XX ha querido redescubrir esta faceta y ponerla nuevamente en el centro; es decir, como núcleo de toda existencia humana. El interlocutor es nada menos que Karl Rahner, y su obra es Oyente de la Palabra (Hörer des Wortes). Esta línea de pensamiento no se halla muy lejos de lo que fue una constante en otro gran teólogo católico contemporáneo; Balthasar entiende toda existencia como misión-envío (Sendung).

Con este telón de fondo se potencia la riqueza que nos brinda el autor de la Carta a los hebreos. Éste lee la salvación de Cristo desde el salmo 40, y se representa de este modo el diálogo intratrintario. El antiguo régimen está superado; el sacrificio de la nueva alianza ha de ser de otro tipo. En boca de Jesús aparece: “He aquí que vengo (...) a hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hb 10,7.9). La frase original es de Sal 40, 8-9; y en la repetición del autor de Hebreos (cita y comentario) captamos su centralidad. “Heme aquí, que vengo...” (Sal 40,8). Es el eco del ‘aquí estoy’ de Samuel; o más bien, el primer y definitivo ‘aquí estoy’, el único que hace posible todas las otras fieles presencias de la Historia. Pero demos un paso más; el texto mismo nos lo pide. La respuesta ha sido posible en la acogida de la Palabra, y esto como icono de la nueva alianza. “Ni sacrificio ni oblación querías, pero el oído me has abierto” (Sal 40,7). Al igual que en el canto del Siervo (Is 50,4b-5) aquí la escucha aparece como don. No seremos hombres nuevos, otros cristos, sino en la medida en que nos dejemos purgar por el hisopo divino. No se trata de un asunto marginal. Estamos rozando la médula de nuestra fe. Y ninguno de nosotros querría escuchar de labios de Jesús, como sí le ocurrió a Pedro, aquella tajante sentencia: “Si no te lavo, no tienes parte conmigo” (Jn 13,8).

También hay otro texto (Jn 1,35-40) que confirma nuestras reflexiones. Teniendo en cuenta cuan cuidadosamente elaboró Juan su Evangelio, y que lo que nos ocupa está en continuidad con el himno inicial a la Palabra (Jn 1,1-18)), podemos hablar de una intención del evangelista al unir los verbos ‘oír’ y ‘seguir’; y esto dos veces. “Los dos discípulos le oyeron (a Juan Bautista) hablar así y le siguieron (a Jesús)” v.27; cfr. v.40. Como vemos no se trata de una escucha extática o espectacular sino de atender a las mediaciones de las que Dios se vale. Aparece nuevamente la gradualidad, la pedagogía de la vida mística. Andrés y él otro discípulo llegan a (escuchar a) Cristo porque primero escucharon otra voz que les era más próxima. Guardémonos de la tentación que nos ofrece borrar nuestros límites (Cfr. Gn 3), y de aquello que nos impulsa a resolver nuestra existencia in-mediatamente. Seamos fieles a nuestro hoy, confiemos en que cada minucia nos puede hablar y acercar al Maestro. No pretendamos conocer la ruta. “No intento ver adonde me llevas” (Newman). Apostemos a Su Providencia, y Él nos llevará a casa.

