jueves, 25 de abril de 2019

¿Quién es la Iglesia?

El teólogo suizo Hans Urs von Balthasar escribió hace muchos años un artículo titulado ¿Quién es la Iglesia? La pregunta no es nada zonza. Hace rato que lo vengo diciendo. Como Iglesia debemos preguntarnos cuál es nuestra misión en la sociedad, qué quiere Dios de nosotros. Está claro que muchos no creyentes miran a la Iglesia principalmente, cuando no exclusivamente, como una institución de poder temporal. El punto es si nosotros damos pie a esa perspectiva. 

En una nota del diario de hoy (La Nación, 25.4.2019), me llamó la atención el modo en que un periodista comenta las filiaciones partidarias de la familia de un gremialista. "... reveló un impensado detalle: «Tengo un hijo que es del Pro». También tiene dos hijas que militan en el Frente de Izquierda y una hermana que lo hace en el catolicismo". 




El catolicismo asoma aquí como una militancia política más, entre el Pro y el Frente de Izquierda. Se podrá decir que estamos ante una expresión desafortunada, tal vez apresurada, de uno solo. Tengo mis dudas de que podamos resolver el tema tan fácilmente. Urge un examen de conciencia eclesial. Y si nos interpretan mal, sin justa causa, habrá que redoblar esfuerzos... porque el mensaje está llegando torcido. Y ese mensaje no es secundario sino que hace a la identidad misma de la Iglesia, que es la Esposa de Cristo, su Cuerpo. La teología sabe bien, porque lo enseña la Escritura, que Jesús ha querido atar su suerte a la suerte de la Iglesia (Hch 9,5). Por otra parte, todo esto duele más mientras celebramos la pascua, en la que Jesús dice con mucha claridad al poder político de su tiempo: "Mi reino no es de este mundo... mi reino no es de aquí" (Jn 18,36).

jueves, 18 de abril de 2019

Jueves santo 2019

San Juan evangelista nos dice que, llegada la hora, Jesús amó a los suyos “hasta el fin”, hasta el extremo, hasta el colmo. Nos amó de un modo insuperable, como nadie pudo jamás haber imaginado. Él mismo dice que “no hay mayor amor que dar la vida por los amigos”. En el centro de la pascua está la libertad del Hijo de Dios. “Nadie me quita la vida sino que la doy por mí mismo. Tengo poder para darla y poder para  recobrarla”. Celebramos el amor fuerte de Jesús que no sólo es muerte sino también resurrección. Y el desafío de la vida es entender que su pascua es mi pascua. Como dice san Pablo: “me amó y se entregó por mí”.

La noche bendita de la última cena Jesús nos dejó dos signos. Nos hizo dos regalos para que pudiéramos entrar en su misterio. El primer signo es el lavado de pies. En un gesto por demás elocuente el Maestro se despoja de sus vestiduras, de su dignidad, y se inclina para limpiar los pies a sus discípulos. El hecho parece sencillo, ordinario, y en verdad lo es. Pero a la vez supone una revolución. La autoridad es servicio, es amor humilde que se abaja para cuidar de los demás. El Creador se ubica a los pies de la creatura para devolverle su inocencia. Jesús no especula. Se da por entero. El lavado de pies es el bautismo que todos necesitamos: purificación y consagración. Jesús no se escandaliza de nuestra suciedad, de nuestros malos olores, sino que se aboca con infinita ternura sobre nuestros pies llagados. [Como cuando éramos chicos y papá o mamá nos bañaban. Era uno de los momentos más lindos del día y lo disfrutábamos tanto nosotros como ellos]. Pedro se resiste porque no entiende. Y la verdad es que nosotros tampoco entendemos mucho. Cuántas veces reaccionamos como él, un poco altivos, como si supiéramos, como si fuéramos suficientemente grandes, como si no necesitáramos de un buen baño de perdón.


Jesús hace la tarea del esclavo, realiza el trabajo ingrato de pagar en silencio, con su propia vida, por nuestros pecados. Ocupa el lugar del maldito, del excomulgado, muere como un delincuente, para que nosotros podamos volver a sentarnos a la mesa del Padre.

