domingo, 21 de enero de 2018

En Camino (Mc 1,14-20)

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U2

El domingo pasado nos preguntamos quién es cristiano. Y respondimos que cristiano es uno que se encontró con Jesús y lo cuenta a los demás por la sencilla razón de que no puede callarlo. Hoy profundizamos esta identidad bautismal llevados por el Evangelio. Para ser cristiano no basta con un encuentro excepcional sino que se requiere un compromiso sostenido, cotidiano, al que denominamos seguimiento. Por eso cuando rezamos el padrenuestro entendemos que el pan de cada día es el mismo Jesús, cuya presencia necesitamos como el alimento indispensable para permanecer en el Camino.

Seguir a Jesús es dejar que Él decida por dónde hemos de andar. Y aún más. Porque Él no sólo marca sino que es el camino (Jn 14,6). Lo que para muchos es una locura, para nosotros es la más sensata de la decisiones. Entregamos nuestra libertad, sí, pero para recuperarla de un modo nuevo, para ser más libres. “El que pierde su vida por mi, la encontrará” (Mt 10,39). Es una apuesta fuerte pero estamos seguros de que no seremos defraudados (y de hecho, ya gustamos algunos anticipos de esa vida nueva).

El caso es que Jesús recorre la orilla del mar de Galilea en busca de discípulos. Primero llama a Pedro y Andrés, quienes dejan las redes. Luego llama a Santiago y Juan, quienes dejan a su padre. Seguir a Jesús siempre implica, tarde o temprano, una renuncia. “Si el grano de trigo cae en tierra y no muere, queda solo, pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24). Las redes simbolizan el dinero, pero también el trabajo como aquello en lo que uno se siente seguro. Pescar es lo que estos hombres sabían hacer. ¿Qué podían esperar de esta nueva etapa? ¿Tenía sentido un cambio tan radical? En el otro caso, el padre simboliza los afectos, la historia personal, el bagaje con el que uno se planta en la vida. El discipulado puede exigir en algún momento dejar de lado ámbitos no sólo legítimos sino entrañables. Es en esos momentos donde queda manifiesto los que siguen a Jesús y los que en realidad caminan por su cuenta.


Por todo eso el ministerio público de Jesús se abre en Marcos con el llamado a la conversión y a la fe en la Buena Noticia. Esta conversión no apunta tanto a un cambio de conducta (terreno moral) cuanto a un cambio de mentalidad (terreno existencial). Creer significa confiar. Pasar de lo que yo veo, a los que Él dice. Esa es toda la conversión: aceptar el riesgo de confiar, de creer en la Buena Noticia. El Evangelio podría sintetizarse en un puñado de frases: Dios es amor; este mundo tan maravilloso fue creado como nuestro jardín; el hombre tiene la inmensa dignidad de ser hijo de Dios; tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo para salvarnos; y la muerte no tiene la última palabra sino que estamos llamados a la resurrección y la vida. Entonces, ¿por qué cuesta tanto creer? Quizás porque nos duele dejar tierra firme y lanzarnos al océano del amor eterno. Preferimos una propuesta pequeña, mediocre pero conocida. Frente a ello Jesús insiste, una y otra vez: “Conviértanse y crean en la Buena Noticia” (Mc 1,15). El que no arriesga, no gana.

Nuestro tiempo alardea de ser atrevido, transgresor. Pero detrás de toda esa arenga mediática emerge una sociedad tremendamente conservadora, estática, miedosa, donde sólo cuenta el aquí y ahora. Es la sociedad de la incredulidad que se refleja en Tomás: “si no veo… no creeré” (Jn 20,25). ¿Qué defiende Tomás? ¿Unas pocas monedas? ¿Un par de caricias? ¿Qué cosa lo ata tanto a este mundo como para no atreverse a dialogar con los santos y con la misma Trinidad? Señor, también yo tengo miedo. También yo tengo días en que me atrinchero en la barca o te sigo a la distancia, con reservas. Te pido ganes mi corazón, para que aun en mi confusión pueda rezar con humildad: “Creo pero ayuda mi poca fe” (Mc 9,22).