domingo, 14 de septiembre de 2008

Exaltación de la Cruz 2008

El evangelio de este domingo nos trae una certeza. “Sí, Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Es el centro, el corazón de nuestra fe. ¡Y qué bien nos hace esta certeza en medio de tanto desconcierto! La alegría de la salvación, del Dios que ama “hasta el extremo” (Jn 13,1) marca –o debiera marcar- la tonalidad de nuestra prédica. Nuestro anuncio es evangelio: buena noticia. Lejos quedan la condena y la desesperanza. Jesús quiere liberarnos de cierto clima de asfixia que siempre amenaza: “no hay salida”. No, no somos derrotados, no somos hijos de la tristeza.

Acá entra la fe. Jesús sorprende nuestra expectativa con su cruz. Lo mismo que en el desierto, cuando a aquel pueblo impaciente se le ordenó mirar la serpiente de bronce. La vida a través de la muerte: Dios nos espera y nos salva en el lugar menos pensado. Dios transforma, renueva –“Yo hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). Hace del mal una bendición. Pero exige la mirada de fe, la apuesta de ir hacia donde nuestro instinto nos aleja. Como cuando Jesús intuyendo su pasión “se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén” (Lc 9,51).

La clave de este pasaje, en la fiesta de la exaltación de la cruz, está en el “ser levantado” (Jn 3,14). Hay un paralelo explícito con la serpiente de bronce que refuerza y esclarece la paradoja. Jesús es elevado para la burla, para que todos puedan reírse de él. A la crueldad no le alcanza la maldad, sino que necesita de un auditorio cómplice. Y en ese ser señalado, Jesús aparece como un hombre digno de lástima; un “don nadie” como dice Isaías. Pero en realidad se abre paso otro sentido más profundo. “Levantado para que todos los que crean en él tenga vida eterna”. Junto al desprecio emerge la mirada de fe que ve más allá, y que descubre un misterioso poder. Desde el madero Jesús reina y él también mira nuestras pobres vidas. Esa elevación no se detiene hasta ser exaltación: entrada en la gloria eterna de Dios. Con la resurrección de Cristo la cruz ha sido clavada en el cielo, y desde entonces, todo sufrimiento tiene acceso a una nueva luz.

No hay cruz sin crucificado. Celebramos a Aquel que se dio en la cruz. El madero es tan sólo -¡y nada menos que!- el instrumento, la ocasión de su entrega. Sólo el amor, sólo el sello personal de un corazón generoso y de un rostro manso pueden transfigurar el dolor. De modo que la herida misma adquiere fuerza medicinal. Por eso nos animamos a enarbolar la cruz y hacer de ella un estandarte, aunque ciertamente difícil: bandera discutida, “signo de contradicción” (Lc 2,34). San Pablo lo entendió perfectamente: “si hay que gloriarse, en mi flaqueza me gloriaré. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 11,30; 12,10).

Nos cuesta, y resistimos, el hecho que la victoria acontezca en la derrota. Si tan sólo fuera en otro lado… pero “la locura de Dios es más sabia que los hombres” (1 Co 1,25). La cruz y el árbol del Edén son uno: “para que donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida, y el que venció en un árbol, fuera en un árbol vencido” (Prefacio).

Claro que quien atravesó la cruz sabe que el cáliz es amargo, y que no se puede edulcorar. “¿Cómo volver a hablar de la noche haciendo juegos florales?” (Martín Descalzo). Si la serpiente connotaba tentación y muerte, la cruz no deja de ser –¡quién lo duda!- escándalo, debilidad, maldición, repugnante sufrimiento. La Palabra de Dios, el mismo Jesús, nos interpela. ¿Cómo miramos la realidad? ¿Qué lectura hacemos de nuestras pequeñas y grandes tragedias? ¿Qué lugar tiene la cruz en nuestro anuncio?

Con la audacia prestada de un autor espiritual, decimos que nuestra fe es la lanzada del centurión romano al Cristo pendiente. La mirada creyente atraviesa el misterio del dolor y hace brotar vida –agua y sangre- del cuerpo exánime de su Señor. Es una enseñanza que no se estudia sino que se padece. Sólo la entienden los que se deciden a entrar. Y cuando nos dé pudor y temor predicar esta causa “pasada”, escuchemos y confiemos en este viejo cristiano que nos dice: “Parece que la cruz no puede sino provocar escándalos, y he aquí que no sólo no escandaliza, sino que atrae”[1].

Nosotros somos de esos que sentimos la atracción y la verdad de la cruz. Pedimos hoy la fe para vivirla y anunciarla con coherencia. Llegue ahora, como suave bálsamo conclusivo, la poesía de san Juan de la cruz:

Debajo del manzano,
allí conmigo fuiste desposada,
allí te di la mano,
y fuiste reparada
donde tu madre fuera violada”[2].

[1] S. Juan Crisóstomo, In ad 1 Cor, Hom. 4,3: PL 61,34: citado en: Tillard, La salvación, misterio de pobreza, Sígueme, Salamanca 1968, 39.
[2] S. Juan de la Cruz, Cántico espiritual 23.