viernes, 30 de marzo de 2018

Celebración de la Pasión del Señor (2018)


You broke the bonds
and you loosened chains
carried the cross of my shame,
oh my shame, you know I believe it
U2, I still haven't found what I'm looking for


Frente a la muerte el hombre calla porque no sabe qué decir. Pero en este caso es distinto. Hoy la Iglesia nos llama al silencio porque lo dicho es demasiado denso. En el Calvario la Palabra hecha carne se ha pronunciado hasta la última sílaba. Por eso necesitamos ir de a poco: para asumir tanto amor. Por eso la liturgia indica que la homilía debe ser breve, seguida de un tiempo de oración en silencio. Callamos superados por el exceso de una Palabra que es luz en su misma noche.

“Estaba tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre” (Is 52,14). Estas palabras de Isaías describen la suerte de un servidor fiel a Dios, que en su obediencia lo pierde todo. Por la fe reconocemos con claridad que ese servidor es Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre. Cómo no conmoverse al contemplarlo hecho una piltrafa, con la carne bañada en sangre por las heridas abiertas de tantos latigazos. Él, “el más bello de todos los hombres” (Sal 45,3), el exponente más perfecto de la raza humana, reducido a la impotencia extrema: “sin forma ni hermosura que atrajera nuestras miradas, sin un aspecto que pudiera agradarnos. Despreciado, descartado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el rostro. Tan despreciado que lo tuvimos por nada” (Is 53,2-3). Y, sin embargo, este varón de dolores es Dios. Ese desecho humano es la imagen misma de Dios.


 Podemos preguntarnos, ¿qué nos muestra esa imagen lastimada? En un sentido el cuerpo de Jesús nos muestra, como en un espejo, la maldad de nuestro corazón. Su blanca inocencia es el pizarrón donde se escriben nuestros múltiples pecados: soberbia, odio, ira, mentira, rencor, frivolidad, egoísmo… Toda nuestra irracionalidad, todos nuestros excesos y nuestros caprichos quedan desnudos sobre su carne maltratada. En el fondo, ese rostro desfigurado nos habla de nuestra desfiguración interior. Por eso nos cuesta tanto contemplarlo.

Sin embargo, en otro sentido, quizás más profundo, la pasión de Jesús nos muestra hasta qué punto es posible amar. En él reencontramos nuestra dignidad perdida, el deseo de ser santos, el llamado a sentir de una manera más noble. Suena extraño, sobre todo en un mundo donde la belleza es tan superficial, pero esa humanidad rota nos revela la perfecta humanidad: íntegra, sin defecto ni mancha alguna. La humillación de Jesús nos habla de un amor consecuente, que no se echa atrás, un amor tan grande que no teme ser vulnerable, sino que corre el riesgo y asume todas las implicancias. Por eso calla en el juicio, porque no quiere defenderse, no quiere protestar, sino ocupar el lugar del reo que nos correspondía (Jn 19,9). Y todo eso en sin levantar la voz, discretamente, porque “el amor no hace alarde” (1 Co 13,4).

El misterio de Jesús no reside en lo que sufrió sino en lo que amó. Todo su suplicio fue algo que aceptó libremente por amor. La cruz no es un tropiezo, un equívoco, sino el sentido último de su misión. Dios se hizo hombre para entregar su vida por nuestra liberación. “Es preferible que un solo hombre muera por el pueblo, y no que perezca la nación entera” (Jn 11, 49-50; 18,14). El evangelista Juan insiste sobre estas palabras de Caifás porque sabe que aquí está el gran secreto. Poco importa que el sumo sacerdote pensara el asunto en términos políticos. En todo caso, eso nos recuerda que el sentido de la historia excede nuestra lectura de los acontecimientos. Dios es más grande. Él sabe, como dice el refrán, escribir derecho en renglones torcidos. Dios saca bien del mal. Lo hizo aquella tarde en el Calvario y lo sigue haciendo con cada uno de nosotros.


Jesús carga sobre sus espaldas el pecado de toda la humanidad. Se hace responsable por cada ofensa, desde las más leves hasta las más graves. Por tanto, no digamos que otros lo mataron, porque también nosotros lo hemos llevado hasta el abismo. “Él fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados” (Is 53,5). Celebramos esta locura del amor divino procurando asumir en nuestras vidas la lógica del cordero, la lógica del intercambio, la lógica del que no se aferra celosamente sino que sabe entregarse por los demás. “Si el grano de trigo cae en tierra y no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24).

  La muerte de Jesús es la más célebre de la historia, también la más injusta, pero a su vez la menos triste. Porque la muerte de Jesús está llena de sentido, nace del amor y se consuma en la paz. “Nadie me quita la vida sino que la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla” (Jn 10,18). Jesús entrega el espíritu con la misma confianza con la que el salmista le dice a Dios: “Yo pongo mi vida en tus manos” (Sal 31,6). Sabemos que hubo sufrimiento físico y lucha interior, “súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas” (Hb 5,7), pero nada de eso significó desesperación. Jesús es en todo momento el Hijo amado que existe por y para el Padre; por eso sabe bien que no será defraudado (cf. Is 50,7).


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