domingo, 30 de julio de 2017

De tesoros y alegrías

La alegría, que fue la pequeña publicidad del pagano, 
es el gigantesco secreto del cristiano
G. K. Chesterton

"El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo" (Mt 13,44). Jesús nos presenta el reino como una realidad valiosa. Lo propio del tesoro es concentrar las aspiraciones humanas. Lo sepamos o no, todos andamos buscando nuestro tesoro. Y casi que podríamos decir: dime qué buscas y te diré quién eres. Pero resulta que este tesoro, el único que en verdad merece tal nombre, está escondido. Sí, está escondido pero a la vista de todos. Porque es la dureza del corazón de los hombres la que lo esconde. El rey se pasea por las calles vestido como mendigo y únicamente los pequeños saben reconocerlo. Los que miran a los ojos, los que se detienen en el rostro, son ellos los que no se dejan engañar. Basta pensar en Agustín, que cuando todavía era joven buscó en las Escrituras pero no encontró nada, porque, como él mismo confiesa, su soberbia se lo impedía. Sólo más tarde pudo descubrir allí la luz eterna que pacientemente lo aguardaba, cuando se dejó ganar por la humildad, cuando se dejó domar por un deseo de verdad cada vez más intenso.

"Un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo" (Mt 13,44). En cierto momento se da el milagro. No sabemos si el encuentro es una sorpresa absoluta o la culminación de un proceso gradual. Lo cierto es que se puede hablar de un antes y un después. Jesús irrumpe en nuestras vidas con fuerza y luz, trastocándolo todo, como el vendaval del Espíritu que renueva un ambiente viciado. El cara a cara con él se vive siempre como una revelación, como una epifanía doble que supone entrar en Dios tanto como en uno mismo. Es ahí que nace el cristiano, en un encuentro que lleva el sabor de haber sido alcanzado, como quien cae en las redes del más avezado seductor, como quien ha sido pescado de entre las aguas saladas de un mundo que nos baña una y otra vez con su amargura. 


Y tan grande es la conciencia de la nueva oportunidad, de la nueva vida que se ofrece, que el hombre vende todo lo que posee a fin de comprar el campo. La decisión, ciertamente audaz, confirma la seriedad del impacto. El mundo tiene necesidad de un amor resuelto, consistente, que no sepa de especulaciones sino que sea capaz de pagar el precio de la plenitud. ¿Qué estoy dispuesto a hacer? ¿Qué estoy dispuesto a sacrificar para ser verdaderamente feliz, para vivir en la verdad, para ser todo de Dios? La respuesta me dirá dónde estoy parado; si en realidad encontré el tesoro; si me rendí a Jesús reconociéndolo como el Señor. "Donde esté tu tesoro estará tu corazón" (Mt 6,21). 

Pero lo más curioso es que el hombre vende todo lleno de alegría. El contexto es el de una fiesta y en eso se verifica hasta qué punto se ha dejado ganar el corazón. Él sabe bien lo que hace y no se lamenta porque se sabe ganador. La pérdida está pero es nada en relación a Cristo Jesús. El evangelio es buena noticia, un río de alegría que conduce al seno del Padre, un canto nuevo que hace crujir las murallas grises del egoísmo, una mirada llena de paz que transfigura los rostros cansados del sinsentido. La alegría del evangelio es la del ciento por uno, una alegría escondida, incomprendida, oculta a los sabios y poderosos de este mundo. Una alegría escandalosa, ridícula, vituperada y hasta crucificada. Una alegría que soporta salivazos y bofetadas pero que no se detiene, sino que marcha serena, movida por la vida del Resucitado que late en las entrañas contagiando a los ojos un fulgor eterno.


Consultado por Dios en sueños, el rey Salomón pidió un corazón comprensivo -literalmente, oyente- para juzgar al pueblo a él confiado, un corazón que pudiera "discernir entre el bien y el mal" (1 Re 3,9). El negocio de la vida está en reconocer las prioridades e ir tras ellas. En una época de cambios como la nuestra el desafío no consiste simplemente en dar con el tesoro sino más bien en reconocerlo como tal. Dios nos conceda la sabiduría de no confundirnos, de no distraernos, sino de estar atentos a la suave brisa del Espíritu y a la sutil voz de la Palabra. Que podamos ordenar, como hacen los sabios, y entregarlo todo sin resquemor alguno, a manos llenas, convencidos, pletóricos, radiantes, como quien entiende que sólo gana su vida quien la pierde por Jesús. "Busquen primero el reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura" (Mt 6,33).

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