sábado, 29 de diciembre de 2007

Spe Salvi (Salvados en esperanza)


Con sólo enterarse uno del título de la última encíclica de Benedicto XVI se capta hacia dónde nos quiere llevar. Tras la propuesta inicial de reflexionar sobre la caridad, ahora llega el turno de la esperanza. Está claro que nos ha hecho zambullir en el universo de las virtudes teologales. Habrá por tanto que aguardar el complemento dedicado a la fe.

Es una ratificación de aquella jugada de principios de 2006. Lo que para muchos fue una grata sorpresa recibe ahora una rotunda confirmación. En ese entonces el papa comenzaba su pontificado y, en cierto modo, el peregrinar católico del nuevo milenio desde el corazón de la revelación de Jesús: la caridad. El tema elegido era en sí mismo un gran acierto evangelizador. Con Spe salvi se nos invita a seguir la línea de lo esencial, a ahondar en lo más propio del cristiano: la vida teologal. En momentos de tanta confusión, ante críticos de la Iglesia que no pueden ver en ella más que una –a veces maquiavélica- institución mundana, Benedicto eleva nuestra mirada, desentraña la perla preciosa de nuestra fe, y nos la presenta una vez más.

También esta vez la elección es un acierto, y esto por dos motivos. En primer lugar porque sale al encuentro de una debilidad epocal. ¡Cuánta tristeza disfrazada! ¡Cuánta depresión imposible de disfrazar! En segundo lugar porque ordenando de este modo la tríada [caridad-esperanza-fe], busca primero sintonizar con el hombre contemporáneo allí donde se siente más a gusto (empatía).

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Lo mejor es siempre encontrarse con el texto, hacer la propia experiencia. La encíclica no posee una estructura muy elaborada, sino que lleva la agilidad de un recorrido informal. Con todo, no faltan párrafos densos y con cierto nivel de tecnicismo. Pero si el lector avanza –aún sin captarlo todo- no se verá defraudado. La ya conocida claridad propia de un pensamiento diáfano y lineal le irá compartiendo preguntas y certezas dignas de reflexión. Además, la redacción no exenta de poesía develerá sentimientos propios ignorados.

Destaquemos que, en respuesta -¿o sintonía?- al clamor eclesial, hay significativos detalles de catolicidad. Es el caso de los tres únicos ‘testigos de esperanza’ contemporáneos citados: una mujer pobre de África (Josefina Bakhita), un cardenal (Nguyen Van Thuan), y un sacerdote (Pablo Le bao Thin), de Asia (ambos de Vietnam). Además, es interesante descubrir que el testimonio existencial precede en la exposición al ahondamiento bíblico.

Benedicto saca provecho de su rica formación, y nos ofrece una síntesis de Biblia, Historia de la Iglesia, patrística (sobresale su debilidad por Agustín), filosofía, iconografía, arquitectura, y espiritualidad. En diálogo con el pensamiento contemporáneo asombra el apartado: La transformación de la fe-esperanza cristiana en el tiempo moderno (nn.16-23). Allí hay lugar para la política, la sociología, la filosofía actual[1], la ciencia y la teología (!).

Se dijo que, suponemos, la intención de esta encíclica es presentar renovadamente lo esencial del mensaje de Cristo. Ahora bien, es verdad que hay mucho desconocimiento y malos entendidos por parte de no cristianos, pero ello no excluye una cierta autocrítica. La carta se dirige al pueblo creyente y busca también una evangelización ad intra: “los cristianos, en el contexto de sus conocimientos y experiencias, tienen también que aprender de nuevo en qué consiste realmente su esperanza, qué tienen que ofrecer al mundo y qué es, por el contrario, lo que no pueden ofrecerle” (n.22). Este fortalecimiento de la propia identidad es una tarea permanente, y se necesita también en campos tan sensibles como la oración (n. 33) y la imagen de Dios (n.43). En esta línea parece incluirse la repetida presencia del término redención (casi siempre en cursiva)[2]. En momentos en que tiende a desaparecer del lenguaje y de la comprensión media, el papa reinserta esta categoría central e irrenunciable de nuestra fe.

Hacia el final crece la figura del pastor en la medida en que aborda situaciones y preocupaciones prácticas del cristiano. Lo mismo había hecho en la encíclica sobre la caridad al descender al delicado terreno de las caritas parroquiales. En Lugares de aprendizaje y ejercicio de la esperanza reflexiona sobre la oración, el actuar y el sufrir (dinámica activo-pasivo), y el Juicio. Con equilibrio se anima a temas escabrosos, y muestra cómo la propuesta cristiana es oferta de sentido que no se echa atrás.

