domingo, 16 de abril de 2017

Juan 20,1-9


Magdalena se adelanta a todos y va de madrugada al sepulcro. Ella simplemente va; no para cumplir una tarea en particular sino sólo por estar. El amor reclama presencia. Y evita la postergación. “Temprano, temprano despierta mi oído, para escuchar, igual que los discípulos” (Is 50,4).

El evangelista nos dice que ella avanza en la oscuridad, envuelta en las tinieblas que evocan las amargas sombras del rechazo de Dios (Jn 1,5). Es una mujer indefensa, una luz humilde que brilla movida por el instinto. Suficiente para Dios, porque a Él le gusta honrar la ofrenda del pobre. “Mecha mortecina no apagará” (Is 42,3).

En un contexto donde se supone que ya está todo dicho, Magdalena asiste a un concierto de novedades: la piedra corrida, el sepulcro vacío, las vendas en el suelo y el sudario prolijamente enrollado en un lugar aparte. Indicios de que algo nuevo está en marcha. Pero ella no se percata. La escena es ambigua y lleva a confusión. Por eso Magdalena, perpleja, desbordada, sin mucha claridad, corre en busca de Pedro y del discípulo amado. Corre al seno de la Iglesia madre para confiar la inquietud que le acelera el corazón.


Pedro entra y ve. Juan entra, ve y cree. Pero el evangelista agrega: “Todavía no habían entendido que, según la Escritura, debía resucitar de entre los muertos”. ¿Es que se puede creer sin entender? Quizás estemos ante un itinerario espiritual: ver, creer, entender. El ojo ve, el corazón cree, la inteligencia entiende. El ojo registra, el corazón intuye, la inteligencia articula. El mismo Jesús le había advertido a Pedro: “No puedes entender ahora lo que estoy haciendo, pero más tarde lo conocerás” (Jn 13,7). En otro contexto san Agustín recuerda la traducción griega de Isaías 7,9: si no creen, no entenderán. “No entiendes para creer, sino que crees para entender. La fe es la tarea, el entenderlo es la recompensa” [1]. 

Podemos pensar la Pascua como un camino de progresión en la fe que culmina en la gracia de Pentecostés. El Señor Jesús hará el intento de convencer nuestros corazones duros, pero necesita que nos pongamos en camino, que deseemos eso que nos quiere enseñar. El principio del Evangelio ya anticipa el final: “ven y lo verás” (Jn 1,39). Conocer la intimidad del Maestro supone una apuesta. Sólo quien suelta amarras y se adentra en el misterio llega a ver lo que ningún ojo pudo ver (cf. 1 Co 2,9). Por eso, tienen razón Los Piojos cuando cantan “desde lejos no se ve”. ¿Querremos acercarnos en la fe, sin demasiadas luces pero en la certeza de que no seremos defraudados?



[1] Agustín, Sermón 229G,4. Curiosamente, en el pasaje que nos ocupa san Agustín interpreta la acotación del evangelista en el sentido de que el discípulo le creyó a María Magdalena que se habían llevado a Jesús. “Así, pues, vio y creyó. ¿Qué creyó? ¿Qué creyó sino lo que había dicho la mujer, a saber, que habían llevado al Señor del sepulcro? Ella había dicho: Han llevado al Señor del sepulcro y no sé dónde lo han puesto. Corrieron ellos, entraron, vieron solamente las vendas, pero no el cuerpo, y creyeron no que había resucitado, sino que había desaparecido” (Serm. 229L,1).



jueves, 13 de abril de 2017

Cena del Señor 2017

La Iglesia nos introduce en el triduo pascual celebrando la Cena del Señor. El estilo de san Juan evangelista nos hace mucho bien. Su tono es cálido y solemne a la vez; quizás por eso su mirada puede revelarnos la intimidad del cenáculo sin perder un sano sentido del pudor. Por él nosotros estamos allí, con los discípulos, participando de sus sentimientos, que son los nuestros, algunos torpes y otros sublimes.

En el centro de esta tarde está el amor. "Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13,1). Qué admirable es la conciencia que Jesús tiene de su hora. Qué lucidez para mirar de frente el tramo final de su existencia. El amor es ojo, decía un cristiano medieval. Pidamos como primera gracia no negar la realidad sino asumirla con humildad y coraje, sabiendo que no estamos solos –nunca estamos solos– sino siempre bajo la mirada cariñosa del Padre eterno.


El lavado de los pies es una escena ordinaria y majestuosa, como el mismo Jesús, que es hombre y es Dios. Con un gesto sencillo y profundo el Maestro nos enseña la lección suprema del amor. Hablamos tanto del amor y, sin embargo, qué poco entendemos. Por eso vale la pena contemplar a Jesús que en medio de la cena se levanta. Se levanta para abajarse. Y se quita el manto como quien renuncia libremente a lo que el mundo entiende por dignidad. Se quita el manto obligándonos a mirar más allá de las apariencias. “El que quiera ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9,35). Jesús predica con el ejemplo. En el reino de los cielos el más grande es el que sabe ser el más pequeño. La verdadera autoridad no sigue la lógica de la fuerza ni la del prestigio sino la del amor, que se inclina sobre las llagas en silencio, sin alarde, sin preguntar quién, ni cómo ni por qué. Cuánto necesitamos todos de la medicina del amor paciente, generoso, humilde y sincero.

