viernes, 31 de octubre de 2008

Belleza… ¿qué es belleza?

La belleza es un enigma[1]

Así, parafraseando a Pilato[2], iniciamos un incierto recorrido que sabemos no agotará la pregunta inicial.

La belleza, ante todo, se aparece como una sorpresa que gusta, un regalo que deleita y rompe la monotonía. Irrumpe invitando, llamando la atención. “La belleza o hermosura (kállos) es la que nos llama (kalei), decían los neoplatónicos y concreta el peudodionisio”[3]. ¡Cuánta verdad en esta ‘fantástica etimología’! La belleza como trampolín que nos seduce y abre nuevas dimensiones.

Todo acontecimiento bello marca un cierto quiebre, un punto de inflexión. Y por eso mismo, cuestiona en una doble dirección. Hacia atrás, denunciando ‘la falta de’, la sed que apremiaba. Hacia delante, reclamando el término de tan grata experiencia, que es –en el fondo- la plenitud de lo pregustado.

Y nos proponemos escuchar ese llamado. Tenue al principio, va ganando en intensidad hasta envolvernos en su misterio. Entonces la belleza se revela paradójica. En su frágil armonía cautiva nuestra mirada; en la misma desnudez que nos permite llegar a la pulpa del tesoro, es llamado que subyuga. Suavemente nos atrae y, débiles nosotros, ejerce su soberanía[4].

Ya casi estamos entregados, pero surge una duda. ¿Ante quién nos rendimos? En un acto reflejo de la conciencia decidimos cribar. La experiencia, propia y ajena, nos advierte que puede haber engaño. Es momento de discernir, de ver más allá de las apariencias. Se trata de interrogar al mismo llamado[5]. Porque ciertamente la belleza es luz que atrae, pero hay también destellos que mueren por definición. De hecho, el innegable magisterio espiritual de san Ignacio de Loyola nos ayuda en la reflexión. Y no es una indebida confusión de planos, porque es sabido, que en un corazón profundo no hay fronteras. Dice el santo: “propio es del ángel malo, que se forma sub angelo lucis, entrar con la ánima devota, y salir consigo; es a saber, traer pensamientos buenos y sanctos conforme a la tal ánima justa, y después poco a poco, procura de salirse trayendo a la ánima a sus engaños cubiertos y perversas intenciones”[6]. Nos importa aquel sub angelo lucis [“que el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz” (2 Co 11,14)]; la máscara que ofrece mal bajo apariencia de bien: la vieja escena troyana de quienes abren gustosos las puertas al enemigo.

No hay que llegar al extremo de demonizar toda belleza por no absoluta. De hecho, ciertas vivencias menores, aunque incompletas, pueden hacer las veces de mojones en el camino[7]. Con todo, sigue en pie la necesidad de clarificar. ¿En qué consiste el juicio (krisis)? Marechal, uno de nuestros tantos predecesores, lo ha puesto muy bien en su opúsculo Descenso y ascenso del alma por la belleza: “el juicio por la hermosura es un juicio de amor”[8]. Y al ser tan grande la desproporción entre nuestras expectativas y la realidad, intuimos mejor nuestra identidad: “y como dicha vocación [infinita] es el secreto del hombre, me atrevo a sostener ahora que las criaturas, interrogadas amorosamente, nos revelan, no su secreto, sino nuestro secreto”[9].

Estamos hechos para lo grande, para lo imperecedero. “Todo amor busca eternidad”. Es cuestión de rascar y ver qué queda. “Por sus frutos los conocerán”. Cierto que en esta divisoria de aguas juega un papel fundamental quien escruta. Hay espíritus más penetrantes y sensibles que otros[10]. Pero todos podemos llegar a la elemental lucidez que nos permite reconocer los signos más inequívocos. En primer lugar, la paz. Se trata de una serenidad que nada tiene de estática. Al contrario, diríamos que el encuentro con la genuina belleza despierta el universo interior y moviliza al hombre entero. Estamos en la línea de la shalom hebrea que indica plenitud: lo bello completa, nos lleva –en cierto modo- a término y nos hace rebosar. Llegamos entonces a la segunda señal, el amor. Porque si bien lo bello nos devuelve armónicamente al centro, consolidándonos, genera a su vez, desde lo más hondo, un movimiento centrífugo. La paz del alma arrebatada por la belleza es éxtasis, generosa salida que comunica su hallazgo y se abre a los demás[11]. Se potencia así la dinámica que hace posible más finas percepciones de lo bello.