Siguiendo un modelo tradicional, los últimos párrafos están dedicados a María, estrella de la esperanza. Tras una brevísima presentación del título mariano ‘estrella del mar’, sigue una sentida plegaria a la Madre de Dios. Benedicto nos incluye en su oración, y nos abandona en lo mejor para que prosigamos por nuestra cuenta. Al fin de cuentas es el mejor favor que nos puede hacer.

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Fragmentos escogidos

Eso significa que el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva. (n.2)

“El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo...” (Sal 22,1-4). El verdadero pastor es Aquel que conoce también el camino que pasa por el valle de la muerte; Aquel que incluso por el camino de la última soledad, en el que nadie me puede acompañar, va conmigo guiándome para atravesarlo: Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso abierto. Saber que existe Aquel que me acompaña incluso en la muerte y que con su « vara y su cayado me sosiega », de modo que « nada temo » (cf. Sal 22,4), era la nueva « esperanza » que brotaba en la vida de los creyentes. (n.6)

No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Eso es válido incluso en el ámbito puramente intramundano. Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de «redención» que da un nuevo sentido a su existencia. Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida. Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: « Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro » (Rm 8,38-39). Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces –sólo entonces– el hombre es « redimido », suceda lo que suceda en su caso particular. (n.26)

En este sentido, es verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando « hasta el extremo », « hasta el total cumplimiento » (cf. Jn 13,1; 19,30). Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente « vida ». (n. 27)

Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme –cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de esperar–, Él puede ayudarme. Si me veo relegado a la extrema soledad...; el que reza nunca está totalmente solo. (n. 32)

Al igual que el obrar, también el sufrimiento forma parte de la existencia humana. Éste se deriva, por una parte, de nuestra finitud y, por otra, de la gran cantidad de culpas acumuladas a lo largo de la historia, y que crece de modo incesante también en el presente. Conviene ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas. Todos estos son deberes tanto de la justicia como del amor y forman parte de las exigencias fundamentales de la existencia cristiana y de toda vida realmente humana. En la lucha contra el dolor físico se han hecho grandes progresos, aunque en las últimas décadas ha aumentado el sufrimiento de los inocentes y también las dolencias psíquicas. Es cierto que debemos hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos, simplemente porque no podemos desprendernos de nuestra limitación, y porque ninguno de nosotros es capaz de eliminar el poder del mal, de la culpa, que –lo vemos– es una fuente continua de sufrimiento. Esto sólo podría hacerlo Dios: y sólo un Dios que, haciéndose hombre, entrase personalmente en la historia y sufriese en ella. Nosotros sabemos que este Dios existe y que, por tanto, este poder que « quita el pecado del mundo » (Jn 1,29) está presente en el mundo. Con la fe en la existencia de este poder ha surgido en la historia la esperanza de la salvación del mundo. Pero se trata precisamente de esperanza y no aún de cumplimiento; esperanza que nos da el valor para ponernos de la parte del bien aun cuando parece que ya no hay esperanza, y conscientes además de que, viendo el desarrollo de la historia tal como se manifiesta externamente, el poder de la culpa permanece como una presencia terrible, incluso para el futuro. (n. 36)

Podemos tratar de limitar el sufrimiento, luchar contra él, pero no podemos suprimirlo. Precisamente cuando los hombres, intentando evitar toda dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar aflicción, cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad, del amor y del bien, caen en una vida vacía en la que quizás ya no existe el dolor, pero en la que la oscura sensación de la falta de sentido y de la soledad es mucho mayor aún. Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito. (n. 37)

La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana. (n. 38)

Digámoslo una vez más: la capacidad de sufrir por amor de la verdad es un criterio de humanidad. No obstante, esta capacidad de sufrir depende del tipo y de la grandeza de la esperanza que llevamos dentro y sobre la que nos basamos. Los santos pudieron recorrer el gran camino del ser hombre del mismo modo en que Cristo lo recorrió antes de nosotros, porque estaban repletos de la gran esperanza. (n. 39)

Un mundo que tiene que crear su justicia por sí mismo es un mundo sin esperanza. Nadie ni nada responde del sufrimiento de los siglos. Nadie ni nada garantiza que el cinismo del poder –bajo cualquier seductor revestimiento ideológico que se presente– no siga mangoneando en el mundo. (n. 42)


Sí, existe la resurrección de la carne. Existe una justicia. Existe la «revocación» del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos. (n. 43)

La imagen del Juicio final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza; quizás la imagen decisiva para nosotros de la esperanza. ¿Pero no es quizás también una imagen que da pavor? Yo diría: es una imagen que exige la responsabilidad. (n. 44)

Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, « como a través del fuego ». Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios. (n. 47)

[1] Es significativo el diálogo con la Escuela de Francfort, mientras que ya al comienzo (n.2) se había acercado terminológicamente a la filosofía del lenguaje mediante la distinción informativo-performativo. En el n. 35 encontramos un audaz giro cuando habla de la plusvalía del cielo.
[2] Ver nn. 1, 3 (2 veces), 17 (2 veces), 26 (5 veces), 50.

martes, 25 de diciembre de 2007

25 de diciembre de 2007 (Jn 1,1-18)


Cada vez que celebramos un cumpleaños festejamos ese instante puntual de la existencia, pero además abrazamos con la mirada toda la vida. Se trata de un momento recapitulador.

Así los cristianos en cada navidad cuando celebramos el nacimiento de Jesús. En el niño del pesebre vemos al preadolescente que sorprende a los ancianos en el Templo, al que obra milagros para curar a los enfermos, al que perdona a los pecadores, al que enseña a las multitudes, al que discute con fariseos, al que ora en la soledad del monte, al que en la última cena nos lega la eucaristía, al que se entrega en la cruz, y al que resucita glorioso al tercer día. Es por todo esto que al acercarnos al pesebre nos arrodillamos y reconocemos –ya en este niño- al Salvador.

Y porque hoy es un día de fiesta para la Iglesia, como lo es para nosotros -de hecho, todos somos Iglesia-, ella presenta sus mejores manjares. Por única vez en el año se proclama el prólogo del evangelio de Juan. No es un texto fácil: denso, solemne, profundo, poético, teológico. Para el predicador surge la tentación de eludirlo. Pero creo que vale la pena hacer el esfuerzo por explicar –y entender- algo de lo que lo que evangelista Juan quiso decir.

Al principio existía la Palabra. Al principio no era el llanto, no era el absurdo, ni siquiera era el trabajo y la fatiga. A principio era la Palabra. No una palabra cualquiera, sino la Palabra de Dios que crea el mundo entero. La Palabra es transparencia y sentido. Por eso cuando estemos tentados de ser chatos, de ser superficiales, recordemos: al principio existía la Palabra. Vale la pena ir a lo profundo, vale la pena hurgar, porque debajo de todo está la Palabra, que es luz y verdad. A veces nos aislamos, andamos cada uno por nuestro rincón; pero Dios es la riqueza del diálogo, la comunicación que sale a nuestro encuentro. Al principio existía la Palabra.

Después tenemos esa otra frase extraordinaria. La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. La Palabra viene hasta nosotros y comparte nuestra suerte. Se hace uno de los nuestros. Al decir ‘se hace carne’, le agrega un matiz de fragilidad, porque ‘la carne es débil’. Cuando nos sentimos poca cosa recordemos esta frase, ésta es nuestra dignidad: que Dios no renegó de nosotros, él toca nuestra existencia, y tocándola la sana, la eleva, la renueva. ¡Qué poco meditamos el corazón de nuestra fe! Que Dios se hizo hombre para que los hombres pudiéramos ser como Dios.

Finalmente, tenemos que “a Dios nadie lo visto jamás”. Es verdad, por siglos y siglos los hombres han tratado con Dios pero no les ha sido dado verlo; no es posible verlo aquí. Pero Jesús sí que lo ha visto, y él nos lo cuenta, él nos devela el secreto. Más aun. En Jesús conocemos el rostro de Dios. En el fondo no terminamos de conocer a alguien hasta que vemos su rostro. La cara es el sello personal que nos abre al misterio de la persona. Y Jesús es el rostro de Dios. Gracias a él sabemos mejor quién es Dios y, dado que nosotros somos imagen y semejanza de Dios, en el fondo descubrimos quiénes somos.

Volvamos al pesebre. Durante todo el tiempo de adviento estuvimos en espera, a la expectativa del Señor. Ya está entre nosotros. Ha nacido. Y comienza el tiempo de navidad, porque la navidad –la fiesta- no es un instante. ¿Y qué hacemos cuando nace un niño? Tenemos la responsabilidad de cuidarlo, de ayudarlo a crecer. Hoy Jesús es un niño, pero vino para ser hombre en plenitud. ¿Qué habremos de hacer para que se desarrolle y nos gane por completo? Que en nuestro corazón encuentre cabida.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Meditación para el Adviento


Acaso Dios es casa,
Acaso es tienda:
Tienda nomás, no casa
[1]

