jueves, 25 de diciembre de 2008

25 de diciembre de 2008

Is 52, 7-10; Hb 1,1-6; Jn 1,1-18


Quien haya participado de la misa de nochebuena puede sentirse un poco defraudado al escuchar el evangelio del 25 de diciembre. ¿Dónde quedó la ternura y sencillez del pesebre? ¿Qué ocurrió con todos esos personajes cercanos y queribles que forman parte ineludible del tradicional clima navideño? ¿No contradice el espíritu de Navidad el texto solemne y algo abstracto de Jn 1?

Cada uno se expresa como puede, y eso también vale para los evangelistas. Antes de descartar este antiguo himno cristiano, hagamos el intento de captar su mensaje. Si la Iglesia madre lo propone, alguna riqueza traerá escondida.

Por lo pronto, el prólogo de Juan nos ayuda a tomar conciencia de nuestra pequeñez. ¡Qué poco entendemos este misterio! ¡Cuán torpemente podemos expresarlo! El evangelista Juan nos hace el favor de recordarnos que ese niño que ha nacido en un pesebre es el Hijo eterno de Dios. A nuestro ambiente -bastante paganizado-, no le incomoda la escena del pesebre. Es parte del folklore del cual se puede participar sin mayor problema. Pero hablar de que “en el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios”… eso ya se pasa de la raya. Porque exige una toma de postura y la aceptación de una realidad que se nos escapa.

Justamente eso es la navidad. Algo que se nos escapa. Algo que nos supera y que nunca estuvo ni estará en nuestros planes. Un nacimiento es siempre un regalo de lo alto, una vida indefensa que se puede acoger o rechazar. Por eso dice Juan que “los suyos no la recibieron”. Este tema del rechazo aparece tres veces a lo largo del prólogo, y nos ubica en el drama de Cristo, que es el drama del hombre. Es un llamado de atención a nuestra libertad que misteriosamente puede cerrarse, no sólo al hermano, sino incluso a la Palabra creadora, luz y vida de todo hombre.

Isaías ordena: “Escucha”, como diciendo, “no de dentro sino de fuera viene la salvación”. Realmente necesitamos que Alguien venga a rescatarnos, a poner en orden tanta confusión, a darle un fundamento a nuestra esperanza. “Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”. Dios se abaja y en Jesús habla, no sobre nosotros sino entre nosotros. Acepta la condición humana en el mayor acto de solidaridad de la historia. Pero la acepta para transformarla. “A los creen en su nombre les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios”. Acá está la buena noticia. Si no fuera así ¿qué tendríamos para celebrar? En este último tiempo escuchamos muchos buenos deseos, pero ¿en qué se apoyaban? Quien no cree no tiene derecho a esperar. Pero nosotros sabemos que la Palabra se hizo carne, que Jesús es el Salvador y que la paz tiene rostro. Nuestros “buenos deseos” no se diluyen en el aire cambiante del secularismo, sino que anclan firmemente en la carne de Jesús, que será siempre un escándalo.

Este nacimiento nos dice que Dios cumple sus promesas y no se olvida de los suyos. Algo nuevo está germinando y mi corazón, mi familia, mis amigos, mi patria; todos lo estamos aguardando. Como cualquier recién nacido, Jesús nos reclama y nos desordena la vida. Pero cuánto bien nos hace esta santa complicación. En este tiempo que sigue acompañemos al niño, ese pequeño grano de mostaza, para que pueda crecer y desarrollarse en nuestro interior; de modo que digamos con el apóstol: “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Ga 2,20).

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