lunes, 25 de diciembre de 2017

25.12.2017

Navidad es Jesús. ¡Y Jesús significa tantas cosas!

Quizás el primer aspecto de la navidad sea la alegría, una alegría importante que no le teme a nada. El ángel dice a los pastores: les anuncio una gran alegría para todo el pueblo. Todos estamos incluidos en la alegría de Jesús porque todos tenemos necesidad de una ventana a la eternidad. Muy a menudo nuestras fiestas tienen algo de opresivo, como los boliches, donde la falta de ventilación acaba por sofocar el canto. La navidad, en cambio, nos trae la alegría que no defrauda, la de una presencia fiel que conjura la soledad: Emanuel - Dios con nosotros. El Señor se acuerda de su alianza y nos visita con su gracia. Sale de sí, de su inefable plenitud, para compartir nuestro andar clueco. La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Qué dignidad la nuestra de sabernos elegidos por Dios. Sentir con orgullo santo que nuestra carne ha sido desposada por el Creador. Como dice un antiguo himno: non horruisti virginis uterum – no, no despreciaste el vientre de la virgen, no te avergonzaste de ser uno más, no rechazaste el pasar escondido nueve meses como cualquier otro hijo de Eva.


Un segundo aspecto concierne el misterio de la Palabra, que se dice ahora como nunca antes. En un mundo hiper-informado, consumido por la curiosidad y saturado de micro-mensajes gozamos de la Palabra fundamental, sin la cual todo se esfuma. La alegría cristiana crece al calor de esta Palabra que transfigura nuestra existencia. El dolor físico, el agobio psíquico, la angustia espiritual, toda noche humana gana sentido desde Jesús: las tinieblas no son tinieblas ante ti. Incluso la alegría es más alegre cuando escuchamos desde dónde venimos y adónde vamos. Celebrar la navidad es recordar el privilegio inmenso de caminar arropados por la Palabra que nos dice, en un mismo movimiento, quién es Dios y quiénes somos nosotros. La meta cristiana es no hablar por cuenta propia, no actuar por cuenta propia, sino más bien dejarse decir por Jesús: ser auténtica palabra en la Palabra, de modo que los que nos rodean puedan escuchar en nosotros el verbo que Dios nos encomendó; precisamente ése, y no otro.


Un tercer aspecto es el del Hijo. ¿Por qué habría de importarme el nacimiento de un judío en la ignota Belén del siglo I? Porque ese niño es Dios Hijo. Y de ese modo tiene comienzo una nueva familia. Es gracias a Él que nos llamamos y en verdad somos hijos de Dios: hijos en el Hijo. La Iglesia es un templo espiritual cuya piedra angular es Jesús: Hijo de Dios y hermano de los hombres que nos enseña la tremenda audacia de llamar a Dios Abbá. ¡Cómo nos gusta sabernos hijos de Dios! ¡Cómo lo repetimos mientras se nos infla el pecho! Y, sin embargo, qué poco reconocemos que nada de eso tiene sentido sin el pesebre.

La navidad es el misterio de una Alegría invencible, de una Palabra incandescente, de un Hijo que abre para sus hermanos las puertas de la casa del Padre.

viernes, 17 de noviembre de 2017

Donde esté el cuerpo, se juntarán los buitres

2007 – 17 de noviembre – 2017

Οπου τὸ σῶμα, ἐκεῖ καὶ οἱ ἀετοὶ ἐπισυναχθήσονται
Lc 17,37
  
El Evangelio de hoy concluye con una frase sugerente: donde esté el cadáver, se juntarán los buitres. Con estas palabras Jesús quiere decir que el fin puede sorprendernos en cualquier lugar. Lo importante no es tanto dónde, sino que habrá de ocurrir. Pero el proverbio, en labios de Jesús, trae aun más. Porque nos introduce de lleno en el centro del misterio. Así como los buitres desarrollan un particular olfato que garantiza su supervivencia, también los cristianos dependemos de nuestro sentido de eternidad para ser felices. Si hoy estamos reunidos aquí es porque nos hemos sentido atraídos por una víctima especialmente sabrosa. Tenemos hambre de Dios, un hambre muy intensa que nos hace ver en la noche con los ojos de la fe. Hemos venido de distintos lados, con distintas historias, como buitres que acuden raudos al manjar servido. Cada uno con su herida pero todos con la misma certeza. Jesús habla verdad cuando dice: “mi carne es la verdadera comida y mi sangre la verdadera bebida” (Jn 6,55).
  
