miércoles, 6 de mayo de 2009

Domingo del Buen Pastor

Hch 4,8-12; Sal 117, 1.8-9.21-23.26.28-29; 1 Jn 3, 1-2; Jn 10, 11-18

Hace tres días prendí la radio buscando algo de música. Para mi sorpresa caí en una suerte de exhortación religiosa, y movido por la curiosidad presté atención. No tardé en darme cuenta de que se trataba de una confesión no católica. Sin embargo, debí reconocer para mis adentros los aciertos de la prédica. Estoy casi seguro de que se trataba de uno de esos “impostores de la fe”, pero el orador iba llevando a su auditorio a reconocer los límites humanos para desde ahí poder abrirse a la trascendencia. Era un llamado a la humildad, si se quiere también, una apelación a la gracia. Pero algo faltaba. Y como venía masticando el evangelio de este domingo, no tardé en darme cuenta. Faltaba la dimensión personal. Todo eran esferas celestas, planos divinos, fuerzas superiores… Cómo se notaba la ausencia de Dios, del Dios bíblico que escucha y atiende, que ve y actúa. Qué gracia la nuestra la de poder rezar a un Dios que se hizo hombre y tiene rostro. Resumiendo, ¡qué bueno tener un buen pastor! 

[A nuestro tiempo le gusta definirse como “la cultura de la imagen”. Tenemos motivos para dudar de esto. Porque abundan las imágenes pero escasea el significado. En el fondo, seguimos siendo demasiado abstractos. En cuanto hijos del racionalismo dividimos la realidad entre materia y espíritu, entre sensualidad e inteligencia.[1] Nos cuesta dejar hablar a las imágenes y asimilar toda la profundidad de su mensaje.] 

Todo esto para acercarnos a la imagen del Buen Pastor. ¿Qué nos dice? ¿Logramos trascender la descripción inicial, la percepción “pictórica”? El desafío es aplicar los ojos del corazón y penetrar la vivencia misma del pastor (y sobre todo la del bueno). 

            Cuando Jesús quiere habla claro. “Yo soy el Buen Pastor”[2]. Al fin alguien que sabe quién es. Y lo dice, haciéndonos un favor. La propia identidad nunca es un privilegio exclusivo, sino un don a compartir. Maduramos en comunidad, y la identidad de uno ayuda a delinear la del otro. Por otra parte, ¿cómo ser pastor en solitario? 

            La imagen del pastor remite a la rusticidad de los orígenes. Encierra algo de primitivo que nos instala en el plano de lo esencial. En Israel mismo conecta con la época venerable y austera de los patriarcas: Abraham, Isaac y Jacob eran pastores. También Moisés, el caudillo, el liberador, supo ganarse la vida cuidando ovejas. Y hasta el mismo rey David, sinónimo de la máxima grandeza de Israel, guardaba el rebaño de su padre. Lentamente, el título de pastor fue adquiriendo dignidad real y se aplicó a los líderes. Pero los reiterados abusos hicieron que Yahvé, en tono polémico, reclamara para sí esa denominación: “Aquí estoy yo; yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él”.[3] El salmo 23 da cuenta de la importancia de esta imagen para dirigirse a Dios. 

            Por esto, cuando dice “Yo soy el buen pastor”, Jesús toca un resorte muy hondo de la piedad israelita. Más allá de la protección y el gobierno, para cualquier oyente local, era fácil entrever la pretensión mesiánica de Jesús. No hay jactancia en sus palabras sino serena mostración. No se trata de cualquier pastor, sino del bueno: kalós. La palabra griega es demasiado rica, y significa bueno, bello, verdadero. Jesús entraña el atractivo de la plenitud, posee carisma. Los evangelios destacan que enseñaba como quien tiene autoridad y poder: exousía. Esa misma exousía le permite presentarse como “el” pastor, el genuino, el único. Pedro dirá: “No existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombre por el cual podamos alcanzar la salvación”.[4] 

            Para san Juan, hay una nota que caracteriza al buen pastor: da la vida por sus ovejas.[5] En Jesús “dar la vida” habla de una entrega sin reservas, al extremo, es decir, hasta la muerte y muerte de cruz. Pero sólo puede derramarse de un saque, quien aprendió el arduo martirio de morir en cuentagotas. 

