sábado, 3 de septiembre de 2011

Por una pluma honesta y pensante

Grata sorpresa la de esta mañana al leer el artículo de Mario Vargas Llosa: "La fiesta y la cruzada" (La Nación: 3/9/2011). Partiendo de la reciente Jornada Mundial de Madrid, el novelista ensaya una reflexión de más largo alcance sobre la vitalidad de la Iglesia en el mundo posmoderno. No es necesario disfrazar estadísticas menguantes, porque lo que cuenta es la salud de una institución y la importancia de su fidelidad a la propia identidad. Gracias don Mario por hacernos ver desde una tribuna no eclesial que nuestro aporte es válido y, más que eso, indispensable. Imagino que puestos a dialogar en profundidad aparecerían algunas discrepancias. Eso no asusta a nadie. Lo que hoy quisiera resaltar es la honestidad intelectual que oxigena. Porque la literatura, la filosofía y la política no tienen porqué competir con la religión sino que todas deben aprender a encontrar su lugar en la sinfonía. Libre de toda sospecha, Vargas Llosa nos recuerda que la vida social necesita de un basamento ético y que la persona humana evidencia una impostergable sed de trascendencia. Desliza con audacia que cierta intransigencia atea es cuestión de una minoría marginal que toma distancia de la inmensa mayoría, so pretexto -infundado- de racionalidad. Y aquí valoramos, una vez más, el apostolado de un Benedicto, que habla con elegancia e inteligencia a los que todavía enemistan fe y razón.
Quizás la monja intrépida de "La fiesta del Chivo" es algo más que un resorte literario. Quizás sea una figura que lo reconcilia a Mario con la Iglesia Madre y Maestra, una figura redentora que es más sabia de lo que su aspecto monjil deja ver. Sí, una figura que no desconoce las miserias de algunos eclesiásticos ni la depravación (de todo tipo) que también corre en la sociedad civil, pero que, llegada la hora, acierta en lo esencial, que es "dar vida". Quizás Mario esté de vuelta y redescubra, con la experiencia de los años, que ciertas preguntas no se pueden silenciar. Quizás se acuerde del Hermano Justiniano y reconozca que tan oscurantista no puede ser aquella institución que, allá, en el Lasalle de Cochabamba y a los cinco años, le enseñó a leer y escribir.

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