Resolución cristológica

En Jesús de Nazaret estas perspectivas confluyen y llegan a plenitud. La insospechada encarnación de Dios, y todo lo que ha generado, es un acontecimiento fascinante –incluso para muchos no creyentes. Desde aquella mañana de sábado en que entró a la sinagoga de su pueblo, todos los ojos a lo largo de los siglos han estado “fijos en él” (Lc 4,20). Y la belleza, en efecto, ha sido descripta como “lo que agrada a la vista”[12]. Desde entonces, tampoco ha cesado la admiración (etháumazon) por esas “palabras llenas de gracia” que salen de su boca (Lc 4,22). Sabemos que este término –gracia/járis- “posee la conocida ambivalencia semántica ético-estética por la que se designa tanto la benevolencia como la belleza”[13].

¿En qué consisten esas seductoras palabras? Dice Jesús: “Yo soy el pastor, el bueno”; es decir, el auténtico, el verdadero, el bello[14] (Jn 10,14). Y como tal (kalós), llama (kalein) a las ovejas por su nombre para invitarlas al seguimiento[15]. De hecho, su presencia es tan categórica que, como dice K. Rahner, “él es la última llamada de Dios”[16].

Simultáneamente Jesús se presenta como luz, o más correctamente, como “la” luz del mundo (Jn 8,12; 9,5). Es fácil de ver cómo esta declaración representa una pretensión, no sólo salvífica sino también estética –en el sentido más hondo de la palabra. En cuanto misterio luminoso Jesús atrae y llama a la percepción (aisthesis), a una nueva mirada de la realidad. La luz se asocia universalmente, y desde antiguo, a la belleza[17]; y junto a aquella se suma el esplendor[18]. Muchos son los que han considerado la luz como paradigma de lo bello y, en la misma línea, la Escritura da cuenta del resplandor del Cristo. En la siempre significativa escena de la transfiguración, los evangelios sinópticos refieren el fulgor de rostro (Mateo) y vestidos (Marcos, Lucas). Pero esta irradiación también se deja ver en la conversión de san Pablo (Hch 9,3), pasando por la carta a los Hebreos (1,3) y el Apocalipsis (1,14-16; 22,5). Por todo ello, y porque al misterio se accede mejor por lenguaje analógico-poético, la temprana Iglesia confiesa la divinidad de Jesús como: “luz de luz”[19]. Y no sorprende la relectura que desde la mística hace santa Catalina de Siena quien, en un pasaje con abundantes referencias a la luz, alaba a la Trinidad como “belleza sobre toda belleza”[20].

Por otra parte, frente a la precariedad de la belleza mundana –sic transit gloria mundi[21]- todos experimentamos la necesidad de algo menos volátil[22]. Nos guste o no la permanencia es una prueba de consistencia, de solidez existencial. Así en la belleza, como en el amor y en la verdad. También aquí Jesús despunta. “Cielo y tierra pasarán, pero mis palabras [aquellas llenas de gracia] no pasarán” (Mc 13,31). Pero porque no se trata de un legado al margen de su persona nos tranquiliza diciendo: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Y le creemos dado que lo dice como resucitado que ya no muere más.