Somos los buitres de Jesús, convocados por el testimonio de una entrega santa, preñada de un amor conmovedor. Los que estamos aquí nos hemos dejado ganar por una fragancia pura, inocente como ninguna otra en este mundo. Si afinamos el oído descubrimos que la lectura eucarística no sólo está permitida sino más bien sugerida. Porque en realidad Jesús no habla de un cadáver sino que dice, literalmente, “donde esté el cuerpo”. La misa es precisamente la congregación en torno al cuerpo del Salvador. Y la gracia del sacerdote, que también es cruz, está en poder preparar la mesa en que Cristo se ofrece.


Hace ya diez años que subo al monte, todos los días, para hacer presente el sacrificio de Jesús. Pero no dispongo la comida inmutable sino temblando; primero, por reconocerme tanto o más famélico que los demás; segundo, por la tremenda responsabilidad de dejar hablar a Jesús en mi persona. “Esto es mi cuerpo… esta es mi sangre”. Pronunciar estas palabras significa asumir como programa de vida ser otro Cristo, otra víctima… llegar a ser lo que se consume. Esto vale para todos pero mucho más para el que preside la eucaristía. El sacerdote es ordenado no para sí, sino para el rebaño. Se debe a sus ovejas y acepta ser devorado sin hacer acepción de personas: algunos muerden delicadamente, cariñosamente; otros, en cambio, dan tarascones feroces, desesperados; todos contribuyen a la poda del Viñador.

El cuerpo atrae a los buitres generando así una comunión insospechada, misteriosa. Sólo Jesús puede reconciliar nuestras diferencias, sólo Él puede devolvernos la paz. En los últimos años se ha hablado mucho de una herida nacional, de una grieta que nos divide. Lo saco a la luz porque el sacerdote está llamado a ser padre y hermano de todos, hombre al servicio del encuentro, artífice sincero de la comunión. Y además hablo de esto porque siento que toca de cerca mi ministerio. Si bien me ordené antes de que se impusiera el término, la “grieta”, mi sacerdocio ya estaba encaminado en esa dirección. Precisamente uno de mis lemas reza: “pero su elegido se mantuvo firme en la brecha” (Sal 106,23). La frase nace de un salmo que cuenta cómo Moisés, el ungido, elige mediar entre Dios y los hombres, con todas las dificultades que eso supone. Creo que gran parte de mi vida ha sido un intento por cerrar brechas absurdas: entre el mundo y la religión, el estudio y el deporte, la fe y la razón, la teología y la pastoral, la oración y la misión, etc. Dios nos quiere unidos, cerrando la grieta mayor, la que más daño hace: la grieta del pecado, que nos separa de su amor y nos aleja unos de otros. Que Jesús me enseñe a ser puente, que me sostenga con su fuerza, para que pueda mantenerme firme en la brecha, como amigo fiel, tanto de Dios como de los hombres. Y si eso implica dejar la carne, que sepa morir, como el grano de trigo, con la esperanza cierta de la resurrección.


Pido perdón por haberme regateado, por las veces que no supe ofrecerme de corazón, manso como el Cordero al que digo seguir. Perdón por mis pecados ocultos que, como escribió Bernanos, “envenenan el aire que otros respiran”. Gracias a Dios por su misericordia constante, por su infinita paciencia y por el triple llamado a la vida, a la fe y al sacerdocio. Gracias a todos los que han sido parte de este camino: familia, amigos, hermanos curas y feligreses. Gracias en especial a esta comunidad de Jesús Misericordioso que me ha visto crecer, al menos en edad, ¿quién sabe si también en sabiduría y en gracia? En esta hora quiero seguir el ejemplo de san Pablo: no juzgarme ni dejarme juzgar. ¿Qué sabemos nosotros? “Mi juez es el Señor” (1 Co 4,4). Pido la gracia de seguir corriendo hacia la meta, sirviendo a todos, sin darme mayor importancia, intentando ser fiel, generosamente fiel, tierno pero viril, confiando cada día más en el amor de Jesús, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.


A. F. D. C.
en mi 10º aniversario de ordenación sacerdotal



Viernes XXXII – Año Impar.

domingo, 29 de octubre de 2017

La actualidad del hermano Carlos

Cuando ocurre algo así, no se lo deja pasar sin más. 