Con el fin de discernir mejor la calidad del pastor y de la entrega, Jesús introduce una contrafigura: el lobo. Se trata de una amenaza que pone en peligro al rebaño. Puede ser el demonio, el pecado, la muerte, la mentira. Habrá combate y será riesgoso. Jesús se expone y no regatea. “La vida y la muerte se enfrentaron en admirable duelo”[6]. Llega la tristeza y la confusión: “heriré al pastor y se dispersarán las ovejas”[7] (Emaús y Tomás). 

Pero Jesús vuelve como resucitado e infunde paz. Congrega a los suyos y los llama a la reflexión. ¿De dónde vino el lobo? Muchos bajarán la cabeza. Reconocerán que el pastor fue herido “por sus rebeldías”[8], que fueron ellos los que arreglaron en treinta monedas con los sumos sacerdotes, ellos los que se durmieron en el huerto, y ellos, los mismos que huyeron y negaron conocer a “ese hombre”[9]. Cuántas veces somos nosotros mismos quienes llamamos y abrimos las puertas al lobo. Cuánto coqueteo irresponsable -debemos confesar- con el maligno. 

Entonces recordamos a Jesús, triste y aturdido frente a la multitud. Los miró, y los vio “como ovejas sin pastor”[10]. Curioso. La presencia del más grande de los pastores puede convivir con la sensación de abandono. Nuestra libertad, en efecto, es poderosa; y también es preciso aprender a ser oveja. 

Volvamos a lo concreto, al rostro de Cristo. Jesús quiso confiar su pastoreo, es decir el cuidado y el gobierno de su rebaño, a hombres específicamente llamados para eso. “Apacienta mis ovejas”.[11] Los obispos, los sacerdotes, y los diáconos; todos ellos son sacados, como se dice de David, “de detrás del rebaño”.[12] Tienen sus fragilidades, están –como los demás- heridos por el pecado original. En cada uno de ellos convive el pastor bueno y el asalariado. Podemos entenderlos porque a todos nos tira la comodidad y el trabajo a reglamento. Cuando dejamos de mirar a Jesús buscamos el rédito y renunciamos a la entrega desinteresada. Una vez más estamos llegamos a la pascua: “si el grano de trigo no muere…”.[13] 

Podemos preguntarnos, ¿cómo reaccionamos ante los escándalos de nuestros pastores? ¿Nos dolemos y rezamos por su conversión y santidad? ¿O nos sumamos al coro de críticas que hacen leña del árbol caído? Es preciso rezar, y mucho, por las vocaciones sacerdotales: para que sean muchos y santos. 

No es raro que surjan pocas vocaciones en un mundo en que la autoridad es tan conflictiva. Ni mandar ni ser mandado. Se dice de nuestra cultura que está huérfana; que los padres están ausentes. Qué difícil es ser autoridad. Hay que serla antes que ejercerla. La autoridad, ante todo, se irradia: brilla con luz propia. Es un servicio que expone a la soledad y a cierta incomprensión. Es un servicio de firmeza y de ternura, de límites y perdones. Cuánta sabiduría nos hace falta para conjugar todo esto. La autoridad puede ser ingrata y se termina de valorar a la distancia. “Por  sus frutos los conocerán”. Autoridad es el que acrecienta, el que ayuda a crecer (augere-auge), el que ayuda a madurar. Muchas veces con una caricia, otras pocas con un sopapo. 

Jesús, el Supremo pastor, gobierna bien porque sabe ser cordero obediente. De la misma manera que no se llega a ser buen padre sino se es antes buen hijo. Pidámosle al Señor que nos enseñe a escuchar y a obedecer, para luego poder hablar y gobernar. Y esto nos afecta a todos, porque si bien es verdad que todos somos rebaño también lo es que todos somos pastores. Dijo Caín desentendido: “¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?”.[14] Jesús le responde: claro que sos guardián y pastor de tu hermano. Como padre o madre, médico o maestro, chofer de colectivo o presidente de la nación, carmelita o misionero: todos somos hermanos y pastores entre sí. 