El segundo signo es la eucaristía. Jesús se hace comida y bebida por y para nosotros. Él anticipa su ofrenda en el pan y el vino. La anticipa y la perpetúa. Desde esa noche y por siempre Jesús está presente en el sacramento del amor. Él se entrega libremente, sin oponer resistencia. Él es el cordero sin mancha ni defecto. En la intimidad de la cena desnuda el sentido último de su misión: cuerpo entregado, sangre derramada. Y el sacrificio sigue vigente. La ofrenda no caduca sino que permanece fresca en cada altar. Celebrar la misa es entrar en la pascua, comulgar con Jesús, con su amor generoso, que no sabe de mezquindades. Pero eso compromete. Por eso nos mandó: “Hagan esto en memoria mía”. Celebrar la eucaristía es entrar en la dinámica pascual de vivir para los demás, es renunciar a ser el centro, morir al egoísmo, entendiendo que sólo encuentra su vida quien la pierde por Jesús.

El lavado y la cena son dos puertas por las cuales entramos a un mismo misterio. Por un lado, el amor fraterno sólo persevera si come y bebe a Jesús. Por otro, el culto verdadero sólo es real cuando se prolonga en la caridad cotidiana. Por eso que el hombre no separe lo que Dios ha unido. Que podamos siempre contemplar estos dos regalos como una invitación a un amor sin fisuras, o sea, a una comunión que mira al cielo con los pies bien anclados en la tierra.


Qué bien nos hace meditar el misterio de la cena del Señor. ¡Cuánto nos quiere Dios! Sin embargo, todavía no hemos dicho algo fundamental. La entrega de Jesús se da en un marco de gratitud. Jesús no simplemente toma el pan y lo parte, signo de su propia muerte, sino que antes da gracias. Y eso lo celebramos en cada misa. En el centro de la pascua de Jesús no está el sufrimiento, sino la alabanza al Padre. La agonía en el huerto es dura, los latigazos duelen horriblemente, las burlas causan tristeza… pero nada supera la misteriosa alegría de estar en conformidad con la voluntad del Padre. Ese es el secreto de Jesús. Un secreto que Él sigue gritando a los cuatro vientos. Por eso una ofrenda sólo es propiamente cristiana cuando nace y culmina en la acción de gracias, en la eu-caristía.

Señor Jesús gracias por lavarnos los pies. Gracias por quedarte en nosotros en la eucaristía. Gracias por hacernos sentir tu misericordia que nunca se avergüenza de nuestros pecados. Gracias por hacerte alimento y bebida. Gracias por rescatarnos. Gracias por ser el sentido de nuestras vidas. Gracias por ocupar nuestro lugar. "¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo? Alzaré el cáliz de la salvación e invocaré el nombre del Señor".

martes, 16 de abril de 2019

Una parábola para la Pascua

Notre Dame en llamas. El hecho despierta en mí dos reacciones, una más visceral, otra más racional.

La reacción visceral me retrotrae, como un relámpago, a la catedral misma de París. Si muchos la contemplan como un prodigio arquitectónico o como una referencia turística ineludible, en mi caso Notre Dame es el templo que me regaló una de las experiencias litúrgicas más sublimes. Fue un día cualquiera, al caer la tarde, durante el rezo de vísperas. La oración fue delicada, sobria pero intensa, rica en signos, colores, aromas, cantos, silencios... Un encuentro con el Santo en formas nobles pero ordinarias. Entonces sentí que Notre Dame era, o seguía siendo, lo que debía ser: la casa de Dios. La piedra y el vidrio cobraron vida. Fue una experiencia de cielo, un llamado hondo a las alturas. Y me dio algo de pena cuántos se lo perdían, cuántos pasaban por esa catedral ignorando su razón de ser.


La reacción racional ya no es una memoria sino una interpretación. Notre Dame no sólo es un templo sino un ícono de Occidente. Y eso no es casualidad. ¿Podremos ver en este incendio una metáfora de nuestro tiempo? Las llamas causaron estragos pero, dicen los expertos, la estructura está salvada. Se impone ahora una lenta y costosa reconstrucción. Gracias a Dios, ya hay quienes generosamente han comprometido su ayuda. Cómo quisiera que esta desgracia nos hiciera reflexionar sobre nuestros cimientos culturales. Es un anhelo demasiado audaz, pero hay que formularlo. 

Estamos próximos a celebrar la pascua. Todo templo es imagen de Cristo, y por eso mismo, también imagen de la Iglesia. El incendio consume, extingue, mata. Pero de entre las llamas puede surgir la vida, si es que nos abrimos a Dios. Que Jesús Resucitado sea nuestra esperanza. Que Él vuelva nuestros corazones al Padre, para que del culto verdadero renazca una cultura de la cual estemos orgullosos, una belleza que surque los siglos, que refleje la dignidad del hombre, que nos mueva más allá de nosotros mismos, hacia un sol que no tiene ocaso.

Finalmente, recomiendo vivamente el comentario de Jorge Fernández Díaz, que se acerca bastante al mío, sólo que mucho mejor escrito.