domingo, 28 de marzo de 2010

Ramos 2010

La Iglesia comienza hoy una nueva semana santa, y lo hace envuelta en escándalos. Entonces quiero apelar a nuestra fe cristiana para ver algo más. Quiero ver en esto una oportunidad providencial para acompañar al Señor en su pasión.

La Iglesia tiene sus culpas y por eso entra en la "semana mayor" con espíritu penitente y ánimo de conversión. Así es siempre, sólo que quizás hoy se nota un poco más. Ella sabe que está en un constante camino de purificación, y que sólo la sangre de Jesús puede hacer el milagro. También es verdad que a las culpas reales y dolorosas, que no queremos disimular, se suman otras que vienen de la calumnia. Puedo oler revancha y carroña en muchos comentarios. Vemos con tristeza cómo se manipula la información, sacándola de contexto y proporción.

A un cristiano todo esto le duele, pero no le sorprende. "Si así tratan a la leña verde, ¿qué será de la leña seca?" (Lc 23,31). Ya tenemos nuestro via crucis. ¿Y qué diremos? ¿Líbranos de esta hora? (Jn 12,27).

Muchas veces hubo intentos -dentro y fuera de la Iglesia- de instaurar una era inmaculada. La Iglesia de Dios no cedió nunca a ese engaño. Ella sabe mejor que nadie de las miserias de los hombres y sabe que en todo corazón conviven el trigo y la cizaña. Por eso día y noche pide ser librada del maligno, y día y noche -incansable en sus rosarios- se incluye entre los pecadores.

Sentimos vergüenza, pero no flaquea la fe. De estas humillaciones públicas brota una Iglesia más humilde y orante, más sabia y compasiva, más genuina y fiel en su abandono. Vapuleada, sigue adelante como su Señor (Lc 19,28). También ella encara hacia Jerusalén donde todos buscan un pretexto para la condena (Lc 22,1). Y, como puede, sigue hablando. Porque no vive por sí misma, sino que respira para su Señor. Y a Él le place mostrar Su fuerza en la debilidad. Sí. Para confundir a los poderosos y sabios de este mundo (1 Co 1,27), a los que se regodean en la bajeza y hacen fiesta por el adulterio in fraganti (Jn 8).

No temas pequeño rebaño (Lc 12,32).

Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder para zarandearlos como el trigo, pero yo he rogado por ti, para que no te falta la fe. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma en la fe a tus hermanos (Lc 22,31). Adelante Benedicto, confirmanos en la fe.

Finalmente, quisiera transcribir lo que para mí es una de las páginas más conmovedoras de la literatura cristiana. Es una glosa del Evangelio, y que se ponga el sayo al que le quepa. No es apología ni mirar al costado. Es el Evangelio, el que nos supera siempre y nos pide conversión.

“Pero si hemos llorado alguna vez honradamente sobre nuestros pecados y los pecados de la Iglesia, si nos hemos percatado en la confesión de nuestra culpa de que toda santidad verdadera es gracia y milagro de Dios, y no evidencia engreída, entonces se aclarará nuestro ojo, limpio en las lágrimas del arrepentimiento, para el misterio santo de Dios en su Iglesia que se hace nuevo cada día: que sus manos hoy como siempre y a pesar de todo rebosan de gracia; que ahora y siempre administra la gracia de los sacramentos de Cristo; que de su corazón remonta permanentemente el suspiro del Espíritu y su inefable gemido (…) Una y otra vez podremos rezar entre lágrimas, ya sean las lágrimas del arrepentimiento o las lágrimas de la alegría: creo en la santa Iglesia.
Los eruditos de la Escritura y los fariseos –tales los hay no sólo en la Iglesia, sino por todas partes y con todos los disfraces- arrastran otra vez ante el Señor a ‘la mujer’ y la acusan con el oculto e hinchado sentimiento de que -¡a Dios gracias!- ‘la mujer’ no es mejor que ellos mismos: ‘Señor, esta mujer ha sido atrapada in fraganti en adulterio. ¿Qué dices sobre ello?’. Y la mujer no podrá negarlo (…) Y está ante aquél a quien ha sido confiada, ante aquél que la ha amado y que se ha entregado por ella para santificarla, ante aquél que conoce sus pecados mejor que los que la acusan. Pero calla. Él escribe sus pecados en la arena de la historia del mundo que pronto se apagará y con ella su culpa. Calla un pequeño instante que nos dura que parece miles de años. Y condena a la mujer sólo con el silencio de su amor que da gracia y sentencia libertad. En cada siglo hay nuevos acusadores junto a ‘esta mujer’ y se retiran una y otra vez comenzando por el más anciano, uno tras otro. Porque no había ninguno que estuviese sin pecado. Y al final el Señor estará solo con la mujer. Y entonces se levantará y mirará a la cortesana, su esposa, y le peguntará: ‘¿Mujer, dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado?’. Y ella responderá con humildad y arrepentimiento inefables: ‘Ninguno, Señor’. Y estará extraña y casi turbada porque ninguno lo ha hecho. El Señor empero irá hacia ella y le dirá: ‘Tampoco yo te condenaré’. Besará su frente y hablará: ‘Esposa mía, Iglesia santa’”. [K. Rahner, Escritos de Teología VI, Madrid, Cristiandad, 1969, 312-313].

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