Ahora bien, siguiendo a Dostoyevski tratamos de ahondar en esa “belleza que salva”[23]. La expresión como tal es imprecisa: ¿de qué salva? ¿cómo salva? ¿de qué belleza se trata? Pero en sus borrosos contornos dice mucho sugiriendo, invitando al oyente a la reflexión y a la confrontación con la propia experiencia. La belleza redime elevando el espíritu y sembrando esperanza. Rescata del opresivo gris, aun cuando no sepamos a fondo cómo es que ocurre. Justamente por ser misterio, la belleza hace bien pero - ¿o porque?- nos excede. Al sacarnos de la mentalidad utilitaria nos devuelve a lo más auténtico de la persona: estar hecha para el encuentro sin más, para la aventura de ser gratuitamente. Y en Jesús esto está claro. Su mismo nombre –por ahorrarnos varias líneas- significa “Dios salva”. Y salva, gobierna, se muestra soberano desde la bajeza de la cruz. ¡He aquí la paradoja! Doblamos la rodilla libremente ante quien, libremente, se anonadó primero (Flp 2,6-11). Hay belleza en la debilidad de este hombre que arriesga su vida por nosotros, y eso nos conmueve y nos puede[24]. Hay majestuosidad y poder en la humildad de quien elige ocupar el último lugar. Por eso tiene razón Marechal cuando, hablando del viaje a la hermosura, dice que “hoy el nuevo viaje amoroso debe hacerse con la rodilla”.

Con estas reflexiones rozamos una pregunta difícil: ¿hay amor (belleza) de lo feo? Por una parte tenemos que Platón ha dicho que “Eros y la fealdad están siempre en guerra”[25]. Por otra, sabemos que el tan amado Jesús es también varón de dolores. ¡Qué bien le sienta la poesía de Isaías! “Tan desfigurado tenía el aspecto que no parecía hombre ni su apariencia era humana. No tenía apariencia ni presencia: (le vimos) y no tenía aspecto que pudiéramos estimar. Despreciado, marginado, hombre doliente y enfermizo, como de taparse el rostro por no verle. Despreciable, un Don Nadie”[26].

Tenemos que cuidarnos de un dolorismo que falsearía nuestra fe, y al mismo Cristo. Lo que conmueve y atrae no es tanto la repugnancia del sufrimiento, sino lo que subyace animando. Hay una actitud de fondo que trabaja, como fermento en la masa, transfigurando la situación. Y esa disposición interior emerge conquistando corazones. En el mismo pasaje profético se deja ver lo que una y otra vez confirmará el nuevo testamento (Jn 13,1) y la tradición espiritual: es amor lo que sangra. “¡Y con todo eran nuestra dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz y con sus cardenales hemos sido curados… llevó el pecado de muchos e intercedió por los rebeldes”[27]. Estamos ante un sufrimiento vicario que exime a otros, y por eso lo que pasa a primer plano es la generosidad y el alma grande de Jesús.

Ciertamente esto nos lleva a hablar de una belleza singular. “Escándalo para los judíos, locura para los gentiles” (1 Cor 1,23). Una belleza sobria pero audaz, porque asume la vida toda y desafía el costado amargo de la existencia. Pero como la de Jesús es una belleza que se corona con la resurrección, ésta permite re-interpretar la pasión y llegar a ser canto triunfal. De hecho, si desde la mirada no creyente ya hay algo digno de amar en la ofrenda del mesías, cuánto más si este hombre ha resucitado y se acredita como Dios. Comentando la obra de Balthasar, quien se ha consagrado a este enfoque de belleza pascual, dice A. Leonard:

“La belleza de Dios no es una belleza fácil, no se puede encontrar su irradiación desgarradora experimentándola como ‘agradable’ o ‘bonita’. Es una belleza que tiene la seriedad y la gravedad de la sangre derramada. Una belleza tan soberanamente trascendente que es capaz de integrar, sin disolverla, lo que ninguna estética superficial se atrevería a asumir: la ignominia del patíbulo (…) Por eso, para distinguirla de cualquier belleza intramundana, Balthasar reserva a la Belleza incomensurable de Dios el título de ‘Gloria’ (kabod en el Antiguo Testamento, doxa en el Nuevo)”[28].

En determinado momento del viaje habíamos propuesto hacerlo de rodillas. Ahora corresponde continuar en silencio. “Lo verdaderamente bello no se deja circunscribir en una definición. Lo bello es, en la forma, una perfección que supera toda forma posible”[29]. Cuando llega el momento supremo hay que saber disfrutar, y también “sufrir” la gloria que excede. Entonces se acallan las voces y nos avocamos por completo a la contemplación. Pero una contemplación que no se queda en el plano espiritual e inmaterial. La propuesta cristiana respeta la sed humana que busca el realismo de los sentidos. La Palabra se hizo carne (Jn 1,14) y por eso hablamos de una belleza tangible. En la ambivalente crudeza de la cruz aparece una belleza concreta que cumple la profecía: “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19,37). Para ser belleza genuinamente humana ha de satisfacer también al cuerpo, y por eso dice la Escritura que “toda carne (sarx) verá la salvación” (Lc 3,6)[30].