Dejemos ahora estas reflexiones, que de cara al Buen Pastor revelan nuestra pobreza. Echemos un vistazo a la eternidad. Pensemos en el encuentro definitivo que nos aguarda, el momento sublime de llegar a su presencia. Dios quiera que nuestra voz esté ronca de tanto arrear al rebaño, que nuestros vestidos se hayan rasgado con algún alambrado, y que nuestra piel curtida lleve las marcas de las noches a la intemperie. Entonces su mirada mansa y subyugadora dará la orden final. Caerán nuestras miserias y finalmente, como dice san Juan, “seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es”.[15] Esa es nuestra esperanza, la que ya hemos hecho oración: “Que llegue Señor también el humilde rebaño donde penetró su victorioso Pastor”.[16]


[1] Cf. H.U. von Baltasar, Gloria I, 345-347: perspectivas de R. Guardini y K. Barth.

[2] Jn 10,11

[3] Ez 34,10

[4] Hc 4,12

[5] Jn 10, 11.15.17

[6] Secuencia pascual

[7] Mc 14,27

[8] Is 53,5

[9] Mt 26,72

[10] Mc 6,34

[11] Jn 21,17

[12] 1 Cro 17,7

[13] Jn 12,24

[14] Gn 4,9

[15] 1 Jn 3,2

[16] Oración colecta Domingo IV de Pascua

viernes, 1 de mayo de 2009

1º de mayo

El día del trabajador se vive todavía como una conquista social. Pero podemos preguntarnos, ¿conquista de qué? Ciertamente es un reconocimiento a la dignidad del trabajo y a todos aquellos que con su silenciosa labor contribuyen al bien común. Sin dudas, la celebración es en sí misma una conquista, y a ella debemos sumar el avance del moderno derecho laboral.

Sin embargo, todos sabemos que la compleja realidad del trabajo exige más que un feriado para llegar a plenitud. A la par que vemos la indiferencia con que se vive el 1º de mayo, comprobamos un cierto estancamiento de la reflexión en torno al trabajo. Como si todo quedara restringido al ámbito de los derechos. Es necesario pues, recuperar una genuina inquietud por el sentido del trabajo.

En la tradición cristiana el trabajo apareció siempre como una noble tarea en que el hombre protagoniza un papel co-creador. Transformar la realidad, no según caprichos sino en el contexto de la escucha responsable al Padre. Por otra parte, que Jesús sea designado en el evangelio como “el hijo del carpintero” (Mt 13,55) marca la dignidad del trabajo, al punto de tener cabida en un título cristológico. Jesús, lo mismo que su padre san José, da a sus esfuerzos en la carpintería un marco superior al de la mera subsistencia. Ellos saben que en última instancia sus fatigas se entienden a la luz del proyecto de Dios.

Nuestro tiempo podrá ser muy consciente de la dignidad del trabajo en el plano discursivo, pero está muy lejos de poder concretarlo en los hechos cotidianos. El trabajo es para muchos, sinónimo de stress, presiones, vejaciones… Desvirtuamos el trabajo toda vez que lo reducimos a tarea económica, a lugar de “realización” personal, a batalla frenética por exaltar el ego. Cuesta la unidad interior, el disfrutar las tareas, el captar el propio aporte en el conjunto mayor de la sociedad. San José es un modelo de obrero no tanto por la eficiencia de sus manualidades, sino por esta capacidad de darle sentido a su tiempo. No trabajó para sí, ni simplemente por el dinero. Trabajó para la gloria de Dios. Supo referir todo a Dios. Y él más que nadie, porque en una misma persona encontraba la motivación humana del hijo hambriento y la motivación divina del Señor de la Historia.

Con razón somos hoy exhortados “Cualquiera sea el trabajo de ustedes, háganlo de todo corazón, teniendo en cuenta que es para el Señor y no para los hombres. Ustedes sirven a Cristo, el Señor” (Col 3,23.24b).

San José obrero: ruega por nosotros. Amén.