domingo, 12 de abril de 2020

Vigilia Pascual 2020

No queremos, hermanos… que estén tristes como los otros,
que no tienen esperanza
Flp 4,13


Es de noche. La oscuridad no nos deja ver. Ya no percibimos colores ni rostros. Entonces se desnuda nuestra inseguridad. La técnica nos ahorra a menudo esa experiencia primordial, pero en el fondo está. Por eso con más razón en esta vigilia nos adentramos en la noche: para conocernos mejor. La tiniebla nos habla ante todo de nuestra nada. Somos por gracia de Dios, que en su amorosa libertad se dignó decir: ¡Que haya luz! La tiniebla también nos habla de nuestro pecado, de nuestros remolinos interiores donde todo es caos y confusión. Pero en medio de esta noche cerrada brilla, como una nueva creación, la luz de Jesús. Y se escucha un grito sereno pero firme. Es una voz fuerte que vuelve de la muerte llena de autoridad: Yo hago nuevas todas las cosas.

Este año celebramos la pascua en un contexto particular. La peste golpea a la puerta, no de un barrio, de una provincia o de un país, sino del mundo entero. Esta noche no evocamos la muerte sino que la sentimos cerca, la oímos jadear, al acecho, como un lobo agazapado. El mundo está enfermo. Sí, la pandemia desató una crisis sanitaria. Y luego otra crisis económica. Pero poco se habla de la crisis de sentido que puso al descubierto este inesperado virus. Precisamente, para eso Dios se hizo hombre, para eso murió Jesús, para remediar la más mortal de las enfermedades: el pecado que endurece los corazones.

El hombre sabe hoy prácticamente todo, menos para qué vivir. Por eso se aturde tanto: para no encontrarse, para no mirar a Cristo en la cruz. Toda la oscuridad del mundo queda retratada en ese cuerpo maltratado hasta la muerte. Cualquiera puede ver ahí las marcas de la soberbia, el egoísmo, la violencia, la mentira, la envidia, el desprecio, la frivolidad, la saña, el abuso de poder… Y sin embargo el ángel nos dice: No teman… Ha resucitado. Entonces todo cambia. Entonces irrumpe la alegría. Una alegría ancha que abraza el mundo entero, una alegría fuerte que derriba los muros del odio, una alegría delicada que se cuela por los rincones más olvidados del alma.

Reflejos de Luz – El cirio pascual

¡Jesús resucitó! ¡Está vivo! Pero entendámoslo bien. Su vida no es más de lo mismo. Jesús vive desde el Padre. Esa es la Buena Noticia: que nos deja entrar en su misterio para vivir así, como hijos de Dios, con el corazón limpio, sin amargura ni temor; con la inocencia de los niños, que no se esconden sino que se dejan mirar, que salen al encuentro desde la pequeñez, desde la pobreza, incluso desde el pecado. ¡Qué gracia! ¡Qué paz! ¡Qué libertad! ¿Cómo no celebrar? ¿Cómo no cantar con san Pablo la misericordia del Señor?

“¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? [¿el coronavirus? ¿no poder comulgar?] (…) En todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que nos amó. Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8,35.37-39).

Ser cristiano es estar resucitado con Cristo, ya, desde ahora. Y eso implica, insisto, no sólo inmortalidad sino santidad; vida nueva, vida verdadera, vida eterna. Pero esta vigilia nos dice algo más. La luz de Jesús brilla en la noche, como rasgándola. La pascua no es mera sucesión (primero muerte, después vida) sino transfiguración. La vida nueva de Jesús –la alegría del cristiano– no necesita un mundo paralelo, sino que se hace presente en las entrañas mismas de la muerte. El amor lo transforma todo, lo renueva todo, incluso el más terrible de los crímenes. En Cristo se cumple la misteriosa profecía de Isaías: “Por sus heridas fuimos sanados” (Is 53,5). Y san Pablo traduce: “donde abundó el pecado, allí sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). El costado traspasado por la lanza es la fuente de la gracia. De allí mismo brota el agua del bautismo y la sangre de la eucaristía. Todo esto significa que, en Cristo, “muerte y resurrección son dos caras de un mismo acontecimiento de amor; la gloria evidente de la pascua es la misma gloria oculta del viernes santo”. [1]

Intentémoslo otra vez. La resurrección es sin duda un don inmenso del Padre, una muestra de la divinidad de Jesús, una acción del Espíritu Santo. Pero a la vez es la consecuencia de una determinada manera de vivir, que a su vez se traduce en una determinada manera de morir (y esperar). El domingo se inscribe en la lógica del jueves, del viernes y del sábado, que es una lógica de entrega, de auto-donación, de abandono. Jesús se confía a los hombres confiando en Dios; se abandona en Dios abandonándose a los hombres.[2] En el fondo se trata siempre del mismo verbo: Él se entrega a sus discípulos en la cena, se entrega al Padre en la cruz y se entrega a la tierra en el sepulcro. Jesús vive, muere y resucita en su ley de amor.

En tiempos de desconcierto generalizado, en medio de un mundo que experimenta con fuerza su vulnerabilidad, nosotros, los cristianos, tenemos la gracia de celebrar la pascua. El sacerdote, vestido de blanco, hace las veces de ángel, o sea de mensajero. Por eso yo les digo en nombre de Dios: No teman… Resucitó… vayan a contarlo a los demás. Y también: Esto es lo que tenía que decirles (Mt 28,5-7).[3] Ni más ni menos. Las mujeres salieron corriendo a dar la noticia y fue entonces que Jesús se les apareció. Queridos hermanos, esta noche les anuncio que Jesús está vivo. Si quieren verlo, no duden, crean; no esperen más signos sino pónganse en camino, en actitud de misión, de servicio, de adoración, y cuando menos lo imaginen Él se hará presente inundándolos con su paz.



