domingo, 7 de junio de 2009

Trinidad 2009

La Trinidad es la gloria del cristiano. Pero como la cruz, es una gloria misteriosa y resistida. En un día como hoy cabe preguntarnos si la Trinidad no es también una gloria ignorada por los mismos católicos. 

“Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”[1]. Son las últimas palabras de Jesús, es el deseo del maestro: que vivamos en la presencia del Dios comunión. Tres personas, un solo Dios. Este es el misterio que nos distingue, la fe que nadie pudo imaginar y que sin embargo encaja tan perfectamente. San Agustín decía: “Si comprehendiste no es Dios”, es decir, si lo abarcaste, si lo agotaste… no es Dios. Dios es el siempre mayor, el infinito, el desbordante. Dios no es irracional, sino suprarracional; no es absurdo o contradicción, sino exceso de sentido. Su misterio enceguece de pura luz, lo mismo que el sol cuando lo miramos de frente. 

En un mundo de tantas mentiras y máscaras, hoy celebramos al Dios que se revela, que se da a conocer tal cual es, aún a costa del descrédito, de la burla o de la indiferencia. En su ser Trinidad, Dios nos muestra lo más íntimo y nos comparte su don en una amistad en donde no hay lugar para secretos. Cuántas veces nosotros quisiéramos mostrarnos sin reservas y cuántas, sin embargo, quedamos atrapados en nuestra doblez, en nuestros miedos y en nuestras contradicciones.

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Dios descubre su identidad progresivamente, dándonos tiempo para asimilar toda su novedad. Básicamente hay dos pasos: la antigua y la nueva alianza. En la antigua alianza, Israel se destaca de entre sus vecinos por una férrea confesión monoteísta que defiende trabajosamente, y en soledad, durante siglos: “Reconoce hoy y medita en tu corazón que el Señor es Dios y no hay otro”[2]. Hoy día tendríamos que preguntarnos si vivimos la certeza del único Dios o si, por el contrario, hemos cedido a un nuevo paganismo. 

En la nueva alianza ese Dios se muestra como Padre, Hijo, y Espíritu. No contradice el monoteísmo, sino que lo lleva a niveles insospechados. Monoteísmo trinitario. No tres dioses –eso sería un poco más del viejo y elemental politeísmo-, ni tampoco un Dios cerrado, aislado, solitario. 

Pero ¿qué significa entonces que Dios sea Trinidad? Significa que Dios es vida plena, que encuentra en sí mismo toda la fiesta que pide la dimensión personal. Dios se basta a sí mismo, y no tiene necesidad de ir fuera; aunque libremente –y para nuestro bien- elija hacerlo. Trinidad significa que Dios combina en sí mismo unidad y diversidad: un Dios, tres personas. 

Algo de esto podemos entender. Cuando en nuestro interior hablamos con nosotros mismos, experimentamos la unidad, la comprensión de lo que nos pasa; allí la comunicación es fluida. Sin embargo, sentimos la pobreza de eso que en el fondo es un monólogo. A nosotros nos gusta relacionarnos, establecer puentes con los demás, generar un ida y vuelta con los que nos rodean, y así enriquecernos con la singularidad de cada uno. Pero lanzados al diálogo, cuando intentamos expresar lo que nos pasa o quiénes somos, descubrimos que la unidad se diluye. La interferencia puede ser grande, e incluso con nuestros seres más queridos, podemos percibir que ciertamente no somos uno. 

La Trinidad en cambio, logra esa aspiración: es la conjunción de la máxima unidad y diversidad posibles. En toda amistad fuerte, como la de un matrimonio maduro, podemos llegar a sospechar algo de este misterio. Y no es de extrañar. Porque por fe sabemos que somos imagen de ese Dios Trinidad. 

Esta es la propuesta: ser imagen del Dios Trinidad, ser un espejo del Dios comunión, del Dios que es, en sí mismo, reconciliación. Nuestro tiempo vive desgarrado por la dialéctica del “o”: cuerpo o alma, individuo o comunidad, derechos o deberes, fe o razón, hombre o Dios, perdón o justicia. La “o”, la disyuntiva, anula la tensión. Es una solución fácil pero tramposamente falsa. Más arduo pero más edificante es optar por el “y” reconciliador al que nos invita la Trinidad. 

Usemos una metáfora bíblica. En la Trinidad, las personas divinas “juegan” entre sí. Se donan por entero, y a la vez se abren a la diferencia; dan y reciben, hablan y se escuchan en perfecta armonía. Nosotros en cambio, muchas veces -por soberbia, por bronca o por miedo- nos cerramos; y en ese aislamiento, vamos contra nuestro deseo más profundo que es la comunión. Ser imagen de la Trinidad es vivir reconciliados hacia dentro y hacia fuera, es reconocer al otro sin dejar de ser quien soy. 

Notamos los estragos que hace el olvido de la Trinidad. Desde nuestra pobreza miramos al Dios trino, y escuchamos su llamada. Sí, nos invita a entrar en su misterio. De hecho, ya hemos entrado en el día de nuestro bautismo. Estamos en sus pensamientos y  hemos conocido el admirable plan de salvación. El Espíritu habita en nuestros corazones, somos hijos adoptivos, y nos atrevemos a gritar: ¡Abbá-Padre! 

Pero interiormente sentimos nuestra tibieza y su atracción a una vida más plena y más sincera, a un amor más abarcador. Hoy pedimos llevar esa marca trinitaria a flor de piel y hacer sentir su influjo en la Iglesia. Entretanto, admiramos el misterio y lo celebramos, con los ángeles y santos lo adoramos y alabamos: GLORIA AL PADRE, Y AL HIJO, Y AL ESPÍRITU SANTO. AMÉN.



[1] Mt 28,19

[2] Dt 4,39

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