Supongo que no soy el único que suele volver a ciertos textos espléndidos, inagotables, verdaderas canteras espirituales. ¿Por qué retorno? Por mero placer. También para ganar luz en la noche, para sentirme menos solo y dejarme guiar por un hermano que vio más lejos. 

Pues resulta que en la noche de ayer volví a Carlos de Foucauld, a ese fragmento en que narra sus peripecias interiores hasta su llegada a Nazaret -llegada literal, no metafórica-. Es el 8 de noviembre de 1897, Carlos tiene 38 años, mi edad. Transitando el cuarto día de su retiro decide escribir su camino a casa. "Yo, mi vida pasada - Misericordia de Dios" cautiva desde el comienzo por su estilo personalísimo, altamente confidencial, donde la gratitud y la vergüenza se entrecruzan permanentemente. Leerlo es no sólo leer a san Agustín sino también leerse uno mismo en los meandros del alma humana. Lo que no recordaba y acabó en sorpresa fue un cierto detalle del momento culminante de su conversión (año 1886).

"La cuarta fue la gracia incomparable de dirigirme para recibir estas lecciones de religión al Padre Huvelin. Haciéndome entrar en su confesionario, uno de los últimos días del mes de octubre, entre el 27 de octubre y el 30 creo, Vos me habéis dado todos los bienes, Dios mío; si hay alegría en el cielo a la vista de un pecador convirtiéndose, ¡la ha habido ciertamente cuando yo entré en ese confesionario! ¡Qué bendito día, qué día de bendición! Y después de este día, mi vida no ha sido más que una cadena de bendiciones".

El testimonio es fuerte sobre todo conociendo la sinceridad de ese giro y la radicalidad tremenda con que luego siguió a Jesús pobre, ignoto, manso, hasta el día en que murió violentamente en Temanrasset, ciudad argelina en el Sahara. Pero todo se potencia al experimentar la Providencia, que quiso que me reencontrara con esa confesión en la mismísima fecha, aunque apenas 131 años después. En pocos días se cumplirán 120 años del escrito íntimo que sigue rugiendo con la fuerza profética de los santos (y que vale la pena leer por entero). 



sábado, 30 de septiembre de 2017

Querer entender. A propósito de S. Jerónimo

Lc 9,43b-45. sábado semana 25 - año impar
La liturgia de hoy nos ofrece un breve fragmento del evangelio según san Lucas donde Jesús habla de su muerte. Pero como el giro es un tanto ambiguo, los discípulos no entendían estas palabras: su sentido les estaba velado de manera que no podían comprenderlas. El episodio resulta perfecto en este día en que celebramos a san Jerónimo, patrono de los biblistas. La tarea de los que se dedican a la Sagrada Escritura es la de interpretar; arte por el cual se busca des-entrañar el significado -no siempre evidente- de la comunicación.

El primer punto consiste en tomar conciencia de la inevitable opacidad de nuestra condición humana. Es cierto que se puede hacer mucho por transparentar el discurso y, en definitiva, la propia alma; pero siempre habrá algo de penumbra sujeta a un posible malentendido. Dios nos dé la paciencia y la voluntad para intentar ir siempre más allá de la primera impresión. La madurez se juega en la capacidad de corregir o precisar cada día un poco más, evitando quedar anclados en lo que alguna vez vimos. Sólo así podremos hacer justicia a la realidad, que no sólo es dinámica sino que rebasa nuestra limitada capacidad de percibir. Por último, si esto es verdad en cualquier caso, cuánto más respecto de Jesús.


El segundo punto consiste en considerar por qué los discípulos temían interrogar a Jesús, siendo que no entendían. El motivo no parece ser el de una posible represalia ni tampoco el de pasar vergüenza. Sabemos que existe el temor a la verdad. ¿Queremos la luz? ¿Estamos dispuestos a asumir sus implicancias? Dios nos dé la gracia de preguntar con humildad y valentía, empeñando lo mejor de nuestras facultades a fin de conocer su voluntad, como dice Pablo, "lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto" (Rm 12,2). 

En síntesis. Envía Padre tu Espíritu Santo, para que abra nuestras inteligencias y encienda nuestros corazones, de manera que podamos asimilar fielmente el Evangelio de Jesús, tu Hijo, tu Palabra, el que explica como nadie tu insondable misterio de ternura. Lo pedimos para todos pero especialmente para quienes consagran su vida al estudio de la Escritura.

domingo, 6 de agosto de 2017

Crisálida (Mt 17,1-9)

No esperaba tanto resplandor
G. Cerati

La de hoy es una escena poderosa, muy rica; un episodio clave no sólo en el camino de los discípulos sino del mismo Jesús. Estamos ante una segunda miniatura pascual: en su momento el bautismo y ahora la transfiguración.

"Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos". ¿Qué significa este verbo? Es un cambio de figura, un cambio de forma. El evangelista habla como puede porque las palabras arriman pero siempre quedan cortas. Jesús deja ver su misterio, su secreto, su identidad más profunda. Esto ya sería una gran cosa si se tratara de un hombre cualquiera, pero ¡cuánto más siendo el Hijo de Dios! Lo que nos sale al cruce es la divinidad misma de Jesús que se muestra aquí con una intensidad nunca antes vista. Es una sorpresa, un asalto de luz y gloria para el cual no hay preparación que alcance. Y para colmo la luz surge de dentro, porque le pertenece. "Su rostro resplandecía como el sol". Ya no son simples destellos sino un fulgor que doblega, que derriba dulcemente en un santo temor. 


De la nube del cielo llega una voz: "Éste es mi hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo". El Padre confirma nuestra percepción. Es una voz suave y firme, llena de cariño y autoridad. Una voz que respira sabiduría y complacencia. Jesús recibe el respaldo del Padre y del Espíritu; esas palabras lo acreditan, lo señalan y lo ungen: no se confundan "éste es". El llamado a escucharlo es tanto un consejo como un mandato. Y en ello se trasluce la verdad última sobre el hijo del carpintero. De manera sutil pero inequívoca se nos dice que este hombre es Dios, que a él se lo debe escuchar de la misma manera que Israel sólo ha de tener oídos para su Señor (Dt 6,4). La consigna parece sencilla, casi superflua, pero en realidad es todo lo contrario. Pensemos en esa famosa leyenda sobre los últimos días de san Francisco de Asís, que entre gemidos gritaba: "el Amor no es amado". 

La Palabra hecha carne sigue siendo un escándalo. Cerramos nuestros oídos porque hemos cerrado antes el corazón. La transfiguración es el misterio de una luz que brilla en las tinieblas, adentrándose en ellas como un cordero que, resuelto, sale al encuentro de la manada de lobos. La sombra de la pasión se hace presente en el diálogo que Jesús mantiene con Moisés y Elías. Ellos representan la fidelidad en la prueba, el sufrimiento de la incomprensión y la soledad en atención a la única misión que vale la pena, la que abre horizontes de eternidad.

Todavía podemos decir algo más. La transfiguración es una gracia de consolación. "Qué bien estamos aquí". En determinados momentos Dios nos regala entrar en su intimidad, progresar en su conocimiento, advertir su presencia con una nitidez que va más allá de lo habitual. Ocurre que Él nos busca pero no siempre nos dejamos encontrar. La transfiguración puede llegar de diversas maneras: en la contemplación de un paisaje, en el silencio de una asamblea que respira comunión, en un cruce de miradas que se entienden, en la meditación de un pasaje de la Escritura, en la asimilación de una verdad que nos atraviesa como un relámpago... Es la zona mixta donde el cielo y la tierra se unen, el tiempo en que recordamos hacia qué alturas estamos llamados.


Es verdad que Pedro, Santiago y Juan son los elegidos. Pero también es verdad que ellos decidieron aceptar la invitación de Jesús. En cada eucaristía el Señor renueva ese llamado apelando a nuestra libertad. Participar de la misa es subir al monte santo para descubrir de un modo nuevo quién es Jesús. También es apostar por nuestra propia transfiguración, dejándonos trabajar por una iluminación, acaso dolorosa pero incandescente al fin. El Señor nos conceda irradiar a Cristo, albergando la alegría verdadera y perseverando en la esperanza de que efectivamente perfeccionará la obra comenzada el día de nuestro bautismo (Flp 1,6).