Finalicemos volviendo al discernimiento. Una clásica -y por eso vigente- imagen es la de Ulises atravesando el canto de las sirenas. Sabido es que quien las escuchaba, acababa yendo a ellas y siendo despedazado; lo que nos confirma la ambigüedad de ciertas bellezas menores. Las sirenas “son lo celestial e infernal en uno”[31]. Pero como bien apunta Marechal: “el peligro no está en oírlas, sino en dirigirse a ellas”[32]. Advertido, Ulises desafía el hechizo atándose de pies y manos al mástil de su embarcación. De este modo sale airoso gozando, sin perecer, de las irresistibles voces. Y gracias a su determinación, y a un seguro punto de referencia, sale dos veces ganador. No tardó mucho la tradición cristiana en identificar aquel mástil con el madero de la cruz. Verdadero centro de gravedad de la existencia creyente, la cruz permite atravesar las tentaciones sin salirse de la barca eclesial. El cristiano puede entonces ser todo un héroe; y libre porque atado, ‘lo examina todo quedándose con lo bueno/bello (kalón) (Cfr. 1 Tes 5,21).

[1] F. Dostoyevski, El idiota, Juventud, Barcelona 1994, 99.
[2] Jn 18,38: “¿Qué es verdad?”. La paráfrasis llega también ‘desde la otra ladera’ –la literaria-, de la mano de G. A. Bécquer: “¿Qué es poesía?”; Rimas XXI.
[3] O. González de Cardedal, La entraña del cristianismo; Secretariado Trinitario, Salamanca 2001, 637. Forte parece aclarar la ambigua expresión –de Cardedal- ‘fantástica etimología’, al corregir la creencia medieval y remontar la etimología del griego kalein al sánscrito kalyah; cfr. La bellezza via del Vangelo en: AAVV, Dios es Espíritu, Luz y Amor (Fernández-Galli eds.) UCA, Buenos Aires 2005, 206. De todos modos rescata la intuición al decir: “la bellezza evoca, non cattura; suscita, non arresta; invoca, non presume”; ib. 203. En el mismo sentido L. Marechal: “…porque lo bello nos convoca”; Descenso y ascenso del alma por la belleza, Vortice, Buenos Aires 1994, 44.
[4] “Y comprendió entonces (…) que su debilidad excepcional por él era después de todo muy común, nos ablanda más o menos a todos, por lo demás deliciosamente, y contribuye a hacer el mundo soportable: es la debilidad ante la belleza”; A. Camus, El primer hombre, Fábula Tusquets, Barcelona 1997, 104-105.
[5] S. Agustín: “Pregunté a la tierra, y me respondió: ‘No soy yo’. Idéntica confesión me hicieron todas las cosas que se hallan en ella”. Confesiones X, 6, 9.
[6] S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales 332 (4º regla de discernimiento para la 2º semana).
[7] S. Juan de la Cruz, Cántico espiritual 4-6: “…con sola su figura/vestidos los dejó de hermosura.// ¡Ay, quién podrá sanarme!/Acaba de entregarte ya de vero:/ no quieras enviarme/ de hoy más ya mensajero,/que no saben decirme lo que quiero.// Y todos cuantos vagan/de ti me van mil gracias refiriendo”.
[8] Marechal, Descenso y ascenso del alma por la belleza, 88.
[9] Marechal, ib. 89.
[10] “Pero ¿es que esta belleza no se muestra a todos los que tienen el uso cabal de sus sentidos? ¿Por qué, pues, no les habla a todos de la misma manera? (…) Estas realidades creadas no contestan a quienes preguntan, si éstos no saben juzgar (…) para unos son mudas y a otros les dirigen la palabra”; S. Agustín, Conf. X, 6, 10.
[11] Cfr. Pieper, Entusiasmo y delirio divino, Rialp, Madrid 1965, 124-131.
[12] “quod visum placet”: “... pulchra enim dicuntur quae visa placent” (ST I,5,4,ad 1); “... pulchrum autem dicatur id cuius ipsa apprehensio placet” (ST I-II, 27, 1, ad 3). Es interesante el matiz personalista de Pieper cuando habla de “quod visu placet”: lo que agrada al vidente.
[13] Balthasar, Gloria VI, Encuentro, Madrid 1988, 128.
[14] “El término kalón abarca de entrada mucho más de lo comprensivo en la palabra ‘belleza’: es lo justo, conveniente, bueno, lo proporcionado a la esencia, lo que contiene en sí su integridad, su salud, su salvación; sólo en cuanto abarca todo esto es también (como una síntesis que confirma y prueba) lo bello”; Balthasar, Gloria IV Encuentro, Madrid 1986, 186.