Jesús condensa su misión en el lavado de los pies, que es tarea propia de los esclavos. “El Hijo del hombre no vino a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por una multitud” (Mc 10,45). Recordémoslo una vez más: su servicio no reside en el sufrimiento como tal sino en ese amor suyo tan insólito, que genera primero incomprensión, luego escándalo y finalmente rechazo. No pensemos solamente en Pilato, los escribas y los sumos sacerdotes. ¿Acaso no somos todos un poco como Pedro que resiste el amor humilde de Jesús? Perdón, Señor, por las veces en que te hacemos frente, por las veces en que nos defendemos de tu amor cuando en verdad lo necesitamos tanto. Hoy queremos dejar de lado nuestro orgullo y aceptar agradecidos tu amistad tan delicada, la que nos rescata una y otra vez de todas nuestras locuras.


Junto con el ejemplo del amor fraterno Jesús nos regala en esta cena la eucaristía. Es el mismo abajamiento, el mismo misterio de amor servicial pero ahora expresado de forma ritual. En el pan y el vino se hace presente la entrega de Jesús; su cuerpo partido y su sangre derramada. Esa sangre que nos lava el alma porque es la del cordero inocente, la de aquel que se ofrece manso y libre como ninguno. Ese cuerpo que nos da pertenencia y nos hace familia porque nos saca de la auto-referencialidad que tanto nos daña y nos arraiga en el corazón de la Iglesia y de la misma Trinidad.


El signo eucarístico es fuerte: Jesús se hace alimento para dejarse comer en la certeza de que su muerte es vida para los demás. Por eso acercarse a la mesa del altar es entrar en la escuela de la eucaristía como escuela de renuncia al egoísmo. Comulga bien quien entiende que ya no vive para sí; ni siquiera comulga para sí, sino por y para otros, para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia y que sufre en tantos hermanos. Comulga bien quien entiende que comulgar es dejarse asimilar por Cristo, asumiendo su estilo despojado al punto de llegar a ser lo mismo que consumimos: cuerpo que se parte como pan que fortalece y sangre que se derrama como vino que sabe a fiesta.

En la cena está la clave de la pascua: el amor es sin doblez. Jesús nos llama a ser discípulos de una sola pieza: en la calle y en el templo, en el trabajo y en el culto. “Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,40). Hoy recibimos un doble mandato: servir en silencio y celebrar con gratitud. “Que el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mc 10,9).

miércoles, 12 de abril de 2017

Meditación para el Miércoles Santo

El signo de Betania (Jn 11,1-44)

Todos somos Lázaro, Marta y María. En primer lugar, por la sencilla razón de ser los amigos de Jesús. Es verdad que no siempre correspondemos bien esa amistad pero lo consolador es que él no cambia. “No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes” (Jn 15,16). Dios se caracteriza por un amor terco que, como dice Pablo, “no tiene en cuenta el mal recibido… El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Co 13,5d.7).

En la pascua celebramos la amistad fiel de Dios manifestada en Jesús. Él no sigue la lógica del ojo por ojo, sino que ofrece la otra mejilla. Y en esa mejilla recibe el beso traidor. Lo sabe y lo acepta, ciertamente con tristeza –¿qué duda cabe?– pero también con la paz de quien se ha confiado a la voluntad del Padre.

El evangelista quiso dejar constancia de que “Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro” (Jn 11,5). La semana santa es un tiempo especial para dejarnos querer por Jesús que nos abre el misterio del corazón misericordioso de Dios. “Yo los llamo amigos porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre” (Jn 15,15). Es hora de bajar la guardia: evitar las corridas, bajar el volumen, aquietar los pensamientos y entrar en el silencio . ¿Podremos despejar la agenda para el Señor?

Todos somos Lázaro, Marta y María. Porque todos en algún punto estamos muertos. ¿Quién no está herido, sea en lo más íntimo o en la carne de un hermano? Y suele ocurrir que algunas situaciones enfermas se vuelven crónicas generando un desgaste difícil de sobrellevar. Entonces arrecia la tristeza, el desaliento y la sensación de abandono. Como humanamente no hay respuestas ni fuerzas, experimentamos la impotencia y la desolación.

Jesús llora porque no le es indiferente el dolor de Marta y María. Tampoco le resulta fácil confrontarse con el sepulcro de Lázaro. Pero lo que más lo turba es vislumbrar el misterio de su propia muerte. La autoridad divina convive con la fragilidad humana. “Yo soy la resurrección y la Vida”. Esta verdad no logrará eximirlo de la pasión. Y así como en Betania hay quienes se preguntan si no podía evitar la muerte de su amigo, también en el Calvario habrá quienes se pregunten si no es capaz de salvarse a sí mismo. Entendamos cristianos, no es un tema de poder sino de querer. Dios quiere –libremente– compartir nuestra nada para rescatarnos desde dentro. La única manera de sanar la raíz era sumergiéndose en la tierra. Es su creación y son sus modos. Él es el médico y conoce sus remedios.

Yo soy la Resurrección y la Vida.
El que cree en mí, aunque muera, vivirá,
Y todo el que vive y cree en mí,
no morirá jamás.
¿Crees esto?

domingo, 2 de abril de 2017

El precio de la VIDA

Según pasan las semanas el camino cuaresmal gana intensidad. Primero el deseo, luego la ceguera y ahora la muerte. Jesús asume el drama del hombre para revelarse sucesivamente como el Agua, la Luz  y la Vida. No da lecciones sino que se encuentra con personas concretas, entablando diálogos y dejándose afectar por las necesidades de los demás. Jesús se involucra; lo que no siempre podemos decir de nosotros mismos. Muchas veces rehuimos el cara a cara salvador, el mismo que desnudaría nuestras miserias pero que también nos daría una alegría que nada ni nadie nos podría quitar.


El evangelio de hoy narra un episodio clave en la vida de Jesús, un signo denso que dice mucho sobre su pascua. Para ello es preciso prestar atención a la inminencia temporal (última fase de su misión), la cercanía espacial (Betania dista sólo 3 kilómetros de Jerusalén) y, sobre todo, la centralidad de lo que está en juego (la gloria de Dios, el duelo entre la muerte y la vida, la humanidad y la divinidad de Jesús).

La inexplicable demora del Señor, que no responde de manera inmediata al pedido de sus amigas, echa luz sobre tantas situaciones cotidianas en las que sentimos la ausencia de Dios. Por la fe confiamos en que su pasividad tiene un sentido que sólo más tarde se volverá evidente. Pero es importante saber que esa evidencia puede no llegar en esta vida sino recién en la otra (Newman). En cierto sentido, Jesús introduce a las hermanas de Lázaro en la experiencia que él mismo habrá de soportar. Dios mío Dios mío, ¿por qué me has abandonado?


La muerte es el límite por antonomasia y encima trae un sabor amargo. Huele a derrota porque es el salario del pecado. La reacción de Marta y María es disímil, lo mismo que sus temperamentos. Marta sale al cruce, María permanece en la casa; Marta se enoja, María se deprime; pero las dos coinciden en una certeza: Señor, si hubieras estado aquí mi hermano no habría muerto. Jesús se ocupa de ambas, pero tratando a cada una con sus respectivas singularidades. A Marta le ofrece la Verdad, mientas que a María le ofrece el Amor; con Marta dialoga, con María llora. De ambas reclama la fe: María lo hace sin palabras, postrándose lo dice todo; Marta, en cambio, necesita verbalizar. Por eso recibe de labios de Jesús la pregunta esencial: ¿Crees esto? Y ella responde con audacia: Sí, Señor, creo.


Jesús cumple con autoridad la profecía de Ezequiel: él abre las tumbas y nos hace salir de ellas, nos devuelve a la vida por el poder de su Palabra y la efusión de su Espíritu. Pero la muerte no es sólo dejar de respirar sino vivir sin Dios. Por eso también hoy nos cabe escuchar como Lázaro el imperativo salvador: ¡Sal fuera! ¿Queremos en verdad salir? ¿Queremos enfrentar la putrefacción de nuestro corazón? Hay cosas dentro nuestro que huelen mal y por eso nos tienta el dejarlas ocultas bajo llave, haciendo como que no existen, en una suerte de pacto macabro con la muerte. Nos ahorramos la pestilencia, es verdad, pero ¿a qué costo? Cuánto más lúcido es el salmista, cuando dolido ruge desde las entrañas: Desde lo más profundo te invoco Señor. Los cristianos somos los resucitados que, aquí en la tierra, nunca terminamos de resucitar. Respiramos la gratitud de haber sido rescatados pero también sabemos que no siempre damos paso al Espíritu de Dios. 

La resurrección de Lázaro es también la resurrección de sus hermanas y amigos. Todos gozan de la vida nueva porque todos han tenido parte en ella. Jesús no juega en solitario sino que asocia generosamente. Por eso pide a otros que lo desaten. Lázaro necesita de la Iglesia para ser un hombre nuevo. No se vuelve de la tumba sin convalecencia, y ahí está la Iglesia madre, solícita con sus hijos que quieren recuperar los reflejos de niño largamente entumecidos.


Resta un detalle que es a la vez inicio y consumación de este último gran signo. Yendo a Betania y levantando su perfil con el milagro, Jesús se pone a tiro de sus perseguidores. La vida de Lázaro sella la muerte de Jesús. He aquí la lección: vivimos la vida que Jesús entrega. Y si gozamos de la luz es porque el Hijo de Dios se ha sumergido en la noche por nosotros.