[1] H.U. von Balthasar, Seriedad con las cosas. Cordula o el caso auténtico, Salamanca, Sígueme, 1967, 46 (citado libremente).
[2] Comentando Jn 10,17-18, Balthasar escribe: “La potestad de dar incluye la potestad de tomar de nuevo. No existe incertidumbre de si el Hijo resucitará”; Ibíd.
[3] Literalmente el ángel concluye: “Miren que lo he dicho” o “Miren lo que he dicho” o "Miren: se los he dicho". La frase invita a hacerse cargo del mensaje.

jueves, 9 de abril de 2020

Sobre el ayuno eucarístico de la cuarentena

Un jueves santo sin Misa crismal. Una Misa de la cena del Señor sin comunión para los fieles. Inédito pero no absurdo. Todo acontece para el bien de los que aman al Señor, dice Pablo.

Dios es el Señor de la historia. ¿Qué nos dice la abstinencia eucarística forzada? No hace falta ser muy sagaz para descubrir un llamado a reconsiderar nuestra manera de comulgar. Los que no pueden hacerlo están invitados a experimentar vivamente el deseo de recibir a Jesús sacramentado. Recordemos lo de san Agustín: "Tu deseo es tu oración". Los que sí podemos comulgar estamos llamados a honrar este privilegio sabiendo cuánto quisieran otros estar en nuestro lugar. Quizás surja en muchos la conciencia de tantas comuniones rutinarias, malgastadas. Más de uno dirá: ¡con qué gusto comería yo el pan consagrado! Con frecuencia ciertas distancias nos hacen el favor de valorar mejor aquello o aquellos que teníamos siempre a nuestro lado. Quiera Dios que esta abstinencia termine pronto y que entonces todos podamos comulgar mejor. Cada uno sabrá (o podrá rezar) lo que eso significa.

De todos modos, también debemos saber que pasada la cuarentena seguirá habiendo comunidades sin comunión. No por motivos sanitarios sino por falta de sacerdotes. Que la abstinencia nos enseñe, entonces, a llevar en el corazón a esos hermanos hambrientos de eucaristía que pese a ello viven con alegría y paz el Evangelio.

domingo, 5 de abril de 2020

Ramos 2020

En la semana santa celebramos el momento culminante de la misión de Jesús. Es lo que el Evangelio de Juan llama “la hora”, en singular, como si no hubiera otra. Tiempo de gracia para el cual el Hijo de Dios se hizo carne en las entrañas de María virgen. Tiempo de revelación en que Jesús nos muestra cuánto nos ama el Padre. Todos conocemos instancias cruciales en las que se juega la verdad de una misión. En estos días le toca a Jesús. Por eso el relato de la pasión está marcado por una pregunta recurrente: ¿Eres Tú?

El lugar de esta prueba es Jerusalén, que se encuentra a unos 750 metros por encima del nivel del mar. Somos invitados a subir con Jesús a la ciudad santa. Y sin embargo, paradójicamente, el ascenso a la gloria de la resurrección está marcado por descensos bruscos. La liturgia nos lo advierte de entrada. Los próximos días habremos de enfrentarnos con lo más bajo de la historia: no sólo el sufrimiento físico sino la miseria moral, no sólo la de otros sino principalmente la nuestra. Pablo lo entendió bien: “Me amó y se entregó por mí” (Ga 2,20). El descenso a los infiernos forma parte de la vuelta a la casa del Padre. “Me gloriaré más bien de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo… porque cuando soy débil entonces soy fuerte” (2 Co 12,9-10).

Que la hora de Cristo sea nuestra hora. Que su camino sea nuestro camino. No tengamos miedo a las caídas, a los golpes, a las humillaciones. Su misión era asumirlas desde la inocencia. La nuestra es hacerlo en la verdad de nuestros pecados. Judas lo traicionó. Pedro lo negó. El resto lo abandonó. ¿Y nosotros? ¿Qué diremos?  ¿Que somos mejores? ¿Que no nos escandalizaremos? Conociéndonos, lo más sensato será guardar silencio y rezar, como sugiere Jesús: “porque el espíritu está dispuesto pero la carne es débil” (Mt 26,41).


El domingo de Ramos vemos a Jesús aclamado como Rey. Será bueno entonces preguntar: ¿quién se lleva hoy mi admiración? ¿Quién me puede? “Donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón” (Mt 6,21). Y más allá de lo formal, de lo verbal… ¿qué espero de Jesús como Rey? Porque la misma ciudad que lo aclamó fue la que lo crucificó. Unas pocas horas bastaron para transformar la euforia en indiferencia, cuando no en animosidad. “No son los que me dicen «Señor, Señor», los que entrarán en el reino de los cielos” (Mt 7,21). Existe una distancia entre lo que celebramos y lo que vivimos. Experimentarlo es una gracia. En el fondo no es hipocresía sino inmadurez. Por eso no se trata de celebrar menos sino más y mejor, conscientes de nuestra pobreza. Celebramos la pascua de Jesús para entrar más hondo en su amor. Y para eso damos el primer paso entrando en Jerusalén.