domingo, 24 de febrero de 2008

Cuaresma: Domingo III A


Cuarenta años anduvo el pueblo de Israel por el desierto, y cuarenta son los días de la cuaresma. En ella queremos hacer –junto con nuestros padres- la experiencia de pasar de la esclavitud a la libertad, de la opresión tiránica de pecado a la posesión de una tierra esperada que mana leche y miel.

Hay que decir que es una experiencia difícil, purificadora. No estamos ante un ejército, es un pueblo: hay mujeres y niños, ancianos y enfermos… sienten el calor del sol y la fatiga del camino. También nosotros abrumados por las preocupaciones del mundo, por vernos de rodillas confesando una y otra vez los mismos pecados, nos damos cuenta que no somos una elite. Somos del montón, y aunque de corazón deseamos seguir a Jesús, pedimos una tregua. Como a los que iban por el desierto no pocas veces nos gana la impaciencia y la murmuración, el famoso espíritu de queja que asfixia el alma. Y entonces la bronca distorsiona la realidad: “¿Para qué nos hiciste salir de Egipto? ¿Sólo para hacernos morir de sed, junto con nuestros hijos y nuestro ganado?” (Ex 17,3).

Jesús sabe de lo que hablamos. También Él suplicó bajo el ardiente sol de Israel: “Dame de beber” (Jn 4,7). Quiso acompañarnos en la necesidad y en el límite. No tenía porqué, pero quiso padecer en carne propia lo que es llegar al borde de la existencia: la piel transpirada, la boca reseca, la cabeza abombada… Agua. Pide agua como quien sufre una pequeña muerte…justamente Él que es la fuente de la vida. Nosotros, que lo reconocemos como salvador, retomamos la pregunta de la samaritana: ¿Cómo tú siendo Dios, la Palabra por la que todo fue hecho, me pides de beber a mí que soy un simple mortal? ¿Qué ves en mí para que busques así mi amor?

Pero Dios provee y le manda a Moisés que golpee con su vara la roca. Así lo hizo el hombre de Dios y, para sorpresa de todos, brotó agua. La roca es por excelencia un ser no viviente; nada crece en el camino pedregoso. Y sin embargo de esa roca bendita brotó agua. Tan claro y sorprendente cono que de la cruz-signo de maldición y muerte- nace la vida eterna. Por eso san Pablo dice con razón: la roca es Cristo.

La cuaresma es el tiempo en que nos confrontamos con nuestra sed, con todas nuestras limitaciones y carencias. No para deprimirnos o por puro afán de sufrir. Lo hacemos para estar más abiertos, para recibir con más ganas el abundante don del resucitado. Queremos que nuestros corazones, tantas veces duros como la piedra, sean capaces de engendrar vida. Queremos que en esta Pascua nuestra fe y nuestra oración sean como la vara de Moisés, o mejor aún, como la lanza del soldado romano, que atravesando al crucificado, penetró lo más hondo de Cristo y obtuvo el agua bendita que lava nuestras culpas.

Señor Jesús: danos tu Espíritu, danos de tu agua viva para que ya no tengamos más sed (Cfr. Jn 4,15).

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