viernes, 4 de julio de 2008

DOMINGO XIV durante el año (2008 - A)*

Zac 9, 9-10; Sal 145(144), 1-2-8-11.13c-14; Mt 11,25-30

La oración es, sin duda, ese espacio único en que el hombre –de cara a Dios- se encuentra con su verdad. En la intimidad de la conciencia se abre al que es “más íntimo que su propia intimidad”[1]. Tener acceso a la oración es por tanto llegar a la clave, al núcleo de la persona. Este domingo se nos invita a descubrir la oración del mismo Jesús. ¿Qué vemos? Un diálogo franco con el Padre, pero sobre todo, un gozo desbordante que es alabanza. “Te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra”[2]. Las palabras de Jesús transmiten una frescura contagiosa. Alaba, se siente ágil, y libre de ataduras. No es una oración forzada. Jesús vive la oración -que es, en el fondo, su relación misma con el Padre- como una alegría incontenible que se expresa casi como una necesidad.

Por su parte, el salmo que acompaña las lecturas viene a ser como una síntesis de todos los salmos. Con sus 150 palabras (ni una más ni una menos) representa el compendio de los 150 salmos que trae la Biblia. Y al empezar cada verso con una letra distinta del alfabeto, quiere enseñar que lo que ahí se dice es tan esencial como el alfabeto hebreo lo es al idioma. Este salmo 145 (144), que por lo dicho caracteriza toda la vida espiritual de Israel, es también una gran alabanza. Pero ¿tenemos alguna idea de lo que es la alabanza? Es un grito irresistible, es un canto del alma imposible de reprimir, es bailar y agitar. Nuestra experiencia más cercana –muy pobre por cierto- estaría en el fútbol o en los recitales. La hinchada explota con el gol y festeja. Es un instante pero la intensidad marca a fuego. ¿Podemos imaginar una vida así de plena? ¡Cuánto quisiéramos!

¿Somos una sociedad alegre? ¿Somos personas alegres? ¡Qué pobre es nuestro vocabulario en torno a la fiesta! Ya no usamos palabras como gozo, júbilo, algarabía, exultación, alborozo, algazara. ¿Y nuestra oración? ¿Acaso no hemos perdido la alabanza? Alabar es mirar a Dios y ensalzarlo, es reconocer su presencia y cantarle agradecido. Pero cuando la oración cae degenera en monólogo, y se hace rutina. Y así andamos por la vida… como rezamos. Sintiendo el peso de una obligación que no colma porque no le encontramos mucho sentido. Cargamos con un yugo que aflige y nos tiene abatidos. Bien se podría decir que la depresión es la enfermedad de nuestro tiempo. Tanta gente gastada, fundida. ¿Cómo es que nuestros mayores no llegaron al Spa? Sin duda hay mucho por rever. Vivimos entre los excesos -algunos más socialmente tolerados que otros- y la apatía.

Y en eso, Zacarías nos anuncia la venida de un Rey justo y humilde: viene montado sobre un burro. Promete paz. Profunda. Es Jesús, quien no grita ni alza la voz. Enseña con mansedumbre y nos quiere de su parte. Nos invita a su corazón paciente y humilde. Era costumbre en esa época que los maestros impusieran rigores a sus discípulos, y el prestigio se jugaba por las exigencias. Los alumnos podían entonces jactarse por haber soportado el pesado yugo de tal o cual escriba. Algo así como nuestra mirada de los curriculums. Jesús se para en la vereda de enfrente y reclama el yugo suave. “Misericordia quiero y no sacrificios”[3]. No se trata de dientes apretados y puños cerrados. Dejemos a un lado esa competencia feroz de la jungla de cemento en que nadie puede mostrarse débil. Olvidemos esa vieja mentira de que los hombres no lloran. Saquémonos la mochila (el yugo) de los que viven angustiados, como si la vida fuera un examen. Todos percibimos la ansiedad, la histeria colectiva que domina nuestras agendas; y sin embargo, no logramos zafar. La presión nos vuelve impacientes, la impaciencia nos vuelve irritables, y la ira nos amarga y enmudece nuestra plegaria.

Jesús está para aliviar. Toma sobre sí nuestra culpa y nuestra impotencia. Claro que esto sólo lo aceptan los pequeños; los que aceptan la cruz y la mano amiga de Dios. Los sabios y prudentes en cambio, los grandes y poderosos del mundo no entran en esta lógica. Y por eso quedan tristemente presos del solitario repliegue de quien sólo confía en sus fuerzas, y no es capaz de elevar los ojos al cielo. Ser soberbio es agotador, porque sólo cuenta ganar. Y para colmo ninguna alegría es gratis.

[Contra esto, Zacarías señala a la discreta Jerusalén como morada real. “¡Alégrate, hija de Sión!”. Con esta expresión se designa al pueblo de Dios en su condición de “resto fiel”, de pequeño puñado de pobres que esperan contra toda esperanza. Serán pocos y débiles, pero en su autenticidad simbolizan la ciudad toda. Y es esta misma voz, resonando en el saludo del ángel, la que identifica a María como la genuina hija de Sión. Ella, insignificante jovencita, recibe como nadie a ese que llega ‘justo y victorioso’. La salvación acontece en el encuentro de dos humildades. Y en la pequeñez de una esclava germina y estalla el canto supremo, la magnífica alabanza. María, siempre madre, nos enseña la paradoja: sólo hay corazón grande desde la sencillez de los desposeídos.]

Pasan los siglos y el Rey sigue viniendo en los detalles de cada día: en la belleza de la naturaleza, en cada hermano que vemos, en la Palabra que salva, y en la eucaristía que se hace presente sobre el altar. Viene humilde, como siempre. No quiere violentarnos, pero ruega que lo recibamos. Descansemos en él y hagamos fiesta… de la buena. “Te alabaré, Dios mío, a ti, el único Rey”[4].

* Dedicado a Anna en el día de su ingreso a la comunidad de la nueva alianza. ¡Dios te conceda un corazón grande, humilde y alegre!
[1] S. Agustín
[2] Mt 11,25
[3] Mt 9,13
[4] Sal 145 (144), 1

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