domingo, 4 de mayo de 2008

Otra vuelta de tuerca en torno a Jn 1,14


La ambigüedad es una variable ineludible de la comunicación humana. Habrá personas –con sus respectivos discursos- más diáfanas que otras. Pero tarde o temprano sobreviene una sombra de duda, un margen para el malentendido.

Es que los hombres somos de por sí peregrinos; nunca acabamos de decirnos, y mucho menos en una sola entrega. Somos portadores además, de una cierta opacidad que brota de un doble manantial.

Está el viejo y conocido pozo de mal que anida en las capas más profundas de nuestra alma. De allí surgen las mezquindades que insisten en regatear verdad, luz, ser. El tantas veces olvidado pecado original es, al fin, una herida que supura demasiado como para ser ignorada. Por eso no es raro que a menudo nos traicionemos siendo víctimas de nuestras propias contradicciones.

Pero también está aquella indescriptible cantera de bien. Apenas intuida en el común de los mortales, irrumpe en algunas vidas con inusitado vigor. Y es tal la fuerza de ese chorro cristalino que nos impide llegar a su origen. Podemos entonces hablar de una cierta tiniebla luminosa que nos deja en vilo y con el corazón en ascuas. Ella sana y contagia su medicinal virtud, pero no llegamos a aprehender.

Por otra parte está el intérprete, quien a su vez puede sufrir una suerte de miopía espiritual. Cuanto más lejos en el afecto se está de alguien, más difícil es entrar en su sintonía. Y no es tan fácil decidirse a escuchar, con paciente fidelidad, a quien habla. De hecho, los ansiosos prejuicios -no necesariamente corrosivos- pueden acabar tergiversando el mensaje.

* * *

Que Dios se ha hecho hombre, significa que ha querido entrar en esta compleja trama comunicacional. La Palabra penetrante y sin doblez ha aceptado, en su afán de hacerse más accesible, el reto de la carne. Siendo espíritu –Dios, en efecto, es espíritu- se hace concreta. Así, inserta, pero jamás cautiva, se expresa en los cánones del hombre, que no sólo usa sino que goza con la sensibilidad de lo material. Asible, a la mano de todos, Jesús es el cercano. Pero en su misma condescendencia reside su debilidad. La vulgaridad que le viene de estar sometido al tiempo y al espacio, lo expone a la incomprensión de sus paisanos.

Hechos y palabras también en él, como en cualquiera, se potencian en un círculo hermenéutico clarificador. Pero ello no alcanza para despejar toda duda o error. Es cierto que por una parte Jesús no sufre el pecaminoso gris que suele teñir nuestras expresiones. Pero por otra, dándose a conocer presenta una luz tan fuerte que ciega a cuantos queremos mirarlo de frente. Con todo, es gracias al escándalo de la carne que -en delicado y desmesurado favor- ese fulgor se amilana para nosotros. De ese modo, se exhibe humilde y nos da la oportunidad de hacer nuestra elección.
* * *
Están –ayer y siempre- los que escuchan, creen, adhieren, contemplan, adoran, y siguen. Y están también los que se niegan, rechazan, blasfeman, y abandonan. La ambigüedad a su vez, se manifiesta en nosotros mismos. Porque nunca acabamos de ser fieles a nuestro bando.

Finalmente, la Iglesia. Según lo dicho hay diversas razones por las que ella peregrina en una incomprensión resultante de la ambigüedad. Primero, ella no escapa a las generales de la comunicación humana. Segundo, ella -la semper purificanda, la siempre necesitada de purificación- acoge en su seno a pecadores que la vuelven una siembra en donde conviven el trigo y la cizaña. Tercero, ella está bajo la lupa de muchos inquisidores carentes de empatía, fríos espectadores externos que, en su falta de fe, no acceden al calor del misterio. Cuarto, ella es la esposa del Señor; y como tal, comparte su suerte. Si Jesús fue una bandera discutida, un signo de contradicción, un mensajero en claroscuro, un traspasado que dice gloria en su anonadamiento, no puede extrañarnos que ella también reciba el descrédito y el rechazo que sabemos un día tendrá fin.

No hay comentarios: