viernes, 11 de julio de 2008

Variaciones sobre Mt 13,3

I
Todas las tradiciones religiosas se ocupan de unir al hombre con la realidad trascendente. Casi todas van elaborando un discurso sobre Dios mediante sus experiencias, muy ricas y, algunas veces, incluso milenarias. Este es un camino en que no sólo se avanza muy lentamente, sino también a tientas, con riesgos de error.

En soledad se yergue el judeocristianismo que se atreve a la palabra revelación. Él cree –y lo hace en un sentido fuerte- que Dios ha hablado. Aún más, cree que Dios es Palabra; que su mismo ser es comunicación. En la mirada propiamente cristiana, esta visión crece hasta afirmar que Dios es diálogo tripersonal, y que su vocación expresiva tocó el colmo de la encarnación: La Palabra (Dios) se hizo carne (hombre).

Con tal de hacerse comprensible hasta el extremo se abajó y, tomando nuestra naturaleza, habló al modo humano: con gestos y palabras. [Claro que esto dicho en perspectiva humana. Porque la misma carne que nos acerca la Palabra eterna es la que, en cierto modo, la oscurece y la expone a la ambigüedad de los malentendidos]. De entre aquellas palabras que aprendió -¡paradoja!- la Palabra hecha carne, destacan las parábolas. Cuentos sencillos sacados de la vida ordinaria que transmiten un mensaje de lo alto. Así, sin más, vienen a ser una perfecta imagen de la encarnación: el maridaje entre una historia del montón, vulgar como todas, y el contenido inaudito del reino que ningún humano hubiera podido vislumbrar.

“El sembrador salió a sembrar” dijo una vez junto a las orillas de Galilea. Aunque sus oyentes lo ignoraran, era su misma experiencia la que narraba. Salido del seno del Padre, había emprendido su recorrido con el fin de sembrar su semilla. Sembrar es compartir, y es siempre una apuesta, una jugada de esperanza. Hay un riesgo de esterilidad que amenaza, y que volvería truncos los esfuerzos y la fatiga al sol. Sin embargo, peor que esa frustración es la amargura de haberse retaceado.

He aquí algo digno de mención. Nosotros que tan sensibles somos a los desprecios, tenemos que aprender de este sembrador que generosamente esparció sus semillas. Porque nadie más consciente que él sobre el valor de lo que ofrecía. Y aunque probablemente supiera que muchas caerían en lugares no aptos, no dejó de darse… porque sabía que cada fruto lo vale, y que hay gozo en dar sin esperar a cambio.

Pero la grandeza, la mansedumbre de este sembrador que no se ofusca no puede hacernos perder de vista una lección. En cuanto tierra que recibe esa Palabra llegada de lo alto tenemos una responsabilidad. La siembra –y por eso, cuanto más profundizamos más certera es la parábola- entraña una lógica de alianza. Se trata de la semilla y de su terreno fértil. El fruto sólo acontece en el encuentro que nunca es violencia, sino docilidad.

El manuscrito se interrumpe aquí abruptamente, y empieza esta otra reflexión que reproducimos. Desconocemos si se trata del mismo autor. Lo que es seguro es que se las ha unido por su temática común.
II
Dios es Palabra.

Y el hombre es imagen de Dios.

Por tanto, el hombre –a su modo- también es palabra. Esto significa que, no sólo tiene la capacidad de articular sonidos inteligentes, de expresar su parecer puntualmente, sino que toda su vida es una palabra. Su existencia misma es un mensaje. Se va configurando muy lentamente a través de una infinidad de palabrejas, acciones y sentimientos; pero espera la línea de llegada, inexorable, como una suma de matemáticas. Lo más curioso es, que son raras las veces en que un hombre tiene una idea acabada de la palabra que está pronunciando. Como el pintor de un inmenso mural impresionista debe estar en los detalles sin perder la perspectiva global.

¿Tartamudeamos? ¿Pronunciamos mal? ¿Gritamos? ¿Callamos? Lo peor que le puede pasar a uno que habla, es no tener conciencia de ello. ¡Cuántas veces vivimos así! Como quien desvaría. Claro que para elaborar un discurso coherente hay que tener claridad mental, que en el plano existencial viene a ser lo espiritual. “In my beginning is my end”, decía T.S. Eliot. La plenitud está escondida en el origen, en la identidad. No sólo somos imagen de la Palabra sino que fuimos -¡somos!- modelados por ella.

En este contexto, el pecado es la mentira. Mentir es falsear, decir lo que no se es, cortar con la Palabra que nos hace ser. Desdibujamos el sello de la eterna Palabra, y degeneramos en sonidos inconexos.

Pero justamente porque Dios es Palabra, en el pleno sentido del término, sale a nuestro encuentro. ¿Qué es la Palabra sino una mano tendida? Y la Palabra se hizo carne. En el colmo de su amistad la Palabra se abajó hasta nosotros. Y la Palabra se hizo carne y habló entre nosotros… como nosotros. Se valió de nuestros fonemas, rústicos y ordinarios, para decir la realidad suprema.

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