martes, 25 de marzo de 2008

Pascua 2008

Variaciones sobre Jn 20,1-9


“María Magdalena fue al sepulcro”[1]. La misma fiel mujer que había tenido el coraje de permanecer hasta el final junto a la cruz[2] sale hoy de madrugada. Ella sabe como nadie la contundencia del sepulcro sellado pues lo ha visto con sus ojos[3]. Y sin embargo sale, como atraída por un misterioso llamado, hacia la región de los muertos.

Todavía es de noche y no ignora que es tan sólo una indefensa mujer. Pero la gratitud, que creció amor incondicional, se mueve en esta mañana con la audacia de la magnanimidad. Desafía la apatía mortuoria y clama presencia. Al amor le gusta la desmesura y espera contra toda esperanza
[4]. Muy hermosamente san Mateo dice que Magdalena va a ‘ver’ el sepulcro[5]; cuando no queda nada por hacer todavía podemos amar en silencio y hacer el homenaje de la permanencia. María Magdalena se acerca gratuitamente. No hay tajada de por medio. Y eso nos lleva a replantear nuestro propio modo de acercarnos al Señor. La alegría del resucitado sorprende al que venera y adora más allá de todo rédito, al cristiano poeta que se entrega sin cálculo.

Allí va la mujer, la –según el derecho de época- no cualificada como testigo. En la oscuridad, con su fragilidad a cuestas y un pasado más que cuestionable
[6], atraviesa la depresión y las desilusiones. Expuesta al descrédito y a la risotada de la turba resulta la elegida para el anuncio más importante de todos los tiempos. “Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable, y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale”[7]. María Magdalena es imagen de la humanidad redimida, de la Iglesia mujer que sabe que no es inmaculada y sin embargo recibe un mandato divino. Ella anuncia sin entender del todo el misterio que comunica, pero lo hace corriendo. Corre con la urgencia y la solicitud de una madre, corre con la ligereza y la juventud de una novia[8], corre con la obediencia y la integridad de una discípula. Y en su carrera pone en marcha a los demás[9]. Despierta a la fe y al amor dormidos para que también corran, y se contagie así el dinamismo creyente que ya no habrá de terminar.

* * *
¡Resucitó! ¿Y a mí qué? ¿Qué me agrega el anuncio de pascua? Si este hombre resucitó es más que un hombre y merece mi adhesión. Lo sigo y recojo sus palabras como flores en la salina. No terminamos de caer en lo que significa que uno de nuestra raza tenga poder sobre la muerte. Jesús revierte la derrota más escandalosa en el triunfo más rotundo. Se hace ‘digno de fe’[10] y revalida su pretensión divina. De piedra rechazada pasa a ser piedra angular…[11] de mi existencia y de cuanto existe. Todo encastra allí para adquirir sentido y belleza. Angustias y esperanzas encuentran firmeza para elevarse y ganar perspectiva. Entonces me siento parte de un gran edificio[12], de una gran familia siendo yo mismo una pieza admirable y valiosa a los ojos de Dios. Y escucho su promesa y le creo. Y ya no temo sino que me siento libre y fuerte. Soy alegre y en mi lecho repaso su perdón[13]. Me invita a ser como él; me dice que yo también estoy hecho para la vida. Quiero compartir su suerte, y vivir colmado pero discreto. En la cresta pero a la sombra de su ala[14], en la cima pero refugiado en la gruta del profeta[15]. Soy una nueva persona, estoy resucitado con él pero oculto en Dios[16]. Por eso vivo en un eterno domingo. El calendario siempre marca el primer día de la semana porque TODO se renueva en su presencia[17]. Y porque escucho su voz franca que me recrea y me siento como Adán recién parido, e incluso mejor.

[1] Jn 20,1
[2] Jn 19,25
[3] Mt 27,61
[4] Rm 4,18
[5] Mt 28,1
[6] Mc 16,1; Lc 8,2
[7] 1 Co 1,27-28
[8] Ct 2,8; 7,9; 8,14
[9] Jn 20,4
[10] Hb 2,17: ver A. Vanhoye, Sacerdotes Antiguos, Sacerdote Nuevo; Salamanca, Sígueme 2002, p. 108ss.
[11] Sal 118,2
[12] Ef 2,19-21; 1 Co 3,9; 2 Co 5,1; 1 Pe 2,4-5
[13] Sal 63,6
[14] Sal 17,8; 36,7; 57,1; 63,1.7; 91,4
[15] 1 Re 19
[16] Col 3,3
[17] Jn 20,1

