lunes, 27 de julio de 2009

Jn 6, 1-15 (2009)

El pasaje evangélico de este domingo nos presenta una escena de alto impacto. La multiplicación de los panes aparece un total de seis veces a lo largo de los cuatro evangelios. Difícil, entonces, dudar de su historicidad-credibilidad. Y esto hay que decirlo a las claras para evitar esas salidas elegantes de corte racionalista, y que todavía circulan con relativa fuerza, en que se pretende despachar el asunto remitiéndolo al reino de la metáfora. Los evangelios son testimonio de fe y los aceptamos como tales. Ahora el punto consiste en desentrañar el hecho, o, como a Juan le gusta llamarlo, el signo.


Todo comienza con un Jesús que atraviesa el “mar” de Galilea en inevitable paralelo con Moisés. La imagen, no por repetida deja de tener su elocuencia. La salida (el éxodo) como liberación, ya no de la esclavitud socio-política sino culto-existencial. Se acercaba la pascua y Jesús, en tono polémico, toma distancia de Jerusalén. Sube a la montaña -nuevo Horeb- y se sienta; ocupa cátedra de Maestro.


Antes que la gente sienta hambre, Jesús plantea la cuestión de la comida. La comida tiene siempre el valor agregado del símbolo. Está siempre por encima de la coyuntura, y despierta resonancias esenciales. La comida es la subsistencia: la misma cuestión que tuvo que afrontar Moisés en el desierto. Pero Jesús se anticipa a la necesidad, se pre-ocupa porque es pro-vidente. Aquí ya hay un punto de meditación. Estamos bajo su mirada, somos la niña de sus ojos, descansamos en la palma de su mano. Todavía más; existimos porque nos piensa y nos quiere. ¿Cómo no confiarnos a Aquel que hace suyas nuestras carencias?


Pero la providencia de Dios no anula nuestra libertad. Así como Jesús no salva por decreto, es decir, unilateralmente, tampoco resuelve por sí solo este tema del hambre. Jesús involucra, es inclusivo, es el Dios de la alianza. Abre el juego, dialoga, y enseña a pensar. "¿Dónde compraremos pan para darles de comer?". Felipe, en su respuesta, no hace más que constatar lo evidente. Hay una desproporción, casi una imposibilidad. Si se quiere, Felipe tiene el mérito de aportar una visión de la realidad. Ofrece un panorama, es verdad. Pero su aporte se limita a lo empírico, al dato mensurable, a la experiencia que llega a los sentidos. Felipe encarna una inmensa corriente (¿la mayoría?) de nuestro tiempo: la realidad es sólo lo que percibo. ¿Y qué hay de Dios? ¿Qué de su poder?


Muchos de nuestros problemas, incluso los intraeclesiales, los abordamos -como Felipe- desde el mero alcance humano. ¿Cuántos hijos somos capaces de educar? ¿Pueden los sacerdotes vivir fielmente el celibato por el Reino? ¿Cómo evangelizar en tal contexto de descrédito? En el fondo se impone la pregunta elemental: ¿Creemos en Dios? Es famosa la frase que Shakespeare pone en boca de Hamlet: "Hay más cosas en el cielo y en la tierra, de las que tu filosofía sueña" (I,5). Tenemos que recuperar el ímpetu de la fe, la convicción que Cristo resucitó, que Dios es el creador de todo, que se hace realmente presente en el altar. "Todo es posible para el que cree" (Mc 9,23); "Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Flp 4,13). De esto trata el signo que narra Juan.


También Andrés hace su aporte. No parece mucho más orientado que Felipe, pero da un paso hacia adelante. Presenta lo que lleva en la mochila, quiere comprometerse, y sin embargo no puede escapar a la perplejidad: "¿qué es esto para tanta gente?". En este episodio, Andrés es el apóstol de la intuición. No sabe de qué pueden servir cinco panes y dos pescados, pero -movido por confianza- desnuda su situación. Qué importante es hablar sinceramente con Jesús, qué importante no regatearle nada. Esa poca cosa, ya era para Jesús suficiente. "Háganlos sentar".


En la acción de Jesús hay algo eminentemente religioso: "dio gracias": eujaristesas. Es un momento íntimo en que Jesús deja su huella. Luego de recibir la ofrenda y antes de distribuirla, hay una toma de conciencia: todo don viene del Padre, Él es el protagonista. "Y tú, ¿qué tienes que no hayas recibido?" (1 Co 4,7). Volviendo al simbolismo fuerte del pan como síntesis de la vida humana, podemos decir que nada de lo nuestro debería quedar excluido de la acción de gracias. Hacer de nuestra existencia "sacrificio de alabanza", glorificación permanente, santificación del Nombre, bendición y anuncio. Todo esto es Eucaristía. La interpelación cae de madura: ¿es así como vivimos (y prolongamos) la Misa? Si queremos actualizar esta abundancia no podemos escapar a esta doble condición: ofertorio y consagración.