S. Juan de la Cruz, Noche oscura (Libro 2, cap. 10)
  De donde, para mayor claridad de lo dicho y de lo que se ha de decir, conviene aquí notar que esta purgativa y amorosa noticia o luz divina que aquí decimos, de la misma manera se ha en el alma, purgándola y disponiéndola para unirla consigo perfectamente, que se ha el fuego en el madero para transformarle en sí. Porque el fuego material, en aplicándose al madero, lo primero que hace es comenzarle a secar, echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí tiene; luego le va poniendo negro, oscuro y feo, y aun de mal olor, y, yéndole secando poco a poco, le va sacando a luz y echando afuera todos los accidentes feos y oscuros que tiene contrarios a fuego; y, finalmente, comenzándole a inflamar por de fuera y calentarle, viene a transformarle en sí y ponerle tan hermoso como el mismo fuego. En el cual término ya de parte del madero ninguna pasión hay ni acción propia, salva la gravedad y cantidad más espesa que la del fuego, porque las propiedades del fuego y acciones tiene en sí; porque está seco, y seca; está caliente, y calienta; está claro y esclarece; está ligero mucho más que antes, obrando el fuego en él estas propiedades y efectos.

domingo, 30 de julio de 2017

De tesoros y alegrías

La alegría, que fue la pequeña publicidad del pagano, 
es el gigantesco secreto del cristiano
G. K. Chesterton

"El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo" (Mt 13,44). Jesús nos presenta el reino como una realidad valiosa. Lo propio del tesoro es concentrar las aspiraciones humanas. Lo sepamos o no, todos andamos buscando nuestro tesoro. Y casi que podríamos decir: dime qué buscas y te diré quién eres. Pero resulta que este tesoro, el único que en verdad merece tal nombre, está escondido. Sí, está escondido pero a la vista de todos. Porque es la dureza del corazón de los hombres la que lo esconde. El rey se pasea por las calles vestido como mendigo y únicamente los pequeños saben reconocerlo. Los que miran a los ojos, los que se detienen en el rostro, son ellos los que no se dejan engañar. Basta pensar en Agustín, que cuando todavía era joven buscó en las Escrituras pero no encontró nada, porque, como él mismo confiesa, su soberbia se lo impedía. Sólo más tarde pudo descubrir allí la luz eterna que pacientemente lo aguardaba, cuando se dejó ganar por la humildad, cuando se dejó domar por un deseo de verdad cada vez más intenso.

"Un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo" (Mt 13,44). En cierto momento se da el milagro. No sabemos si el encuentro es una sorpresa absoluta o la culminación de un proceso gradual. Lo cierto es que se puede hablar de un antes y un después. Jesús irrumpe en nuestras vidas con fuerza y luz, trastocándolo todo, como el vendaval del Espíritu que renueva un ambiente viciado. El cara a cara con él se vive siempre como una revelación, como una epifanía doble que supone entrar en Dios tanto como en uno mismo. Es ahí que nace el cristiano, en un encuentro que lleva el sabor de haber sido alcanzado, como quien cae en las redes del más avezado seductor, como quien ha sido pescado de entre las aguas saladas de un mundo que nos baña una y otra vez con su amargura. 


Y tan grande es la conciencia de la nueva oportunidad, de la nueva vida que se ofrece, que el hombre vende todo lo que posee a fin de comprar el campo. La decisión, ciertamente audaz, confirma la seriedad del impacto. El mundo tiene necesidad de un amor resuelto, consistente, que no sepa de especulaciones sino que sea capaz de pagar el precio de la plenitud. ¿Qué estoy dispuesto a hacer? ¿Qué estoy dispuesto a sacrificar para ser verdaderamente feliz, para vivir en la verdad, para ser todo de Dios? La respuesta me dirá dónde estoy parado; si en realidad encontré el tesoro; si me rendí a Jesús reconociéndolo como el Señor. "Donde esté tu tesoro estará tu corazón" (Mt 6,21). 

Pero lo más curioso es que el hombre vende todo lleno de alegría. El contexto es el de una fiesta y en eso se verifica hasta qué punto se ha dejado ganar el corazón. Él sabe bien lo que hace y no se lamenta porque se sabe ganador. La pérdida está pero es nada en relación a Cristo Jesús. El evangelio es buena noticia, un río de alegría que conduce al seno del Padre, un canto nuevo que hace crujir las murallas grises del egoísmo, una mirada llena de paz que transfigura los rostros cansados del sinsentido. La alegría del evangelio es la del ciento por uno, una alegría escondida, incomprendida, oculta a los sabios y poderosos de este mundo. Una alegría escandalosa, ridícula, vituperada y hasta crucificada. Una alegría que soporta salivazos y bofetadas pero que no se detiene, sino que marcha serena, movida por la vida del Resucitado que late en las entrañas contagiando a los ojos un fulgor eterno.


Consultado por Dios en sueños, el rey Salomón pidió un corazón comprensivo -literalmente, oyente- para juzgar al pueblo a él confiado, un corazón que pudiera "discernir entre el bien y el mal" (1 Re 3,9). El negocio de la vida está en reconocer las prioridades e ir tras ellas. En una época de cambios como la nuestra el desafío no consiste simplemente en dar con el tesoro sino más bien en reconocerlo como tal. Dios nos conceda la sabiduría de no confundirnos, de no distraernos, sino de estar atentos a la suave brisa del Espíritu y a la sutil voz de la Palabra. Que podamos ordenar, como hacen los sabios, y entregarlo todo sin resquemor alguno, a manos llenas, convencidos, pletóricos, radiantes, como quien entiende que sólo gana su vida quien la pierde por Jesús. "Busquen primero el reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura" (Mt 6,33).

sábado, 29 de julio de 2017

Amar - Concretar - Formalizar

En este día de santa Marta, la mujer que, según Agustín, "recogía las migajas de la mesa opulenta de la palabra del Señor", vaya una pequeña reflexión. Está tomada de la primera lectura de la feria (sábado XVI - año par).

El libro del Éxodo dice que cuando Moisés comunicó las palabras y prescripciones del Señor, "el pueblo respondió a una sola voz: «Estamos decididos a poner en práctica todas las palabras que ha dicho el Señor»" (Ex 24,3). Detengámonos un momento en lo que significa esta respuesta. El pueblo se compromete a poner en práctica. Hace no mucho tiempo solía hablarse del católico "practicante". No cabe duda de que con esa expresión se corría el riesgo de una simplificación no exenta de cierto fariseísmo pero, de todos modos, así se enunciaba algo fundamental. La fe supone práctica, es decir, concreción. La religiosidad es nada si no desciende al ámbito cotidiano, donde juegan las manos y los pies, la boca y los ojos, la mente y el corazón. La adhesión a Dios involucra toda la persona. Y no vale invocar la interioridad que Jesús defendió siempre como lo primordial para excusar nuestras tibiezas. El culto y la moral son los ámbitos en los que se verifica -se hace verdadera- nuestra conformidad con la voluntad del Señor.


Sobre esto es posible añadir algo. Curiosamente, no basta la simple adhesión del pueblo sino que se requiere una formalización. En efecto, luego de que Israel afirmara su decisión de obedecer al Señor fue necesario enmarcar ese compromiso en el contexto solemne de la alianza (Ex 24,7). Las palabras se repiten pero el sentido es otro, porque ahora obligan de un modo nuevo. De aquí surge una lección sumamente actual. En un tiempo en que cuesta tanto "formalizar", la Biblia nos enseña que no basta dar un sí como al pasar sino que lo verdaderamente humano es empeñarse de manera clara e irrevocable. Al amor maduro le gusta ofrecer certezas.

domingo, 18 de junio de 2017

Corpus Christi 2017

Dt 8, 2-3. 14b-16ª - Sal 147 - 1 Co 10, 16-18 – Jn 6,51-58


La eucaristía es un misterio muy grande, un misterio con muchas aristas. La fiesta de hoy nos invita a acercarnos a ella poniendo especial énfasis en la presencia. Jesús se ha quedado con nosotros en las formas humildes de pan y vino.[1]

La primera lectura insiste en la necesidad de evangelizar la memoria: acuérdate y no olvides al Señor. En tiempos de prueba y aflicción, de hambre y desierto, de serpientes y escorpiones, Dios estuvo ahí, haciéndose sentir con su mano poderosa y providente (cf. Dt 8,2-16). El maná permanece en la conciencia de Israel como el alimento inesperado que hizo posible el camino a la libertad. Camino arduo pero feliz.

También nosotros tenemos nuestro desierto. Hoy experimentamos la aridez de un mundo falto de horizontes, demasiado estrecho, mayormente consumido por el aquí y el ahora, deliberadamente ciego y sordo a las insinuaciones del Padre. En medio de estas pruebas Jesús se nos ofrece como don totalmente gratuito. Él es el nuevo maná, el pan vivo bajado del cielo, “no como el que comieron sus padres y murieron” (Jn 6,58). Pan de los peregrinos que marchan con destino cierto de eternidad. Él está presente de muchas maneras pero hay una muy especial: la eucarística. En el sacramento del pan Jesús se hace alimento en sentido literal-carnal llevando hasta el extremo el realismo de su entrega por nosotros. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él” (Jn 6,54-56).