¿Cómo no concluir de la mano de María? Ella es la mediación entre nuestra escucha (polución sonora) y la de Cristo (oído absoluto). Ella, como primera redimida, nos dice que es posible captar otras frecuencias. Y la veneramos como virgen antes, durante y después del parto. Esta virginidad expresa también su pureza, su consagración, su exclusividad hacia el Señor; ella lleva a plenitud la expresión ‘oídos castos’. Veamos –haciendo un paralelo- cómo es su escucha antes, durante y después de la vida terrenal de Jesús. Después; su escucha es intercesión, es atención solícita y callada en favor de sus hijos (Jn 19,26). Con otra imagen joánea diríamos que su escucha es una permanente jaculatoria: “No tienen vino” (Jn 2,3). Durante; su escucha es contemplación y plena acogida del misterio. Es hacerse reservorio de lo más grande que el hombre puede experimentar. Reservorio que es todo lo contrario a un frasco de formol. Es la custodia que fertiliza –aun a media luz-, a la espera de nuevos frutos. “Su madre conservaba cuidadosamente todas estas cosas en su corazón” (Lc 2,51). Antes; es la escucha original, reflejo de una prolongada escucha en el anonimato de una perdida aldea. La Palabra encuentra en el silencio atento de María el espacio vital para germinar. El rezo del Ángelus señala muy bien esta continuidad: “El ángel del Señor anunció a María, y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo”. Y poseída ya por la incipiente Palabra, que en su interior anidaba por el asentimiento del corazón, expresa en alta voz su consentimiento. “He aquí la esclava del Señor” (Lc 1,38a). Es la escuela de Samuel: ‘aquí estoy’ – ‘siervo/esclavo’ (en hebreo es lo mismo). Y tan extraordinario es lo que acontece, que su respuesta ya espeja la nueva creación: “Hágase en mí según tu palabra” (la palabra del ángel es la de Dios); actualizando aquél primer día en que el caos oyó otro fiat: “Hágase la luz” (Gn 1,3).

[1] Isaías 42,1-9; 49,1-6; 50,4-11; 52,13-53,12.

lunes, 18 de junio de 2007

Fernando Vallejo



Unas pocas preguntas le bastan a Fernando Vallejo para descargar buena parte de su veneno, y toda su desfachatez. Pero ¿quién se creerá este escritor que, a pesar de haber estudiado Filosofía y Letras, parece haber aprendido tan poco del amor a la sabiduría? Cuando cientos de serios estudiosos se abocan a la minuciosa investigación del “Jesús histórico”, este hombre se permite –sin exhibir crédito alguno- afirmar ¡terminantemente! la no existencia del carpintero de Nazaret. Conclusión: No es historiador, pero juega a serlo. Por otra parte, también opina sobre la Biblia. No es que yo pretenda que acepte el carácter inspirado del libro más influyente de la cultura occidental. Simplemente reparo en la extravagancia de opinar livianamente sobre la obra más fascinante y compleja de la humanidad. Nueva conclusión: No es biblista, pero juega a serlo.

Lo mismo podríamos decir de su mirada algo parcial de la Historia de la Iglesia (no vale la pena verter aquí sus arbitrarias y furibundas opiniones). Su auto-destierro no llorado (“la patria es una bandera, un himno, un partido de fútbol, es poquita cosa, un espejismo miserable y tonto) evidencia una valoración muy pobre de las raíces –la tierra de los padres-, y una lejanía -notable en un literato- respecto de la antigüedad y sus obras literarias más significativas.
A esta altura poco sorprende su religión, consistente en dos preceptos: 1. La no reproducción, “porque nadie tiene derecho a imponerle la existencia a otro, a sacarlo de la paz de la nada donde va a tener que volver” (al decir “paz de la nada”… ¿qué parte de NADA no entiende?); 2. El respeto a los animales que son nuestros prójimos, “yo defiendo la vida de los que están aquí, de las vacas que acribillan en los mataderos y los perros que matan los antirrábicos, no estoy defendiendo la vida teórica como la que puede ser un óvulo fecundizado por un espermatozoide, porque eso no llega a un gusano siquiera. Estoy defendiendo la vida real, no como la Iglesia católica”. Ad-mi-ra-ble. El intelectual se siente más prójimo (próximo) de los animales que de sus semejantes, a la par que ignora, tanto la antiquísima concepción del nonatus o nasciturus (no nacido o por nacer, según el Derecho Romano), como el moderno enfoque evolucionista del código genético.
“Los hombres sólo van hacia la muerte, ¿para qué poner a un nuevo ser en una aventura miserable?”. La cultura de la muerte en su máxima expresión. Desde estas líneas nuestra compañía –no la condena- a quien no puede ver otra cosa, otro Rostro. Pero a la vez, la voz alzada para una respetuosa “protesta”. No sea cosa que, ante el silencio, se entienda aquello de que “quien calla, otorga”.

