lunes, 25 de diciembre de 2017

25.12.2017

Navidad es Jesús. ¡Y Jesús significa tantas cosas!

Quizás el primer aspecto de la navidad sea la alegría, una alegría importante que no le teme a nada. El ángel dice a los pastores: les anuncio una gran alegría para todo el pueblo. Todos estamos incluidos en la alegría de Jesús porque todos tenemos necesidad de una ventana a la eternidad. Muy a menudo nuestras fiestas tienen algo de opresivo, como los boliches, donde la falta de ventilación acaba por sofocar el canto. La navidad, en cambio, nos trae la alegría que no defrauda, la de una presencia fiel que conjura la soledad: Emanuel - Dios con nosotros. El Señor se acuerda de su alianza y nos visita con su gracia. Sale de sí, de su inefable plenitud, para compartir nuestro andar clueco. La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Qué dignidad la nuestra de sabernos elegidos por Dios. Sentir con orgullo santo que nuestra carne ha sido desposada por el Creador. Como dice un antiguo himno: non horruisti virginis uterum – no, no despreciaste el vientre de la virgen, no te avergonzaste de ser uno más, no rechazaste el pasar escondido nueve meses como cualquier otro hijo de Eva.


Un segundo aspecto concierne el misterio de la Palabra, que se dice ahora como nunca antes. En un mundo hiper-informado, consumido por la curiosidad y saturado de micro-mensajes gozamos de la Palabra fundamental, sin la cual todo se esfuma. La alegría cristiana crece al calor de esta Palabra que transfigura nuestra existencia. El dolor físico, el agobio psíquico, la angustia espiritual, toda noche humana gana sentido desde Jesús: las tinieblas no son tinieblas ante ti. Incluso la alegría es más alegre cuando escuchamos desde dónde venimos y adónde vamos. Celebrar la navidad es recordar el privilegio inmenso de caminar arropados por la Palabra que nos dice, en un mismo movimiento, quién es Dios y quiénes somos nosotros. La meta cristiana es no hablar por cuenta propia, no actuar por cuenta propia, sino más bien dejarse decir por Jesús: ser auténtica palabra en la Palabra, de modo que los que nos rodean puedan escuchar en nosotros el verbo que Dios nos encomendó; precisamente ése, y no otro.


Un tercer aspecto es el del Hijo. ¿Por qué habría de importarme el nacimiento de un judío en la ignota Belén del siglo I? Porque ese niño es Dios Hijo. Y de ese modo tiene comienzo una nueva familia. Es gracias a Él que nos llamamos y en verdad somos hijos de Dios: hijos en el Hijo. La Iglesia es un templo espiritual cuya piedra angular es Jesús: Hijo de Dios y hermano de los hombres que nos enseña la tremenda audacia de llamar a Dios Abbá. ¡Cómo nos gusta sabernos hijos de Dios! ¡Cómo lo repetimos mientras se nos infla el pecho! Y, sin embargo, qué poco reconocemos que nada de eso tiene sentido sin el pesebre.

La navidad es el misterio de una Alegría invencible, de una Palabra incandescente, de un Hijo que abre para sus hermanos las puertas de la casa del Padre.

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