“En Cristo el grande se hizo pequeño”.[2] La fiesta del Corpus quiere reavivar nuestra gratitud y nuestra admiración por un amor tan audaz. Quizás ayude recordar qué significa propiamente “maná”. La Biblia cuenta que cuando los israelitas encontraron por primera vez este extraño alimento –una costra granulada, fina como la escarcha–, se preguntaron: “¿Qué es esto?” (Ex 16,15). Los siglos pasan pero el asombro sigue intacto. ¿Qué es esto? ¿Quién es este? La eucaristía es una provocación, un escándalo que divide las aguas. Por eso, porque conocemos nuestra debilidad, en esta fiesta rezamos para ser contados entre aquellos que alegran el corazón de Jesús. “Te alabo Padre, Señor, del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños” (Mt 11,25).

Una de las tentaciones de Israel fue despreciar el maná por su insignificancia. También nosotros nos vemos tentados de olvidar a Jesús eucaristía por su pobreza y su silencio. La oración colecta de la misa nos hace pedir el don de “venerar” debidamente estos “sagrados misterios”. Esta veneración se realiza de muchos modos. Ciertamente comulgando –bien dispuestos– pero no sólo. Por lo pronto, reconocer la presencia real de Jesús en la eucaristía mueve a que toda la misa sea vivida de un modo nuevo, como liturgia celeste que abre sus puertas a la precariedad de nuestros sentidos. En el antes y el después de la consagración se hace patente cuánto entendemos, o no, de esta gracia inaudita. Y luego la adoración. Llegarnos a Jesús que tan delicadamente espera por nosotros en el sagrario: horas, días y años. Celebrar la fiesta de Corpus es renovar el compromiso de visitar a Jesús escondido en el Belén de cada templo, en esa casita del pan cuya lámpara arde discreta pero fiel, como signo elocuente del corazón amigo que aguarda sin reproches. Finalmente, la genuflexión. Hagamos el propósito, de ahora en más, de doblar la rodilla en serio, sin prisa, de manera sentida, como quien expresa con su cuerpo la rendición de toda una vida.


“Glorifica al Señor Jerusalén” (Sal 147,12). En esta fiesta la Iglesia canta bien fuerte su tesoro. Lo canta sin vergüenza porque es consciente de que el don se vive sin complejo. Y de que la fuerza reconciliadora de la eucaristía debe llegar a todos los rincones de la ciudad. Dios se hace pan en Jesús y cada uno sabrá cómo nutrirse de él. Sí, Dios nos “sacia con lo mejor del trigo” (Sal 147,14), ese trigo que primero ha caído y muerto para resurgir como espiga colmada de vida eterna.[3] Sí, “glorifícalo cuanto puedas, porque él está sobre todo elogio y nunca lo glorificarás bastante”.[4]

           Te quedaste conciso,
           te escondiste concreto,
           nada para el sentido,
           todo para el misterio.[5]



[1] Cf, Lc 24,29.
[2] Documento conclusivo de Aparecida 393.
[3] Cf. Jn 12,24
[4] Secuencia de Corpus Christi, Lauda Sion Salvatorem.
[5] Himno “Aquella noche santa”, escrito por el franciscano mexicano Jerónimo Verduzco (1924-1996). Aparece en el Oficio de lecturas de la Liturgia de las Horas en español.

domingo, 11 de junio de 2017

Trinidad Santa, un solo Dios

Ciclo A

El domingo pasado celebramos Pentecostés, la venida del Espíritu Santo. Esa llegada significa la culminación del misterio pascual y de la revelación ofrecida en Cristo Jesús. Pero no se trata sólo de una presencia nueva sino de una dinámica nueva. El Espíritu despierta y hace posible una comprensión más profunda del misterio de Dios. Ya Jesús lo había dicho a sus discípulos: El Espíritu de verdad los guiará a la verdad total, plena, la verdad sin más (Jn 16,13). En efecto, ¿quién conoce lo íntimo de Dios sino su Santo Espíritu? (cf. 1 Co 2,10-11).

Las lecturas de hoy resaltan el hecho de que Dios es amor. La cuestión es descifrar qué se entiende por amor. Recorrer las Escrituras es dejarse cautivar por una progresión amorosa que nos lleva siempre más allá hasta rayar el escándalo. Israel en el AT y la Iglesia en el NT, ambos experimentan el consuelo y la exigencia de un Señor que invita a superar los propios criterios a fin de plegarse a los suyos. Destaquemos algo de esta gracia que nos resulta tremenda y fascinante.


