viernes, 17 de noviembre de 2017

Donde esté el cuerpo, se juntarán los buitres

2007 – 17 de noviembre – 2017

Οπου τὸ σῶμα, ἐκεῖ καὶ οἱ ἀετοὶ ἐπισυναχθήσονται
Lc 17,37
  
El Evangelio de hoy concluye con una frase sugerente: donde esté el cadáver, se juntarán los buitres. Con estas palabras Jesús quiere decir que el fin puede sorprendernos en cualquier lugar. Lo importante no es tanto dónde, sino que habrá de ocurrir. Pero el proverbio, en labios de Jesús, trae aun más. Porque nos introduce de lleno en el centro del misterio. Así como los buitres desarrollan un particular olfato que garantiza su supervivencia, también los cristianos dependemos de nuestro sentido de eternidad para ser felices. Si hoy estamos reunidos aquí es porque nos hemos sentido atraídos por una víctima especialmente sabrosa. Tenemos hambre de Dios, un hambre muy intensa que nos hace ver en la noche con los ojos de la fe. Hemos venido de distintos lados, con distintas historias, como buitres que acuden raudos al manjar servido. Cada uno con su herida pero todos con la misma certeza. Jesús habla verdad cuando dice: “mi carne es la verdadera comida y mi sangre la verdadera bebida” (Jn 6,55).
  
Somos los buitres de Jesús, convocados por el testimonio de una entrega santa, preñada de un amor conmovedor. Los que estamos aquí nos hemos dejado ganar por una fragancia pura, inocente como ninguna otra en este mundo. Si afinamos el oído descubrimos que la lectura eucarística no sólo está permitida sino más bien sugerida. Porque en realidad Jesús no habla de un cadáver sino que dice, literalmente, “donde esté el cuerpo”. La misa es precisamente la congregación en torno al cuerpo del Salvador. Y la gracia del sacerdote, que también es cruz, está en poder preparar la mesa en que Cristo se ofrece.


Hace ya diez años que subo al monte, todos los días, para hacer presente el sacrificio de Jesús. Pero no dispongo la comida inmutable sino temblando; primero, por reconocerme tanto o más famélico que los demás; segundo, por la tremenda responsabilidad de dejar hablar a Jesús en mi persona. “Esto es mi cuerpo… esta es mi sangre”. Pronunciar estas palabras significa asumir como programa de vida ser otro Cristo, otra víctima… llegar a ser lo que se consume. Esto vale para todos pero mucho más para el que preside la eucaristía. El sacerdote es ordenado no para sí, sino para el rebaño. Se debe a sus ovejas y acepta ser devorado sin hacer acepción de personas: algunos muerden delicadamente, cariñosamente; otros, en cambio, dan tarascones feroces, desesperados; todos contribuyen a la poda del Viñador.

El cuerpo atrae a los buitres generando así una comunión insospechada, misteriosa. Sólo Jesús puede reconciliar nuestras diferencias, sólo Él puede devolvernos la paz. En los últimos años se ha hablado mucho de una herida nacional, de una grieta que nos divide. Lo saco a la luz porque el sacerdote está llamado a ser padre y hermano de todos, hombre al servicio del encuentro, artífice sincero de la comunión. Y además hablo de esto porque siento que toca de cerca mi ministerio. Si bien me ordené antes de que se impusiera el término, la “grieta”, mi sacerdocio ya estaba encaminado en esa dirección. Precisamente uno de mis lemas reza: “pero su elegido se mantuvo firme en la brecha” (Sal 106,23). La frase nace de un salmo que cuenta cómo Moisés, el ungido, elige mediar entre Dios y los hombres, con todas las dificultades que eso supone. Creo que gran parte de mi vida ha sido un intento por cerrar brechas absurdas: entre el mundo y la religión, el estudio y el deporte, la fe y la razón, la teología y la pastoral, la oración y la misión, etc. Dios nos quiere unidos, cerrando la grieta mayor, la que más daño hace: la grieta del pecado, que nos separa de su amor y nos aleja unos de otros. Que Jesús me enseñe a ser puente, que me sostenga con su fuerza, para que pueda mantenerme firme en la brecha, como amigo fiel, tanto de Dios como de los hombres. Y si eso implica dejar la carne, que sepa morir, como el grano de trigo, con la esperanza cierta de la resurrección.


Pido perdón por haberme regateado, por las veces que no supe ofrecerme de corazón, manso como el Cordero al que digo seguir. Perdón por mis pecados ocultos que, como escribió Bernanos, “envenenan el aire que otros respiran”. Gracias a Dios por su misericordia constante, por su infinita paciencia y por el triple llamado a la vida, a la fe y al sacerdocio. Gracias a todos los que han sido parte de este camino: familia, amigos, hermanos curas y feligreses. Gracias en especial a esta comunidad de Jesús Misericordioso que me ha visto crecer, al menos en edad, ¿quién sabe si también en sabiduría y en gracia? En esta hora quiero seguir el ejemplo de san Pablo: no juzgarme ni dejarme juzgar. ¿Qué sabemos nosotros? “Mi juez es el Señor” (1 Co 4,4). Pido la gracia de seguir corriendo hacia la meta, sirviendo a todos, sin darme mayor importancia, intentando ser fiel, generosamente fiel, tierno pero viril, confiando cada día más en el amor de Jesús, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.


A. F. D. C.
en mi 10º aniversario de ordenación sacerdotal



Viernes XXXII – Año Impar.