martes, 25 de diciembre de 2012

Sol invictus

Año tras año, los festejos de Navidad me dejan la sensación de una alegría torpe. Es demasiado poco para una noticia tan excelente. ¿Qué queda? No el desengaño sino volver humildemente a la meditación de la Palabra, a la eucaristía bien celebrada, al silencio que dé lugar a la verdadera comunión: encontrarse con Jesús y el misterio de su Presencia. “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14).
 
La Iglesia celebra la Navidad el 25 de diciembre porque, en el hemisferio norte, era la antigua fecha del solsticio de invierno. Este día marca un cambio importante en el cielo; pasado el día de mayor oscuridad del año, el sol empieza a ganar terreno y su resplandor brilla cada día por más tiempo. El cristiano sabe que Cristo es el “sol de justicia” que ilumina nuestras tinieblas y a partir del cual nuestra vida toda adquiere color (Mal 4,2; Is 9,2; Lc 1,78). Cristo nos visita en nuestro punto más bajo, en nuestra noche más cerrada, en nuestra condición más apremiante. Él, solo Él, revierte nuestra tendencia decadente revelándonos progresivamente un fascinante horizonte de eternidad.
M. Chagall
 
En la misma línea, la primera lectura habla de una alegría que irrumpe en “las ruinas de Jerusalén” (Is 52,9). Ahí nace Jesús; en el que acepta su condición devastada. La Navidad significa el regreso del Señor, su consuelo, su reinado. Esta reivindicación inesperada se grafica con la imagen del brazo que se desnuda (también el salmo va por ahí). Es como si Dios se arremangara para poner en orden los tantos. Pero del AT al NT hay un giro decisivo. La autoridad del poder cede lugar a la del amor. En vez del brazo poderoso nos topamos con un niño recién nacido, tierno e indefenso. El niño crecerá pero la marca será la misma; primero como carpintero, luego como predicador, finalmente como crucificado. Jesús nos revela al Dios (libremente) vulnerable como camino a seguir.
 
El evangelio de hoy no deja dudas al respecto. Por un lado escuchamos que la Palabra de Dios, Aquella poderosa “por quien todo fue hecho”, es “la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre” (Jn 1,3.9). Por otro se nos dice –¡tres veces!– que “las tinieblas no la percibieron… que el mundo no la conoció; que vino a los suyos, y los suyos no la recibieron” (Jn 1,5.10.11). En la Navidad se nos invita a hacer de modo especial lo que intentamos cotidianamente. Aceptar a Jesús como Dios hecho carne. No como un profeta más, sino como Creador, Salvador y Juez del universo. Que hoy al rezar el credo, podamos doblar la rodilla del corazón y someter nuestras vidas al único Señor. No será pérdida, sino ganancia; no será humillación sino gloria. Porque sólo así llegaremos a ser lo que más deseamos pero sabemos nos excede:
 
“A todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios” (Jn 1,12-13).
 
Los primeros cristianos bautizaron la antigua fiesta pagana del Sol invictus. Más allá de todo drama Jesús permanece como el "Sol no vencido". Es la Luz indomable que se anima a las tinieblas, se expone y sufre el desprecio pero triunfa en la derrota. Así en la humildad del pesebre vislumbramos ya el misterio de la pascua; la de la noche que, contra todo pronóstico, engendra la luz.

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