La multiplicación es un signo cuya función es remitir a Jesús: signo por excelencia. Y acá está la llave: Jesús procura -más que el alimento- el banquete (cf. pescado + abundancia) para los que lo siguen sin más. Hay que dejarse polarizar por Jesús, hay que soltar amarras y jugarse la carta. El milagro acontece en favor de quienes lo siguieron. Digamos una vez más que, el "seguimiento" de Jesús tiene en el evangelio una connotación fuerte. Se sigue a una persona concreta y eso conlleva una cierta ruptura [con el mundo, con el establishment, con el propio pecado... ¡conversión!]. "No se puede servir a dos señores" (Lc 16.13)... o Dios o el dinero. Retomemos el comentario de Felipe: "Doscientos denarios no bastarían...". El dinero es, ciertamente, una realidad humana. Y no hay que demonizarla. Pero acá de lo que se trata es, precisamente, de no divinizarla. A nuestra tiempo le viene muy bien este signo de los panes, porque nuestra mirada está sesgada. Para muchos de nosotros el hombre es sólo el "homo oeconomicus". Valga entonces la oportuna encíclica de B. XVI (Caritas in veritate), para alertarnos sobre el desarrollo (y la identidad) integral del hombre.


Jn 6 no es una lección de economía, o al menos no directamente. Es una lección de teología, y también de antropología. Cómo puede Dios influir en nuestras vidas; cómo tener una mirada amplia, es decir, trascendente; cómo no limitarnos a las pocas variables que manejamos. Entonces sí. "Comerán y sobrará", dice el Señor (2 Re 4,43).


lunes, 20 de julio de 2009

Migaja sacerdotal 1

A veces la vida se ríe de las etiquetas, como esta tarde. 

Fui a dar una unción a un sanatorio de la zona, pero el llamado había llegado desde Merlo. Entro, y mientras espero el ascensor reconozco a la recepcionista. La había casado el año pasado. La saludo y encaro mi misión, percibiendo algo de la paranoia que con motivo de la epidemia ganó la ciudad.

La puerta de la 307 espera entreabierta. Me asomo y encuentro una cara familiar. Es un feligrés mío. Tardo un instante en ubicarme, pero lo consigo. Más de una vez vino como Job a patear el tablero de Dios. No le faltaban razones. Y yo poniendo, la cara, la oreja y todo lo que se me ocurriera para que de alguna manera sintiera que Dios estaba ahí. Qué difícil es por momentos anunciar al Dios-con-nosotros cuando se vuelve Dios-escondido.

Ahora lo veo delante de su mujer que agoniza. No hay palabras. De yapa presenta una queja por no sé qué cosa de las misas. Está aturdido y quiere pelear. De arriba parece que me eligieron como sparring. Necesita un rostro ante quien protestar, una mesa de entradas que le acepte su reclamo.

La escena, sin embargo, tiene un tono inmensamente familiar. Nos tenemos el cariño de quienes hablamos con franqueza y nunca para lastimarnos. Su acento traiciona a un inmigrante italiano que aunque algo peleado con la jerarquía eclesiástica, no puede dejar de abrazar la cruz. Rezamos juntos. Como suele ocurrir, sobrevuela un halo bizarro; porque mientras leo el Evangelio, mi voz compite con la del familiar de la cama contigua que habla por celular.

Me despido y Pepino (o simplemente “Pino”) insiste en acompañarme hasta la salida. Caminamos abrazados y no hay gripe A que lo pueda impedir. Entonces me dice que le ayudo a ver a Dios, que a él le cuesta el Vaticano y todo lo que ya sabemos. Pero que me ve cercano, de la “plebe” (dixit). En su conmoción y su castellano todavía inseguro, tartamudea. Como llegando a puerto sentencia: “Un cura obrero”.

Lo entendí. Y me dio una lección de lo que quiere el pueblo de Dios. Ese pueblo sufrido, golpeado, quizás también un poco resentido. Pero un pueblo que busca a Dios y que no baila en ideologías. Cura obrero. ¿Qué quisiste decir Pino? Supongo que cura laburante, del llano, cura “con nosotros”, como el Emmanuel que predicamos y que queremos reflejar. Supongo que quisiste traducir -como pudiste- la magnífica teología de la Carta a los hebreos: “por haber experimentado personalmente la prueba y el sufrimiento, él puede ayudar a aquellos que están sometidos a la prueba; puede mostrarse indulgente… porque él mismo está sujeto a la debilidad humana” (Hb 2,18;5,2ac). Entonces Pino, puede que me hayas sobredimensionado, pero me señalaste un camino. 

“… pero su elegido se mantuvo firme en la brecha” (Sal 106,23)

domingo, 19 de julio de 2009

Mc 6, 30-34

El domingo pasado vimos cómo Jesús llamaba y enviaba a los Doce. En estos dos verbos –“los llamó y los envió”-,[1] pudimos descubrir todo un programa de vida cristiano: del mundo a Jesús y de Jesús al mundo. Jesús es en la Iglesia como un corazón que en permanente sístole y diástole marca los ritmos e imprime dinamismo: recogimiento y dispersión, intimidad y misión. Y así es desde el principio, como lo dice el mismo san Marcos: “Instituyó a Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar”.[2] 

El pasaje del Evangelio de hoy nos invita a profundizar en esta lógica. Al envío inicial sigue la vuelta al Maestro. “Los apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado”.[3] Es un hecho simple, tan ordinario que puede pasársenos por alto. Los apóstoles advierten que detrás del envío hay Alguien que envía. Jesús es la referencia natural, el que les confió la misión y al que necesitan volver. 

Vuelven, ante todo, para sentir su presencia… para estar con él. Cuando el amor es grande poco importa lo que hacemos; lo que vale es estar juntos, gozando la compañía. Pero vuelven también con algo concreto que compartir. El corazón cargado de experiencias, rostros grabados en los ojos, y conversaciones que todavía resuenan en sus oídos. La misión nos pone en la brecha, nos exige, y saca de nosotros un poco de todo. De lo mejor y de lo peor. A la vez que maduramos certezas, aparecen interrogantes. 

Ellos, dice el evangelio, “le contaron todo”. Y él, los escuchaba como un padre a su hijo en el primer día de clase. Recibía sus entusiasmos y fracasos, contestaba a sus preguntas, deslizaba algún consejo y seguramente también callaría con elocuencia. 

Qué lindo es hablar de nuestras cosas. Lo más probable es que no sean acontecimientos trascendentes, sino más bien rutinarios, pero son nuestros. Por ahí, de manera escondida, va pasando nuestra vida; y por ahí también, pasa Jesús. En este contexto quiero rescatar dos ámbitos para este diálogo: la familia y la dirección espiritual. La familia vive de estas charlas sencillas en que nos comunicamos y nos damos a conocer. Contar lo que nos pasa, confesar nuestras luchas y saber compartir nuestras alegrías. Salir del aislamiento puede ser un ejercicio arduo, pero siempre edificante. Después de una jornada larga y áspera, saber crear el clima propicio para el encuentro es un arte que nos compete a todos. 

Pero entre la familia y Dios, hay otra instancia para volcar nuestra existencia. En la dirección espiritual podemos quizás ser más francos y mostrar nuestro camino sin tanto tapujo. Siguiendo el ejemplo de los apóstoles, me interesa la dirección espiritual como instancia de confrontación. Me presento ante alguien, que es padre sin dejar de ser hermano, y le cuento mis cosas. Me confío y escucho su devolución. En algún sentido, rindo cuentas y doy lugar a que alguien tenga voz en mi conciencia. Es un acompañamiento, nunca un intercambio de roles. Pero de verdad que hace falta si queremos seguir de cerca al Señor. Confrontar para discernir mejor la voluntad del Padre. 

Entonces, habiéndolos escuchado, “les dijo: vengan ustedes solos a un lugar desierto, para descansar un poco”.[4] Jesús Pastor de pastores. Siempre atento al rebaño y de humanidad exquisita. “El Señor es mi Pastor, ¿qué me puede faltar? Me conduce a las aguas de quietud y repara mis fuerzas”.[5] Tema inmenso el del descanso. Tema sagrado para nuestra fe. ¿De verdad pensamos que es tan fácil descansar? ¿No nos debemos un sincero examen de conciencia sobre cómo aprovechamos nuestro tiempo libre? ¿Descanso sin Dios? ¿Puede una misa con aires de precepto regalarnos la esencia del domingo? ¡Tanto para decir en la cultura de la adicción al trabajo! Jesús acepta el límite, no cede a la tentación de omnipotencia y da lugar a la fiesta. 