[15] Es verdad que el llamado de Jn 10,3 no traduce el verbo kalein, pero sí lo hace el llamamiento de los cuatro primeros apóstoles: Mt 4,21; Mc 1,20. En el mismo sentido, la versión griega del AT (LXX) utiliza este verbo en Is 43,1 cuando habla el Dios creador y redentor: “…te he llamado por tu nombre. Tú eres mío”.
[16] “Ultima” en cuanto definitiva y suprema “después de la cual ya no sigue ni puede seguir ninguna”; K. Rahner, Curso fundamental de la fe, Herder, Barcelona 1998, 299.
[17] “La estética de la luz se puede seguir, aunque sea implícitamente, en la mayor parte de los diálogos clásicos de Platón”; E. de Bruyne; La estética de la Edad Media, Visor, Madrid 1994, 34, 78-85.
[18] “Esplendor de lo verdadero (splendor veri), dicen los platónicos; esplendor de la forma (splendor formae), declaran los escolásticos; esplendor del orden o de la armonía (splendor ordinis), define san Agustín”; Marechal, ib. 54.
[19] “Creemos… en un solo Señor, Jesucristo, la Palabra de Dios, Dios de Dios, luz de luz [fwªj e`k fwto,j], vida de vida”; Denzinger-Hünermann (DH)40; de la carta de Eusebio, obispo de Cesarea, al concilio de Nicea que adoptaría lo sustancial de la expresión: DH125 . Se cree que la confesión que Eusebio propone se remonta a mediados del siglo III.
[20] S. Catalina de Siena, Diálogo sobre la divina providencia cap. 167; según Liturgia de las Horas II (29 de abril), p. 1670. Es conocida la exclamación de Agustín: “¡Tarde te amé belleza tan antigua y tan nueva! ¡Tarde te amé!”; Conf. X, 27, 38. Comentando la visión de san Agustín, quien a su vez comenta a Hilario de Poitiers, dice Mejía: “Más teológicamente, si así puede decirse, en el tratado De trinitate (VI, 11-12) la “pulchritudo” pertenece al Hijo”; Dios, la belleza y la vocación a la belleza en: AAVV, Dios es Espíritu, Luz y Amor, ib. 197. También santo Tomás comenta a Hilario diciendo: “la especie o la belleza tienen semejanza con lo propio del Hijo” (ST I, 39, 8, sol).
[21] “Así pasa la gloria del mundo” se le decía, por tres veces, en el antiguo ritual de “coronación” papal al Santo Padre. Mientras tanto se quemaba estopa, la cual se consume rápidamente.
[22] “La bellezza ha insomma un’aura tragica: il suo bacio è mortale, perché il Tutto che si offre nel frammento ne rivela l’inesorabile finitezza. Il bello denuncia la fragilità del bello. La bellezza è come la morte, minacciosa nella sua imminenza”; Forte, ib. 206-207.
[23] “¿Qué clase de belleza es la que salvará al mundo?”; “…o esa teoría de que la belleza salvará al mundo…”; Dostoyevski, El idiota 458; 647. Sabemos que hay un estudio del cardenal Martini sobre esta frase pero, lamentablemente, no lo hemos leído. Ver también la aproximación a la ‘belleza que salva’ y al ‘Dios pulcher’ de J. Mejía, ib. 189-202.
[24] Jr 20,7: “Me has seducido, Yahvé, y me dejé seducir; me has agarrado, y me has podido”.
[25] Platón, El Banquete, El Ateneo, Buenos Aires 1966, p. 594. “No hay amor de lo feo”; ib. 600 “Eros es amor a lo bello”; ib. 606. “Non posumus amare nisi pulcra” (no podemos amar sino lo bello); S. Agustín, De musica, VI, 13, 38 citado por B. Forte, ib. 204.
[26] Is 52,14; 53,2b-3.
[27] Is 53, 4a-5.12cd.
[28] A. Leonard, Pensamiento contemporáneo y fe en Jesucristo, Encuentro, Madrid 1985, 314.
[29] E. de Bruyne, ib. 97. “No quieras saber qué es la belleza… Cuando lo intentes, la bruma de innumerables imágenes sensibles obnubilará tu espíritu y enturbiará la claridad primera que percibiste de entrada, cuando comprendiste el nombre de Belleza”; R. Grosseteste citado por E. de Bruyne, ib. 97
[30] Cfr. Is 40,5: “Se revelará la gloria (kabod) de Yahvé y toda criatura una la verá”.
[31] Hugo Rahner, Die Versuchung der Sirenen [aus: Griechische Mythen in christlicher Deutung], IKZ Communio (2000) 64. Allí dice que la etimologíaVale la pena todo el capítulo con abundantes citas patrísticas.
[32] Marechal, ib. 122.

