jueves, 25 de diciembre de 2014

Lucas 2

Prólogo
Todo nacimiento ha de celebrarse. La vida irrumpe superando infinidad de obstáculos y en cada retoño albergamos la esperanza de un mundo más inocente. Hoy celebramos el nacimiento más decisivo de todos, ése que enciende una llama que no defrauda. Jesús es el Salvador, el Mesías, el Señor: hijo de María e Hijo de Dios.

Cuerpo
            El relato de Lucas comienza refiriendo el censo decretado por el emperador Augusto. Esto nos permite entender el insólito viaje de María y José, que dejan su aldea más allá del embarazo avanzado. Ante todo, el evangelista quiere destacar el hecho de que Jesús, hijo de José, es descendiente de David. Él es el heredero esperado en quien se cumple la alianza profetizada por Natán. Pero además, sutilmente, Lucas nos dice que la historia política está al servicio del designio de Dios. A su vez, el designio divino se juega en medio de las realidades temporales. En la multitud de hechos cotidianos, en medio del caos aparente, el Señor de la historia va tejiendo el admirable tapiz de la salvación.


            Jesús nace fuera. Fuera de Nazaret, porque había que inscribirse. Fuera del albergue, porque no había lugar para ellos. Fuera de las previsiones de sus padres, que habían imaginado recibir de otro modo al primogénito. El marco no es ideal pero Jesús nace igual. Quizás ésa sea la enseñanza: nace no a pesar de nuestra pobreza sino a causa de ella. El establo y los animales hablan de una humildad que se abre de par en par. Son los márgenes por los que nadie disputa y donde siempre hay cabida. Allí nace y espera con trémulos vagidos; en los tugurios del alma y en los rincones insospechados de la ciudad. ¿Dejaremos al fin nuestra triste madriguera? ¿Tendremos coraje suficiente para correr hasta el pesebre? Fuera nació y fuera habrá de morir; en el monte Calvario, más allá de las murallas de Jerusalén. Jesús abre caminos en la noche. Nace en un pesebre y muere en un baldío, aventurándose como semilla primera que recrea el jardín de Dios.

            Jesús nace para todos, también para aquellos que no le dieron lugar. El ángel es muy claro al respecto: es una gran alegría para todo el pueblo. No importa si fue mera  negligencia o egoísmo duro; Él se ofrece, incondicional como todo lactante. En su tierno corazón no cabe el resentimiento ni los prejuicios. Sólo cabe el deseo de ser amado y protegido. Qué astucia santa para ganar al hombre. Y qué bien sabe Dios retribuir el favor. Pues quien acepta el reto, quien se aboca al Niño, acaba renovado interiormente, alcanzado, conquistado, arropado por una alegría sencilla pero real. Más real que todas las tristezas de este mundo.


            Los primeros en enterarse son los pastores. El privilegio les llega sin mérito alguno, como pura gracia. En realidad, hay que reconocerles el mérito de estar donde debían estar: vigilando sus rebaños durante la noche. La Buena Noticia prefiere el cauce de la fidelidad oculta y rutinaria. Velar por turnos es perseverar en comunidad, abiertos al Dios que viene a nosotros por encima de toda previsión. Hoy somos nosotros los pastores que recibimos el anuncio del Mesías anhelado. ¿Acaso nos envuelve el mismo santo temor? ¿O es que la Navidad nos resulta una historia demasiado conocida? Renovemos la alianza. Que no se enfríe el primer amor. En los planes de Dios, elección significa misión. Demos a conocer pues, con alegría y audacia, el nacimiento de Jesús. Que todos sepan que Dios está con nosotros.


Epílogo
            Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por Él. Jesús nos muestra el camino de la integración: no hay paz verdadera donde Dios no es prioridad. No perdamos tiempo en senderos inútiles: Jesús es el Camino, Él es nuestra Paz.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Zacarías da el tono

En la mañana del 24 de diciembre la Iglesia mira a Zacarías, el padre de Juan Bautista. Lo ve estallando de gozo por la misericordia de Dios. La escena es conocida, aunque hoy menos que ayer.

Los parientes y amigos rodean a Isabel, su esposa. Se alegran con ella y la felicitan por el niño recién nacido. Entonces la elección del nombre da lugar a un cambio de opiniones y todos se vuelcan a Zacarías para que defina el asunto. Debido a su mudez temporal, toma una pizarra y escribe: su nombre es Juan (Lc 1,60). En ese instante, cumpliendo el mandato divino por encima de las tradiciones humanas, la lengua se desata y lleno del Espíritu Santo bendice a Dios. Bendito sea el Señor Dios de Israel (Lc 1,68). Hagamos una pausa. No hay necesidad de avanzar; al menos no durante todo el día de hoy.


Zacarías nos enseña cómo celebrar la Navidad: bendiciendo. La comida, la bebida, las luces y los regalos quieren celebrar la inmensa bendición de Jesús. En Él se cumplen todas las promesas y muy particularmente la que recibió Abraham: De ti haré una nación grande y te bendeciré. Por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra (Gn 12,2a.d). Si falta este clima de bendición la Navidad se vuelve farsa. Cuidémonos de profanar lo santo, cuidémonos porque sería un sacrilegio. Quizás sea éste el más relegado de los mandamientos: No tomarás en falso el Nombre del Señor (Ex 20,7). Que haya alegría, mucha alegría pero santa y cristiana. Que nazca de Jesús y vuelva a Él. Bendigamos con los labios y con el corazón, con los cantos y las risas, con la comida y la bebida, con rezos y cuentos, regalos y abrazos. Lo dijo Pablo y también lo dijo Pedro: Bendigan y no maldigan (Rm 12,14), bendigan porque ustedes han sido llamados a heredar una bendición (1 Pe 3,9).