Entonces señora, si usted agarró la revista Ñ del 16 de junio de 2007 –págs. 22-23- y al leer Vallejo pensó en el excepcional poeta peruano César… no se entusiasme. Éste se llama Fernando. Y si me acepta un consejo, antes que amargarse, siga desayunando. Que para charlatanes, desde la época de Sócrates, toleramos bastantes.

martes, 5 de junio de 2007

I SAMUEL 1,1-19



“Peninná tenía hijos, pero Ana no los tenía” (v.2). ¿Qué significa en la vida de una mujer tener o no hijos? Hablando brutalmente diríamos que se trata de ‘la’ cuestión femenina; lo que está en juego es la propia realización, la identidad como llamada (vocación) que corre el riesgo de la frustración. “Este hombre (Elcaná) subía de año en año desde su ciudad para adorar y ofrecer sacrificios a YHWH Sebaot” (v.3). Estamos ante un hombre piadoso, un ‘justo’ en el que asoma el drama del cual Job será máxima expresión. No podemos sino creer que Elcaná sufría con Ana (cónyuge: con-yugo). En efecto, “aunque era su preferida, YHWH había cerrado su seno” (v.5). ¿No eres el Dios de la vida? ¿Justo a ella? También Jacob tenía un preferido, José (Gn 37,3), al que creyendo muerto lloró desconsoladamente. ¿Justo a él? Y también Abraham tenía un preferido, al que Dios identifica como “tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac” (Gn 22,2). Ése, fruto de la promesa y retoño de su vejez, se le pide como ofrenda. ¿Justo a él? ¿Es que no sabes cuánto significa para mí? Ninguna de estas tres historias termina mal, como tampoco termina mal la del Hijo más amado de la Historia. Porque aunque Jesús llegó a beber el amargo cáliz, “Dios lo resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos” (Hch 2,32).

“Su rival la zahería y vejaba de continuo, porque YHWH la había hecho estéril” (v.6). ¿Es que no basta la propia felicidad? Peninná ¡qué insatisfecha estás! Todo pecado es descontento, es rebelión contra la parte que nos ha tocado en suerte. “Seréis como dioses” susurró maliciosamente la serpiente (Gn 3,5), y el propio Caín ardió en cólera por andar comparándose con su hermano (Gn 4,5). Y Ana bien podría identificarse con el salmista: “Tengo siempre delante mi deshonra, /y la vergüenza me cubre la cara/ al oír insultos e injurias/ al ver a mi rival y mi enemigo. Todo esto nos viene encima,/ sin haberte olvidado/ ni haber violado tu alianza,/ sin que se volviera atrás nuestro corazón/ ni se desviaran de tu camino nuestros pasos” (Sal 44,16-19). No menos importante es la lectura cristológica: “Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le vistieron un manto de púrpura; y, acercándose a él, le decían: ‘Salve, Rey de los judíos’. Y le daban bofetadas” (Jn 19,2-3). No estamos jugando a encontrar citas semejantes. Es confiar en la unidad y sentido de la Revelación de Dios en la Historia de Salvación, pero por sobretodo es atenernos a la palabra del Señor por la que sabemos que se identifica con los más pequeños (Mt 25,40).

“Así sucedía año tras año; cuando subían al templo de YHWH la mortificaba” (v.7). He aquí nuestra incoherencia, nuestra perversión del culto. “Misericordia quiero, y no sacrificios” (Mt 9,13; Os 6,6). Sí. Es posible valerse de lo más sagrado para caer en lo más bajo. Esta esquizofrenia es la aún vigente denuncia de Pablo VI: “El drama de nuestro tiempo es el divorcio entre Evangelio y cultura” (EN).