lunes, 20 de octubre de 2008

Al idioma castellano*

A los humanos nos cabe el desafío de ir asumiendo, o rechazando quizás, aquellas cosas que nos fueron dadas con la vida. La herencia -física, espiritual, familiar, cultural, epocal- sólo se muestra fecunda en la medida que logramos aceptarla.

Lo mismo pasa con la fe y el bautismo. Damos un salto cualitativo cuando brusca o imperceptiblemente, elegimos ser cristianos. Es el momento de maduración en que tomamos las riendas y nos salimos de la inercia inconsciente.
Una realidad evidente, y muy poco cuestionada por el hombre de la calle es el lenguaje. Como herencia que reúne y separa atraviesa toda nuestra existencia configurando nuestra misma forma de pensar. Porteños como somos estamos siempre de cara al Atlántico husmeando las correrías del viejo continente y fascinados por aquellas culturas venerables.
Pero he aquí que el otro día desperté. ¡Qué sabrosa es nuestra lengua! Otras tendrán sus riquezas pero la nuestra no es menor. ¡Qué intraducible es la prosa de Teresa de Ávila o la poesía de Juan de la Cruz! [Se verá que España y América Latina no dejar de ser parientes.] Ciertos pillos, hay que reconocerlo, poseen un manejo descomunal del idioma. A los dos españoles ya nombrados sumo otros dos contemporáneos: Pérez Reverte y Martín Descalzo. Hay en ellos una amplitud de vocabulario, un ida y vuelta de la calle a la biblioteca, que les permite jugar naturalmente con las palabras. Frescos y efectivos sus relatos acercan al lector, lo hacen amigo, y, aunque uno aprecia sus estaturas, no apabullan con frívolas erudiciones.
"En el principio existía la Palabra" (Jn 1,1). La Palabra eterna que tuvo que elegir un idioma -perdido ahora para siempre- estalló una mañana en Jerusalén. Se abrió católicamente a múltiples variantes en un inusitado derroche de expresividad. "¿Cómo cada uno de nosotros los oye en su propia lengua nativa?" (Hch 2,8). El idioma castellano lo dice a su modo, también con sus límites. Por eso, así como los cristianos adoramos la cruz en cuanto insrumento de salvación, no está fuera de lugar este humilde, sentido, y hasta devoto homenaje, a la lengua que nos "entregó" (Lc 22,19; Rm 10,17) la salvación.
* Borges escribió un poema "Al idioma alemán", y justo es reconocer su dominio del castellano, tantas veces gozado; pero su figura está ausente de estas líneas porque en su precisión puntillosa no contagia, no hace vibrar... y esto da que pensar.