El Oficio de Lecturas –liturgia de las horas, breviario romano- correspondiente al 16/XII nos propone algunos párrafos de Is 33. Muy atractivos parecen los versículos 20-24. Allí se nos describe a Jerusalén en clave mesiánica. Pero ¿qué significa Jerusalén? Lo obvio suele escapársenos con frecuencia. Jerusalén es la ciudad, y por tanto también ésta que hoy habitamos. Jerusalén es sinónimo del Templo, y por tanto de la asamblea litúrgica, del Qahal Yahvé, del Pueblo de Dios que con Jesús es Iglesia. Finalmente, Jerusalén es la sede de las promesas, la novia del Señor, y por tanto también es este mundo y es cada uno de nosotros que tan necesitados de redención nos experimentamos. No demos por supuesto nada... ¿creo que ‘el mundo’ (política, economía, espectáculos, etc.) tiene la Palabra del Señor de su lado? Y más explícitamente... ¿Nos reconocemos como la ‘niña de sus ojos’? ¿Soñamos tanto como Él sueña con nosotros?

Isaías es el profeta de la Buena Noticia, de las imágenes poderosas que por transmitir el mensaje de lo alto hacen estallar el lenguaje humano. Es verdad que también conoce el indecible dolor del siervo sufriente, pero eso queda para otra ocasión. La Navidad es el tiempo del cumplimiento, de la plenitud, de la abundancia. En la aridez de Judea, Isaías habla de “ríos y amplios canales” (v.21); en la escasez del desierto menciona el reparto de “botín numeroso” (v. 23); y remata la profecía ocupándose de las dos más graves preocupaciones que conoce el ser humano –el mal físico y el moral-: “ningún habitante dirá: ‘estoy enfermo’; al pueblo que allí mora le será perdonada su culpa” (v. 24).

Sin embargo, el protagonismo recae sobre el v. 20. “Contempla a Sión, villa de nuestras solemnidades: tus ojos verán a Jerusalén, albergue fijo, tienda sin trashumancia, cuyas clavijas no serán removidas nunca y cuyas cuerdas no serán rotas”. Jerusalén es Templo, albergue, morada, y tienda. Tienda como la de Moisés –y con él, la de todo el pueblo errante. No por nada, a ese lugar donde Moisés conoció la inefable intimidad de Dios, se lo conoce como ‘Tienda del Encuentro’. Estamos hechos para el encuentro –categoría central de Dei Verbum-, sólo que a menudo nos cuesta dar con la tienda adecuada. Y en el fondo es todo un anuncio el hecho de que Dios se haya querido revelar en la precariedad de unas lonas, en la incomodidad de la campaña. [Nota marginal: ¡y pensar que es este encuentro definitivo (tête à tête) el que frustradamente muchos buscan en otros albergues transitorios!].

Y la prefiguración del Éxodo, confirmada por el profeta, se hace realidad en Jesucristo. Él es la promesa esperada, Él es el nuevo Templo (Jn 2,21; Ap 21,22; Mt 12,6) de la nueva alianza. Pero es un santuario débil –no vamos a referir los ya mencionados oráculos de Is. Tan débil que se hace niño, tan frágil que cae tres veces, tan vulnerable que muere en cruz. En el fondo es Tienda. Eso es lo que significa: “Y la Palabra se hizo carne”; se hizo debilidad, se hizo Persona de Encuentro en el anonimato de Nazaret. Por eso sigue el versículo literalmente: “y plantó su tienda (eskhnvsen) entre nosotros”.

Dos pensamientos para terminar
Isaías predica con vigor una paradoja: la era mesiánica consistirá en una tienda cuya característica es la perenne estabilidad. El Emmanuel-Dios con nosotros ha venido para quedarse (Mt 28, 20); la barca que conoce tempestades –y que es casta meretrix- no sucumbirá a las puertas del sheol (Mt 16,18). A las puertas de la Navidad siempre es bueno re-cordar nuestra fe en la fidelidad de Jesús. Él es varón de una sola palabra, y no puede desdecirse. No temamos... la aparente inestabilidad del Cristo-Tienda es la firmeza del ’amán, de la Roca-Dios que todo lo sostiene.

Roguemos al Señor por una fe lúcida que no se deje engañar. Él se hizo Tienda, y no Palacio o Catedral. Nuestra búsqueda siempre será una apuesta de sentido y no una evidencia, porque como dice Juan de la Cruz: “la fe es hábito oscuro”. Que la Madre de Dios nos regale una mirada pura y creyente que “permanezca” (Jn) en la adoración del niño-eucaristía, en la comunión del Cuerpo que es la Iglesia, y en el servicio a los más pequeños con los que Jesús se identifica (Mt 25).

¡FELIZ NAVIDAD!

[1] H. Viel Temperley, Casas (poesía).