miércoles, 17 de noviembre de 2021

2007 – 17 de noviembre – 2021

T.O. Miércoles XXXIII – Ciclo Impar
2 Macabeos  7,1. 20-31; Salmo 16, 1. 5-6. 8b. 15;  Lucas 19,11-28


En la primera lectura asistimos al testimonio de una familia entera que prefiere morir antes que desobedecer al Señor. Uno por uno, los siete hermanos pasan sin ceder a las presiones de los verdugos. No sólo deben resistir la amenaza sino también la seducción. De distintas maneras los poderosos de este mundo intentan convencer a la familia de que es bueno renegar de su identidad, que en última instancia reside en Dios.

Detrás de los siete hermanos, o quizás mejor, delante de los siete hermanos está la madre, esa mujer fuerte en la que ya se dibuja algo del misterio de la Virgen María. No le toca morir en carne propia sino algo peor: ver cómo mueren sus siete hijos. Todos podemos imaginar lo que significa semejante sacrificio. Lo admirable en este caso es que ella no quiere retenerlos para sí a toda costa, sino que los impulsa a la coherencia extrema. Prefiere perderlos por un tiempo para reencontrarlos en la eternidad. 

Pero en esa madre no sólo está esbozada María sino también Dios Padre, que entrega a su Hijo al mundo en un acto de amor inconmensurable, humanamente inentendible, una locura que en el fondo, como dice san Pablo, es más sabia que la sabiduría de este mundo.

En este día de mi aniversario le pido a Jesús que mi sacerdocio tenga la libertad de esos siete hermanos. Que sea el testimonio de un amor sin reservas, sin especulaciones mezquinas. Que refleje tanto la mansedumbre del Cordero como la firmeza del León. Que viva de la misericordia del Padre, que nos espera a todos en todo momento con los brazos abiertos. Que escuche a la Madre Iglesia, que en su experiencia bimilenaria no se deja engañar, sino que distingue con lucidez dónde está la verdad y dónde la mentira, dónde la vida y dónde la muerte, aunque eso contradiga los cánones del mundo.

Hoy mi sacerdocio cumple 14 años. El número invita a pensar en el apóstol Pablo, que a los 14 años de su conversión subió a Jerusalén para encontrarse con Pedro, Santiago y Juan (cf. Ga 2,1-10). El motivo de la visita era bien concreto: confrontar su predicación con la de las columnas de la Iglesia. Pablo necesitaba asegurarse de que no corría ni había corrido en vano. En el fondo tenía bien claro que el Evangelio es eclesial o no es. Y que donde no hay comunión, no está Jesús. También yo quiero confrontar mi sacerdocio con el de la Iglesia, que es el de Cristo mismo. Que ella lo juzgue, lo reprenda y lo confirme. Que ella me absuelva y me vuelva a enviar, como hace 14 años, alentándome a perseverar en la adversidad, como esa madre valerosa que supo infundir en sus hijos la esperanza que no defrauda. Una esperanza que se nutre de la eucaristía cotidiana, la Entrega que sostiene toda entrega. 

Mentiría si dijera con el salmista: “mis pasos nunca se apartaron de tus huellas”; pero aún así, confiado en la misericordia divina, hago mías estas otras palabras suyas: “yo, por tu justicia, contemplaré tu rostro (Señor), y al despertar, me saciaré de tu presencia”.