Humillada, “Ana lloraba de continuo y no quería comer” (v.7b). Es una clase de tristeza que quita el hambre de vida. Y aunque el bueno de Elcaná lo intente, sólo hay uno que la puede consolar. Ése que de sí mismo dice: “Yo soy el pan de la Vida” (Jn 6,35). Pero en su amargura no ha claudicado su fe, y por eso se “levantó y se puso ante YHWH” (v. 9). En la Biblia el ponerse de pie alude a la dignidad. Ana recupera su lugar, su actitud de señorío; y esto de cara a su Dios. Se eleva –casi diríamos resucita- en la medida en que es capaz de presentarse al Señor. “Atráeme. Esta sola palabra basta”. Así le gustaba rezar a Teresita, y así también podríamos describir este resurgir de Ana. Es una atracción vital, que rescata de “las olas de la muerte” (Sal 18,5).

El autor sagrado nos hace saber que Elí estaba allí. Mejor aún, “estaba en su silla” (v. 9). Como el vigía que pasa la noche en vela así el sacerdote. Invirtiendo largas horas de silencio y aburrimiento, luchando contra la tentación del activismo y el aparente sin sentido. En la atenta espera del momento señalado por Dios, Elí quiere ser pastor que conoce a sus ovejas (Jn 10,14.27).

“Y oró (Ana) a YHWH llorando sin consuelo” (v.10). “Felices los que lloran porque ellos serán consolados” (Mt 5,5). El llanto es la desnudez del ser humano, es la transparencia del corazón que, en las fronteras de sus posibilidades –positivas o negativas-, está más allá del ‘qué dirán’, y por eso estalla en lo inefable. “Desgarrad vuestro corazón y no vuestros vestidos” (Jl 2,13). ¿Cuál es el tono de Ana? ¿Cómo se acerca a su Dios? “Si te dignas mirar la aflicción de tu sierva y darle un hijo, yo lo entregaré por todos los días de su vida” (v.11). En efecto, Ana ha recuperado su lugar. Se reconoce sierva y por eso su dramática súplica no es caprichosa exigencia (ni rebelión). Más aún, en el acto mismo de pedir ya inserta la ofrenda. “Y tú ¿qué tienes que no hayas recibido?” (I Cor 4,7). Alguno podría pensar que Ana ha perdido la cabeza. ¿Qué lógica tiene pedir algo para ‘perderlo’ inmediatamente? “El que pierda su vida por mí la encontrará” (Mt 16,25). Ana reconoce la concepción como don, y sabe que entregando su hijo a Dios lo pone en buenas manos. Ella cree (en el sentido fuerte del término) que ‘perdiéndolo’, por más que le duela, le hace el mayor favor.

“Elí observaba sus labios” (v.12). Cual pastor dedicado a su oficio está en los detalles. Abre los ojos para captar lo que pasa en la Casa de Dios. Llanto puro y labios que se mueven, pero no hay voz. Por eso Elí la creyó ebria y la reprendió. La respuesta de Ana conmueve: “No, señor: soy una mujer acongojada; no he bebido vino ni cosa embriagante, sino que desahogo mi alma ante YHWH” (v.15). Y aquí aparece la grandeza de Elí que se retracta porque comprende, y que comprende porque es sabio. Sabiduría de la humildad que acepta el juicio equivocado y de la fe que sabe de angustias. ¡Qué rápido cambia su severo tono por paternal bendición! “Vete en paz y que el Dios de Israel te conceda lo que le has pedido” (v.17). Era lo que Ana necesitaba porque entonces, “se fue la mujer por su camino, comió y no pareció ya la misma” (v.18). La mediación como instancia clave. Dios se vale de personas para hacernos llegar su gracia. Y comió, porque se había reencontrado con la Vida. Y si no pareció la misma fue porque en la fe de los pequeños no necesitó esperar para saberse escuchada. Como bien nos enseñan los salmos de Israel, el orante incluye (ya de antemano) en la misma súplica su acción de gracias. En Ana lo que en principio fue un ascenso corporal, se revela ahora en la continuidad de un espíritu nuevo. No pareció la misma porque la resurrección nos transfigura: María Magdalena “vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús” (Jn 20,14).