El amor genuino quiere darse a conocer. Es como una necesidad. En este marco de prodigalidad hay que situar la revelación de la Trinidad, misterio inaccesible al hombre que, no obstante, Dios le ha querido compartir. Dios no mide, no regatea, sino que se muestra tal cual es, sin costuras. ¡Qué lección! Nosotros que guardamos tan celosamente nuestras riquezas interiores, nuestras pobres riquezas, ¿no deberíamos aprender de esta transparencia divina que se da por entero sin especular? "Los llamo amigos porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre" (Jn 15,15).

El misterio de la Trinidad es el de la unidad en la distinción. Tres personas, un solo Dios. Tres amantes, un solo amor. Dios es uno y diverso. Uno pero no solitario; sino comunión, familia, si se permite la analogía (de algún modo hay que hablar). Quizás hemos experimentado alguna vez, humanamente,  algo remotamente parecido: somos distintos, es verdad, pero en cierto sentido somos uno. El amor es una fuerza unitiva, decía el Areopagita. La de Dios es una unidad sin confusión, que no diluye singularidades sino que las potencia. El Padre, el Hijo y el Espíritu son tres versiones, tres rostros (prósopa) del mismo amor. 


El Padre es amor fontal, origen, manantial, amor que se brinda, que se ofrece hasta el extremo, incluso hasta el sacrificio del Hijo Unigénito, del fruto precioso de las entrañas. Locura de amor que provee, que se entrega al colmo de lo indecible, al colmo de pronunciar enteramente la Palabra que sustenta toda palabra, quedándose por eso "como mudo" (S. Juan de la Cruz). El Hijo es amor receptivo que se deja regalar, es mano que se abre sin complejos y mejilla que se deja acariciar. Es el amor que baja la guardia, que se deja bañar, vestir y alimentar; amor que se deja colmar, no a regañadientes sino haciendo fiesta, porque sabe que él mismo es ocasión para que otro salga de sí. El Espíritu es amor de comunión que enlaza amantes, es vínculo, nexo y sello. Está en el medio sin estorbar, discretísimo, haciendo de puente, como abrazo infinito y entrañable. Como dijera alguna vez Guillermo de S. Thierry, el Espíritu es el beso entre el Padre y el Hijo.[1]

Este misterio tiene implicancias bien concretas. Por una parte, que las tres personas divinas reciban una misma adoración y gloria significa que no se es más por dar ni menos por recibir. La dignidad no está en el orden, en el lugar que se ocupa, sino en la intensidad del amor. Por otra parte, conocer la Trinidad es acceder al revés de la trama; lo que Greene llamaría the heart of the matter. Todo lo creado ha salido del Dios Trinidad y lleva su huella. De hecho, el hombre es el más perfecto de los "vestigios trinitarios". Ser imagen y semejanza significa estar llamados a replicar en nuestras relaciones el estilo trinitario de la "gracia multiforme" (1 Pe 4,10), donde la variedad es riqueza y no problema, donde el rasgo personalísimo de cada cual no resiente la cohesión sino que la afianza. Parafraseando a Agustín decimos: noverim te, noverim me - te conoceré, me conoceré.[2]


El Dios Trinidad, el Dios que es un "nosotros", ha querido ser además -de un modo completamente libre- Dios "con nosotros". Se ha dignado honrarnos con su amistad que es alianza, nos ha hecho suyos incorporándonos como miembros de una gran familia: hijos en el Hijo para llegar a decir, por obra del Espíritu, Abbá. Pero este Dios que se ha hecho carne en la persona del Hijo sigue siendo el incomensurable, el tres veces santo ante el cual sólo cabe adoración (Ex 34,8). La fiesta de hoy es un canto, no una clase. Es la celebración de aquello que nos excede siendo a la vez lo más íntimo. Desde el bautismo vivimos arropados por el calor trinitario. El camino no es otro que el de la fe: humilde, sencilla y audaz. Que en cada señal de la cruz podamos renovar nuestra consagración trinitaria y experimentar la bendición de un amor que "supera todo lo que podemos pensar" (Flp 4,7).
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[1] Guillermo de S. Thierry, Carta de oro, 263.
[2] San Agustín dice: noverim me, noverim te: “me conoceré, te conoceré”; Soliloquios II,1,1.