viernes, 2 de abril de 2021

No se cruzó de brazos

En esta tarde de silencio les ofrezco una meditación algo densa. Porque denso es lo que celebramos. Contemplamos la muerte de Jesús, el Hijo de Dios hecho carne en María. Queremos estar delante del Crucificado para escuchar la Buena Noticia.

Sólo el Espíritu Santo nos abre el misterio de Jesús. Sólo Él nos permite entrar en un abismo de sabiduría y amor tan grande. Sin el Espíritu Santo nuestras pobres inteligencias y nuestros pobres corazones quedan como escandalizados, más cerca del rechazo que de la adoración. Por eso con toda humildad y confianza pedimos: ¡Ven Espíritu Santo y envía desde el cielo un rayo de tu luz! 

En cierto sentido somos como los soldados que abordaron a Jesús en el huerto. Nos acercamos a Él, pero torpemente, a la defensiva. También nosotros tenemos nuestros faroles, antorchas y armas. ¡Cuánta falsa seguridad! ¡Cuántos recaudos para ir al encuentro del más inocente de todos los hombres! ¿Por qué tanto miedo? Porque somos Adán y Eva ocultos en el jardín con la conciencia manchada. Somos la oveja perdida en el monte, angustiada, incapaz de volver a los brazos de su Pastor. 

Jesús conoce nuestros pensamientos, nuestras dudas. Por eso toma la iniciativa y pregunta: ¿A quién buscan? Él no se esconde sino que dice “presente” bien claro, para que todos lo oigan, para que todos sepan quién es. Soy Yo. No busquen más. Todos lo pueden escuchar. Todos los que quieren. Jesús se ofrece. Se entrega. Éste es el misterio del viernes santo, el misterio de toda su vida. Por eso en pleno juicio le dice a Pilato: Para esto he nacido, para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad.  ¿Qué es la verdad? La verdad es el amor del Padre al Hijo en el Espíritu. Un amor que siendo perfecto en la Trinidad eligió crearnos libremente, gratuitamente, porque sí nomás (aunque no nos entre en la cabeza). Para que pudiéramos gozar de su gozo. La verdad es el amor que viéndonos heridos de muerte no nos abandonó sino que salió a buscarnos, el amor que no se cruzó de brazos sino que los abrió de par en par. Sí, los extendió en la cruz para abrazarnos a todos.

Por eso dondequiera que estés, cerca o lejos de casa, más allá de lo que hayas hecho o dejado de hacer, no olvides que Jesús te mira desde la cruz. Y te espera. Te mira sin reproches. Y te pide que lo mires. Que no evites sus ojos. Entonces sabrás, como supo san Pablo, que nada podrá separarte jamás del amor de Cristo: ni la vida ni la muerte, ni lo presente ni lo futuro, ni las angustias ni las persecuciones, ni el hambre ni la desnudez. Jesús está siempre de tu lado, aunque caigas bien bajo. Porque en la cruz conoció todos los abismos.


“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga vida eterna”.  La cruz es ante todo un misterio de amor. El sufrimiento está, es grande y nos conmueve. Pero mucho más nos conmueve la misericordia divina, la ternura infinita, la voluntad loca de salvarnos a nosotros, hijos inmaduros, insolentes, desagradecidos, confundidos por la soberbia. Jesús subió al madero por cada uno de nosotros. Como dice san Pablo: “me amó y se entregó por mí”.  Se entregó. Podría haberse escapado, podría haberse defendido con sus ángeles, pero no. Había nacido precisamente para esto. Para dar testimonio de la confianza incondicional en el Padre. Y de lo que significa amar hasta el extremo. Pero eso no es todo. Porque en la cruz Jesús no sólo enseña sino que además cura. Él no es únicamente el maestro, el modelo a imitar, sino que es el médico, el Salvador. 

Claro que siempre habrá gente que se ría de esto, repitiendo las palabras gastadas: “Sálvate a ti mismo y baja de la cruz”.  Lo que estas personas no entienden, o no creen, es que Jesús salva precisamente permaneciendo ahí, confiando, haciendo posible que la naturaleza humana triunfe sobre la sospecha y el egoísmo. Era necesario que uno de nuestra raza reparara desde dentro la falta de nuestros primeros padres. Hacía falta revertir la historia de pecado por medio de una obediencia perfecta, de un abandono sin reservas a la voluntad del Padre. “En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”. Jesús abre un camino de libertad para amar generosamente, sin miedos, como los niños. La salvación es entrar por la fe en el sí de Cristo al Padre. Y dejarse ganar por la inocencia bendita del Hijo, hasta sentir, como san Pablo: “ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí”.   

La cruz es un misterio de comunión. Jesús ocupa nuestro lugar, carga con nuestras culpas. Todo queda resumido en la preposición “por”: una palabra diminuta que expresa un inmenso misterio. El cuerpo es entregado y la sangre es derramada por nosotros, por el perdón de nuestros pecados, por nuestra salvación. El justo se ofrece por los pecadores. El inocente por los culpables. Jesús es el servidor manso que había anunciado el profeta Isaías: Él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias. Fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. Y por sus heridas fuimos sanados.

Jesús concreta en la cruz lo que había celebrado ritualmente en la última cena. También nosotros tenemos la misión, la responsabilidad de traducir en hechos las misas que celebramos. Cuando Jesús dice “hagan esto en memoria mía” nos está invitando a seguir sus pasos, que es vivir para los demás, desde el servicio, en donación permanente, ofreciéndonos nosotros mismos como víctima viva, santa, agradable al Padre. 

El misterio de la cruz nos muestra que la fuerza de Dios no responde a los criterios del mundo. En su momento la cruz fue un hecho marginal, absolutamente insignificante en términos políticos. Y sin embargo, esa crucifixión fue la salvación del mundo. Tengámoslo presente. En la noche más oscura se gestó el día más luminoso. La hora más triste fue la hora más gloriosa. Que Dios nos regale los ojos de la fe para reconocer con esperanza que, en Jesús, la muerte –cualquier forma de muerte– no es pérdida sino ganancia. Porque Él hace nuevas todas las cosas. 

Jesús no muere como un desesperado, sino rezando. Y ahí está el secreto de la pascua. Su muerte no cae en saco roto sino en las manos del Padre que hace germinar nuestras entregas al ciento por uno. Eso explica la fecundidad de la pascua. San Juan dice que habiendo muerto Jesús, “uno de los soldados le atravesó el costado con su lanza, y en seguida brotó sangre y agua”.  Sólo Dios podía imaginar una escena tan elocuente. En Jesús, la vida surge de las entrañas mismas de la muerte. Y es así. Todos nosotros, cristianos, vivimos de la muerte de Jesús; vivimos del Espíritu que entregó con su último suspiro; vivimos del agua del bautismo y de la sangre de la eucaristía; vivimos de su expiación. Efectivamente, por sus heridas fuimos sanados.


Viernes santo 2021


No hay comentarios: