lunes, 17 de noviembre de 2008

En el 1º aniversario sacerdotal

En su inmensa sabiduría, Dios creador dispone que el niño de un año no sea capaz de hablar. Hoy, mi sacerdocio es ese niño, que debería callar porque todavía no tiene una palabra propia.

 

Con todo, mi corazón –lo mismo que el de los bebés- está colmado por el amor recibido y quiere, aunque torpemente, expresar algo. Lo que sigue es el balbuceo, la reflexión sin añejar, de uno que vive, un poco como el recién nacido, y otro poco como el anciano, que eso es lo que significa presbítero.

 

Lo primero que tengo para decir es que la vida del cura es muy intensa. ¡Cuántas cosas vivimos en apenas unas horas! Y todo eso es muy difícil de sintetizar y transmitir. Nuestros días pasan inmersos en el misterio de Dios, y no sin una cierta dosis de inconsciencia. Como dijo un sacerdote-poeta: “Y yo, que apenas era un niño, tenía/ tantas almas colgadas de mis manos/ que ni un gigante hubiera podido levantarlas”[1].

 

Somos sacramento de Dios. Más allá de los límites, nuestro ser irradia algo de Dios, y la mirada creyente lo capta. Tenemos el privilegio de ser testigos de lo más hondo de las personas: asuntos que en toda una vida no se dicen dos veces, y que nos obligan a una “santa complicidad”. Haciendo de puente recibimos mucho afecto, mucha gratitud. ¡Cuánta creatividad en detalles sencillos y significativos!

 

El pueblo cristiano nos llama padres, y no se equivoca. Nuestro secreto está en la paternidad de Dios a la que tratamos de servir como lo hizo el mismo Jesús. Compartimos su desvelo por las almas, el cuidado de su santidad, de su enseñanza y de su pastoreo. Qué bueno es ser una referencia en el camino hacia el gran Referente de nuestras vidas. A veces, es cierto, sentimos la preocupación del padre que sufre en silencio y espera, otras nos hacemos mala sangre con algunas reacciones. Pero todo esto nos acerca al corazón de Dios, en cuyo centro está Jesús. Por él, con él, y en él aprendemos a ofrecerlo todo tal cual viene: sin maquillaje. Y en esa ofrenda, que se concentra de manera especial en cada misa, culmina nuestro servicio. La patena se eleva, el cáliz queda suspendido, y con ellos suben las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres. Es la antesala del acto más universal, porque nadie consagra para sí. Y entonces las cruces y amarguras se transforman en sabroso manjar, y lo que parecían frutos de muerte se vuelven salvación. ¡Qué fecundidad! ¡Cuánta paternidad en ese engendrar al eterno sobre el altar!

 

Pero la paternidad también es ardua. Todos los días hay que procurar el pan de la prédica… muchas veces mal cocido, apenas suficiente, sin poder ofrecer la segunda vuelta que nuestros hijos quisieran. Y cuando bajo a distribuir a Jesús, me parece ser la madre que con paciencia lleva la cuchara a la boca de sus hijos. Sólo Dios sabe con qué hambre y devoción lo reciben.

 

Ni qué decir de lo que acontece en el confesionario: administrar la misericordia, ser testigos de lo peor y de lo mejor del hombre… abrazar en nombre de Dios y de la Iglesia a tantos hermanos, hijos que golpeados y llenos de marcas quieren volver a casa y sentir el calor de hogar. Junto al sufrimiento de la conciencia evocamos el dolor de los enfermos y de los moribundos. Cuántos de ellos, postrados en una cama, reciben al sacerdote que se acerca como los chicos que no saben dormirse sin el cuento de la noche; y se me ocurre pensar que ese cuento de papá es la unción que, una vez administrada, les da la paz y el valor para dormirse definitivamente en el Señor. 

 

En la casa de Dios digo a los quieran escuchar: soy feliz. Y pido perdón por las veces que entierro mi talento y no reflejo entre ustedes el amor de Dios. Y ruego para ser siempre un santo sacerdote, aunque todavía no tenga una idea acabada de lo que eso significa. Y doy gracias por el llamado a ser instrumento de tanto bien, y por los que me acompañan en esta aventura.

 

Sin embargo, no dejo de ser el ciego del camino del que nos habla hoy el Evangelio. Víctima de mis pecados sigo gritando con fuerza para que Dios me libere totalmente. Y Jesús, con gran delicadeza, se acerca y todos los días me pregunta: “¿Qué querés que haga por vos?”[2]. Y yo, tomando nota del reproche de la primera lectura, le digo: “No dejes nunca que se enfríe mi primer amor”[3].

 

                                                          


[1] J.L. Martín Descalzo 

[2] Lc 18,41

[3] Ap 2,4

1 comentario:

Anónimo dijo...

Si estos son los balbuceos de un niño, cómo serán las prédicas del que no necesita más la leche de la madre...!!!
Felicitaciones P. Andrés!
Un gran abrazo.
Ezequiel Biondi.