Y se fueron nomás en la barca a un lugar desierto. Pero hete aquí que muchos los reconocieron y salieron con tanta urgencia que incluso llegaron antes al lugar. Algo traslucía este predicador, algo que arrastraba despertando una sed que sólo él podía saciar. “Preparas ante mí una mesa, y mi copa rebosa”.[6] 

“Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella”.[7] Lo primero que hace Jesús es ver la multitud. “El amor es ojo” decía un autor medieval.[8] Los registra, pasan ante sus ojos de misericordia y esas vidas empiezan a hablarle.[9] Es gente sufrida que lo reclama en silencio. Se han molestado corriéndose hasta acá. Tienen necesidad de un guía. Jesús trasciende todas las anécdotas del caso y los ve en profundidad. ¿Cómo los ve? “Eran como ovejas sin pastor”.[10] La imagen del pastor remite a los líderes de Israel, lo mismo que hoy podemos pensar en nuestros políticos, sacerdotes, empresarios y docentes. 

Nuestro tiempo carece de guías sabios y coherentes. Pero también podemos preguntarnos si sabemos reconocerlos cuando aparecen. Tenemos necesidad de maestros, es decir, de genuinos pastores. Jesús constata en su mirada la denuncia profética y hace suyo el oráculo de Jeremías: “Ay de los pastores que pierden y dispersan el rebaño… han expulsado mis ovejas y no se han ocupado de ellas… Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas y las haré volver a sus praderas”.[11] La promesa está cumplida. Dios en persona apacienta su pueblo. Los tiene delante suyo porque ellos han venido a su presencia. Pero en realidad, es Jesús el que ha hecho el viaje más largo para encontrarlos. Volvamos a preguntarnos: ¿Qué ve Jesús al contemplar la multitud? ¿Cómo nos ve? 

Algo vio, porque dice el texto que “se compadeció”. Fue movido a compasión, sintió con ellos, como sólo sienten las entrañas de una madre. Tenían hambre de Dios. Los vio faltos de sentido, asqueados quizás por el vacío; los vio atrapados en rencores, incapaces de perdón; los vio carentes de alegría, consumidos por peleas estériles. Por eso “estuvo enseñándoles largo rato”.[12] 

Señor Jesús… qué contradicción la nuestra. Somos tus discípulos, comemos en tu presencia, y sin embargo, cuántas veces estamos como ovejas sin pastor. Queremos contarte lo que nos pasa, queremos que nos aconsejes y que renueves nuestras familias. Queremos descansar en tu presencia haciendo del domingo el día del Señor. Queremos mirar la realidad con tus ojos y poder compadecernos por los que te llaman aún sin saberlo. Danos líderes en todos los órdenes, pero de manera especial, en este año sacerdotal, queremos pedir por muchos y santos sacerdotes. Te lo pedimos a vos Pastor Bueno, que nos “guías por el recto camino. Aunque caminemos por oscuras quebradas, no tenemos miedo, porque Vos estás con nosotros; tu vara y tu bastón nos infunden confianza”.[13]


[1] Mc 6,7

[2] Mc 3,14

[3] Mc 6,30

[4] Mc 6,31

[5] Sal 22,2-3a

[6] Sal 22,5ad

[7] Mc 6,34

[8] « Castus profecto columbinusque oculus amor est… Iste est oculus qui non clauditur… Oculus rectus, oculus vere dexter quem nulla seorsum avertit sinistra intentio… Amor oculus est, et amare videre est. Et horum duorum dexter oculus est amor qui requirendo vulnerat… Sublato enim amore, qui dexter oculus est, ad solem errorem remanet intellectus… », Richardus de Sancto Victore, Tractatis de gradibus charitatis PL CXCVI 1202-1203. «Ubi amor, ibi oculos», Ricardo de San Víctor, cf. «Beniamin minor», c. 13: “donde hay amor, allí hay ojo”.

[9]  Qué actual suena Guardini, cuando hace más de medio siglo decía respecto del peligro de la “constante agresión de estímulos”: “Siempre se dice que el hombre moderno quiere ver, ¿pero qué es realmente ver cuando en un cuarto de hora repasa cientos de imágenes? Lo que sucede de verdad es que no ve: no capta nada cargado de sentido… sólo ve montajes; no ve el mundo, sino sólo efectos, estímulos… la capacidad de ver se ha deteriorado… se le viene encima un alud de impresiones fragmentarias, y disminuye lo que de verdad importa, la interiorización del mundo con toda su carga de sentidos auténticos, con su grandeza, su fuerza, su profundidad. Todo se difumina”; Ética, B.A.C., Madrid 2000, 311-312.

[10] Mc 6,34

[11] Jr 23,1-3

[12] Mc 6, 34

[13] Sal 22, 3b.4