sábado, 22 de marzo de 2008

Cena del Señor 2008

Ex 12, 1-8.11-14; Sal 115; 1 Cor 11, 23-26; Jn 13, 1-15
“A la hora del crepúsculo”, se reunieron los israelitas en Egipto para la cena previa a la liberación. También al atardecer, Jesús se reunió con los doce para celebrar la pascua. Y así nosotros, al atardecer, nos congregamos como comunidad cristiana para celebrar la última cena: comida previa a la liberación. La caída del sol es una hermosa y expresiva imagen de la vida de Jesús que se consume y del poder de las tinieblas que crece. Al comenzar el triduo pascual, nos sumergimos en la noche del pecado y del dolor.

“Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar”. A nosotros nos cuesta mucho reconocer los tiempos; nos hacemos los zonzos y miramos para el costado. Pero Jesús capta que está en sus últimos momentos y realiza un gesto profético. Condensa su vida pasada y el futuro inmediato en el lavado de pies. Justo al atardecer, cuando parece que todo se acaba y no queda nada, irrumpe la lógica del Evangelio. Es la lógica de las bodas de Caná, que nos dice que el buen vino viene al final, que lo mejor está siempre por llegar. Y entonces Jesús “amó hasta el fin”.

Se agacha, perfecta imagen del Dios que se abaja, casi nos animamos a decir, que reverencia a la criatura. Se quita el manto, se despoja de su rango como anticipando con soberana libertad el ultraje de los soldados que habrán de quitarle las vestiduras. Y lava. De eso se trata la pasión: de un lavado. Son pies sucios que se han salido del camino, pies con mucha “banquina”, con mucho “chiquero” -para evocar la célebre parábola del hijo pródigo.

Este amor, que es servicio de limpieza, permanece siempre nuevo en la eucaristía. Es el pan partido y la sangre derramada. Y una frase que lo explica todo: “por ustedes”. Aunque no sepamos bien lo que significa sabemos que es “por nosotros”, en beneficio nuestro. No tenemos que avergonzarnos si sumamos años de Iglesia y todavía nos sentimos en el umbral de la pascua, sin entender realmente de qué se trata. Tenemos que pedirle a él, a Jesús, con toda sencillez, que nos introduzca en su misterio.

Curiosamente la eucaristía es la espina y la gloria del cristiano. Es la espina porque los discípulos no logramos ir más allá de ella: la traición de Judas, el sueño de Getsemaní, el abandono de los discípulos, la negación de Pedro… incluso las piadosas mujeres lo seguían de lejos. Ya una vez el Maestro había preguntado: “¿Pueden beber el cáliz que yo he de beber?” Y respondemos a la ligera: sí, podemos. ¡Cuántas veces nuestra vida desdice lo que anunciamos al comulgar! Por eso siempre será dura la siguiente pregunta: ¿Cómo es que si tan pocos permanecieron al pie de la cruz somos hoy tantos al pie del altar? Pero la eucaristía también es la gloria del cristiano. Es nuestra revancha para poder entrar en el misterio pascual, y hacer la experiencia mística de aquella presencia, que en la vida cotidiana no sabemos hacer.

Volvamos al lavado de pies. Muchas veces –más de lo que quisiéramos- nos negamos a amar, a perdonar, a servir. Queremos estar del lado cómodo y engreído: nos gusta la cabecera de la mesa, el aplauso y las miradas. ¿Por qué nos cuesta tanto? Quizá porque somos como Pedro que no se deja lavar. ¿Vos a mí Señor? Y Jesús responde: “si no te lavo no podrás compartir mi suerte”. Su suerte es la cruz, pero sabemos que más ciertamente es la resurrección.

Quisiera ahora concluir con un párrafo de un autor espiritual. “Si tuviera que elegir yo una reliquia de la Pasión, escogería, en vez de los flagelos y las lanzas, aquella palangana redonda de agua sucia, y daría la vuelta al mundo con ese recipiente bajo el brazo. Y ante cada pie me ceñiría la toalla, me agacharía mirando sólo los talones de la gente; no levantaría los ojos más arriba de la pantorrilla, para no distinguir a los amigos de los enemigos, y así lavar los pies al ateo, al adicto a la cocaína, al traficante de armas, al asesino del muchacho de la esquina, al explotador de la prostituta en el callejón y al suicida... y lo haría en silencio, hasta que hayan comprendido a través de mi amor, Tu Amor...”.