“Elcaná se unió a su mujer Ana y YHWH se acordó de su mujer” (v. 19). Es la oración escuchada de quien, desde su pequeñez, puede cantar con María: “ha mirado la humillación de su esclava” (Lc 1,48). Y de hecho el Magnificat entronca en la acción de gracias de Ana (I Sam 2,1-10), y rescata la misma idea: Dios no olvida. “Acordándose de su misericordia” (Lc 1,54). YHWH es el Dios de la alianza, y lo que esto significa bien lo expresa Is 49,15-16a: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque éstas llegasen a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada”.

Profundización teológica

La cuestión en juego es saber si nosotros nos acordamos de que Él se acuerda. Por eso, bajo el pedido del profeta: “¡recuerda y no anules tu alianza con nosotros!” (Jer 14,21), se encuentra el anhelo de la propia memoria. Esta necesidad de memoria atraviesa toda la Historia Sagrada porque en ella asentamos nuestra fe. El Deuteronomio lo acentúa especialmente mediante su teología del corazón/memoria: “Pero ten cuidado y guárdate bien, no vayas a olvidarte de estas cosas que tus ojos han visto, ni dejes que se aparten de tu corazón en todos los días de tu vida” (Dt 4,9). “Las palabras que hoy te digo quedarán en tu corazón/memoria” (Dt 6,6). En los prodigios obrados reconocemos al Dios Señor de la Historia que irrumpe en nuestra cotidianeidad. “Hagan esto en memoria (anámnesis) mía” (I Cor 11,24).

¿Qué es la memoria? ¿Qué rol tiene en nuestra época que es imperio de lo efímero (Lipovetsky)? Advirtiendo este déficit le escuché decir a Bergoglio: “hay que catequizar la memoria que es la fuerza del corazón”. Sí, pero la memoria del cristiano -la fontal, la eucarística- es mucho más que evocación del pasado. Es actualización. Porque cuando el sacerdote pronuncia in persona Christi (“mi carne”), se hace presente la Palabra misma de Dios que nos asocia a su dinamismo eterno. Por eso la “memoria del Señor” es anámnesis redentora, de los bienes obrados y siempre actuales de Cristo Jesús. Anámnesis del perdón, y por eso nunca memoria rencorosa con sed de revancha (némesis). Finalmente anámnesis creativa que reinterpreta la inagotable Verdad, porque se cumple la promesa del Maestro: “Cuando los lleven para entregarlos, no se preocupen de qué van a hablar; sino hablen lo que se les comunique en ese momento. Porque no serán ustedes los que hablen, sino el Espíritu Santo” (Mc 13,11).

lunes, 4 de junio de 2007

Meditaciones Teológicas


(Indispensable) Prólogo

Las siguientes páginas no pretenden ser más que –como el nombre lo indica- meditaciones teológicas. No habrá que esperar ni erudición ni detalles científicos. Están escritas en el marco libre (pero no por ello arbitrario) de la reflexión espiritual. Es un ensayo de lectura bíblica integral. Las meditaciones se acercan al texto en el con-texto de los otros libros; es decir, subyace la convicción de que la Biblia es uno y muchos libros a la vez. Se intenta poner en práctica la certeza patrística y eclesial de que el acontecimiento Cristo es la clave última de interpretación de la revelación toda (y por ello también de la Biblia). Son teológicas en primer lugar porque salen de Dios –así se cree y se espera- y a Él quieren tender [ánimo que las mueve]. Lo son en segundo lugar porque a textos teológicos corresponden meditaciones teológicas [objeto]. Finalmente lo son, en el sentido que no se atan a la letra (“la letra mata”), sino que juegan y elaboran en el Espíritu un hablar de Dios que trascienda la literalidad [método].

Gracias a Dios su Palabra es inagotable y permite muchas más (y más profundas) lecturas de estos pasajes de I Samuel. Las que aquí se encuentran son las que se suscitaron en mí. Su origen, y por ello también su clave de lectura, es la gratuita contemplación del misterio; algo así como lo que Agustín llamaba gaudium de veritate. Quiera el Señor que como a mí también a otros puedan ayudan a acercarse y gozar un poco más de la fe en Jesús. A.M.D.G.



Münster, febrero de 2006